sábado, 5 de septiembre de 2020

Castellano, purgatorio, Canto XXXII

CANTO XXXII


Mi vista estaba tan atenta y fija


por quitarme la sed de aquel decenio,


que mis demás sentidos se apagaron.


Y topaban en todas partes muros


para no distraerse ¡así la santa


sonrisa con la antigua red prendía! ;


cuando a la fuerza me hicieron girar


aquellas diosas hacia el lado izquierdo,


pues las oí decir: «¡Miras muy fijo!»;


y la disposición que hay en los ojos


que el sol ha deslumbrado con sus rayos,


sin vista me dejó por algún tiempo.


Cuando pude volver a ver lo poco


(digo «lo poco» con respecto al mucho


de la luz cuya fuerza me cegara),


vi que se retiraba a la derecha


el glorioso ejército, llevando


el sol y las antorchas en el rostro.


Cual bajo los escudos por salvarse


con su estandarte el escuadrón se gira,


hasta poder del todo dar la vuelta;


esa milicia del celeste reino


que iba delante, desfiló del todo


antes que el carro torciera su lanza.


A las ruedas volvieron las mujeres,


y la bendita carga llevó el grifo


sin que moviese una pluma siquiera.


La hermosa dama que cruzar me hizo,


Estacio y yo, seguíamos la rueda


que al dar la vuelta hizo un menor arco.


Así cruzando la desierta selva,


culpa de quien creyera a la serpiente,


ritmaba el paso un angélico canto.


Anduvimos acaso lo que vuela


una flecha tres veces disparada,


cuando del carro descendió Beatriz.


Yo escuché murmurar: «Adán» a todos;

y un árbol rodearon, despojado


de flores y follajes en sus ramas.


Su copa, que en tal forma se extendía


cuanto más sube, fuera por los indios


aun con sus grandes bosques, admirada.


«Bendito seas, grifo, porque nada


picoteas del árbol dulce al gusto,


porque mal se separa de aquí el vientre.»


Así en tomo al robusto árbol gritaron


todos ellos; y el animal biforme:


«Así de la virtud se guarda el germen.»


Y volviendo al timón del que tiraba,


junto a la planta viuda lo condujo,


y arrimado dejó el leño a su leño.


Y como nuestras plantas, cuando baja


la hermosa luz, mezclada con aquella


que irradia tras de los celestes Peces,


túrgidas se hacen, y después renuevan


su color una a una, antes que el sol


sus corceles dirija hacia otra estrella;


menos que rosa y más que violeta


color tomando, se hizo nuevo el árbol,


que antes tan sólo tuvo la enramada.


Yo no entendí, porque aquí no usa


el himno que cantaron esas gentes,


ni pude oír la melodía entera.


Si pudiera contar cómo durmieron,


oyendo de Siringa, los cien ojos


a quien tanto costó su vigilancia;


como un pintor que pinte con modelo,


cómo me adormecí dibujaría;


mas otro sea quien el sueño finja.


Por eso paso a cuando desperté,


y digo que una luz me rasgó el velo

del dormir, y una voz: «¿Qué haces?, levanta.» 


Como por ver las flores del manzano


que hace ansiar a los ángeles su fruto,


y esponsales perpetuos en el cielo,


Pedro, Juan y jacob fueron llevados

y vencidos, tornóles la palabra


que sueños aún más grandes ha quebrado,


y se encontraron sin la compañía


tanto de Elías como de Moisés,


y al maestro la túnica cambiada;


así me recobré, y vi sobre mí


aquella que, piadosa conductora


fue de mis pasos antes junto al río.


Y «¿dónde está Beatriz.?», dije con miedo.


Respondió: «Véla allí, bajo la fronda


nueva, sentada sobre las raíces.


Mira la compañía que la cerca;


detrás del grifo los demás se marchan


con más dulce canción y más profunda.»


Y si fueron más largas sus palabras,


no lo sé, porque estaba ante mis ojos


la que otra cualquier cosa me impedía.


Sola sobre la tierra se sentaba,


como dejada en guardia de aquel carro


que vi ligado a la biforme fiera.


En torno suyo un círculo formaban


las siete ninfas, con las siete antorchas


que de Austro y de Aquilón están seguras


«Silvano aquí tú serás poco tiempo;


habitarás conmigo para siempre


esa Roma donde Cristo es romano.


Por eso, en pro del mundo que mal vive,


pon la vista en el carro, y lo que veas


escríbelo cuando hayas retornado.»


Así Beatríz; y yo que a pie juntillas


me encontraba sumiso a sus mandatos,


mente y ojos donde ella quiso puse.


De un modo tan veloz no bajó nunca


de espesa nube el rayo, cuando llueve


de aquel confín del cielo más remoto,


cual vi calar al pájaro de Júpiter,


rompiendo, árbol abajo, la corteza,


las florecillas y las nuevas hojas;


e hirió en el carro con toda su saña;

y él se escoró como nave en tormenta,


a babor o a estribor de olas vencida.


Y luego vi que dentro se arrojaba


de aquel carro triunfal una vulpeja,


que parecía ayuna de buen pasto;


mas, sus feos pecados reprobando,


mi dama la hizo huir de tal manera,


cuanto huesos sin carne permitían.


Y luego por el sitio que viniera,


vi descender al águila en el arca


del carro y la cubría con sus plumas;


y cual sale de un pecho que se queja,


tal voz salió del cielo que decía


«¡Oh navecilla mía, qué mal cargas!»


Luego creí que la tierra se abriera


entre ambas ruedas, y salió un dragón


que por cima del carro hincó la cola;


y cual retira el aguijón la avispa,


así volviendo la cola maligna,


arrancó el fondo, y se marchó contento.


Aquello que quedó, como de grama


la tierra, de las plumas, ofrecidas


tal vez con intención benigna y santa,


se recubrió, y también se recubrieron


las ruedas y el timón, en menos tiempo


que un suspiro la boca tiene abierta.


Al edificio santo, así mudado


le salieron cabezas; tres salieron


en el timón, y en cada esquina una.


Las primeras cornudas como bueyes,


las otras en la frente un cuerno sólo:


nunca fue visto un monstruo semejante.


Segura, cual castillo sobre un monte,


sentada una ramera desceñida,


sobre él apareció, mirando en torno;


y como si estuviera protegiéndola,


vi un gigante de pie, puesto a su lado;


con el cual a menudo se besaba.


Mas al volver los ojos licenciosos

y errantes hacia mí, el feroz amante


la azotó de los pies a la cabeza.


Crudo de ira y de recelos lleno,


desató al monstruo, y lo llevó a la selva,


hasta que de mis ojos se perdieron


la ramera y la fiera inusitada.

Castellano, purgatorio, Canto XXXI

CANTO XXXI


«Oh tú que estás de allá del sacro río,


dirigiéndome en punta sus palabras,


que aun de filo tan duras parecieron,


volvió a decir sin pausa prosiguiendo


di si es esto verdad, pues de tan seria


acusación debieras confesarte.»


Estaba mi valor tan confundido,


que mi voz se movía, y se apagaba


antes que de sus órganos saliera.


Esperó un poco, y me dijo: «¿En qué piensas?


respóndeme, pues las memorias tristes


en ti aún no están borradas por el agua.»


La confusión y el miedo entremezclados


como un «sí» me arrancaron de la boca,


que fue preciso ver para entenderlo.


Cual quebrada ballesta se dispara,


por demasiado tensos cuerda y arco,


y sin fuerzas la flecha al blanco llega,


así estallé abrumado de tal carga,


lágrimas y suspiros despidiendo,


y se murió mi voz por el camino.


«Por entre mis deseos dijo ella-


que al amor por el bien te conducían,


que cosa no hay de aspiración más digna,


¿qué fosos se cruzaron, qué cadenas


hallaste tales que del avanzar


perdiste de tal forma la esperanza?


¿Y cuál ventaja o qué facilidades

en el semblante de los otros viste,


para que de ese modo los rondaras?»


Luego de suspirar amargamente,


apenas tuve voz que respondiera,


formada a duras penas por los labios.


Llorando dije: «Lo que yo veía


con su falso placer me extraviaba


tan pronto se escondió vuestro semblante.»


Y dijo: «Si callaras o negases


lo que confiesas, igual se sabría


tu culpa: ¡es tal el juez que la conoce!


Mas cuando sale de la propia boca


confesar el pecado, en nuestra corte


hace volver contra el filo la piedra.


Sin embargo, para que te avergüences


ahora de tu error, y ya otras veces


seas fuerte, escuchando a las sirenas,


deja ya la raíz del llanto y oye:


y escucharás cómo a un lugar contrario


debió llevarte mi enterrada carne.


Arte o natura nunca te mostraron


mayor placer, cuanto en los miembros donde


me encerraron, en tierra ahora esparcidos;


y si el placer supremo te faltaba


al estar muerta, ¿qué cosa mortal


te podría arrastrar en su deseo?


A las primeras flechas de las cosas


falaces, bien debiste alzar la vista


tras de mí, pues yo no era de tal modo.


No te debían abatir las alas,


esperando más golpes, ni mocitas,


ni cualquier novedad de breve uso.


El avecilla dos o tres aguarda;


que ante los ojos de los bien plumados


la red se extiende en vano o la saeta.»


Cual los chiquillos por vergüenza, mudos


están con ojos gachos, escuchando,


conociendo su falta arrepentidos,


así yo estaba; y ella dijo: «Cuando

te duela el escuchar, alza la barba


y aún más dolor tendrás si me contemplas.»


Con menos resistencia se desgaja


robusta encina, con el viento norte


o con aquel de la tierra de Jarba,


como el mentón alcé con su mandato;


pues cuando dijo «barba» en vez de «rostro»


de sus palabras conocí el veneno;


y pude ver al levantar la cara


que las criaturas que llegaron antes


en su aspersión habían ya cesado;


y mis ojos, aún poco seguros,


a Beatriz vieron vuelta hacia la fiera


que era una sola en dos naturalezas.


Bajo su velo y desde el otro margen


a sí misma vencerse parecía,


vencer a la que fue cuando aquí estaba.


Me picó tanto el arrepentimiento


con sus ortigas, que enemigas me hizo


esas cosas que más había amado.


Y tal reconocer mordióme el pecho,


y vencido caí; y lo que pasara


lo sabe aquella que la culpa tuvo,


Y vi a aquella mujer, al recobrarme,


que había visto sola, puesta encima


«¡cógete a mí, cógete a mí!» diciendo.


Hasta el cuello en el río me había puesto,


y tirando de mí detrás venía,


como esquife ligera sobre el agua.


Al acercarme a la dichosa orilla,


«Asperges me» escuché tan dulcemente,


que recordar no puedo, ni escribirlo.


Abrió sus brazos la mujer hermosa;


y hundióme la cabeza con su abrazo


para que yo gustase de aquel agua.


Me sacó luego, y mojado me puso


en medio de la danza de las cuatro


hermosas; cuyos brazos me cubrieron.


«Somos ninfas aquí, en el cielo estrellas;

antes de que Beatriz bajara al mundo,


como sus siervas fuimos destinadas.


Te hemos de conducir ante sus ojos;


mas a su luz gozosa han de aguzarte


las tres de allí, que miran más profundo.»


Así empezaron a cantar; y luego


hasta el pecho del grifo me llevaron,


donde estaba Beatriz vuelta a nosotros.


Me dijeron: «No ahorres tus miradas;


ante las esmeraldas te hemos puesto


desde donde el Amor lanzó sus flechas.»


Mil deseos ardientes más que llamas


mis ojos empujaron a sus ojos


relucientes, aún puestos en el grifo.


Lo mismo que hace el sol en el espejo,


la doble fiera dentro se copiaba,


con una o con la otra de sus formas.


Imagina, lector, mi maravilla


al ver estarse quieta aquella cosa,


y en el ídolo suyo transmutarse.


Mientras que llena de estupor y alegre


mi alma ese alimento degustaba


que, saciando de sí, aún de sí da ganas,


demostrando que de otro rango eran


en su actitud, las tres se adelantaron,


danzando con su angélica cantiga.


«¡Torna, torna, Beatriz, tus santos ojos


decía su canción a tu devoto


que para verte ha dado tantos pasos!


Por gracia haznos la gracia que desvele


a él tu boca, y que vea de este modo


la segunda belleza que le ocultas.»


Oh resplandor de viva luz eterna,


¿quién que bajo las sombras del Parnaso


palideciera o bebiera en su fuente,


no estuviera ofuscado, si tratara


de describirte cual te apareciste


donde el cielo te copia armonizando,


cuando en el aire abierto te mostraste?

Castellano, purgatorio, Canto XXX

CANTO XXX


Y cuando el septentrión del primer cielo,


que no sabe de ocaso ni de orto;


ni otra niebla que el velo de la culpa,


y que a todos hacía sabedores


de su deber, como hace aquí el de abajo


al que gira el timón llegando a puerto,


inmóvil se quedó: la gente santa


que entre el grito y aquel primero


vino, como a su paz se dirigió hacia el carro;


y uno de ellos, del cielo mensajero,


'Veni sponsa de Libano’, cantando


gritó tres veces, y después los otros.


Cual los salvados al último bando


prestamente alzarán de su caverna,


aleluyando en voces revestidas,


sobre el divino carro de tal forma


cien se alzaron, ad vocem tanti senis,


ministros y enviados del Eterno.


Benedictus qui venis!' entonaban,


tirando flores por todos los lados


Manibus, oh, date ilia plenis'


Yo he visto cuando comenzaba el día


rosada toda la región de oriente,


bellamente sereno el demás cielo;


y aún la cara del sol nacer en sombras,


tal que, en la tibiedad de los vapores,


el ojo le miraba un largo rato:


lo mismo dentro de un turbión de flores


que de manos angélicas salía,


cayendo dentro y fuera: coronada,


sobre un velo blanquísimo, de olivo,


contemplé una mujer de manto verde


vestida del color de ardiente llama.


Y el espíritu mío, que ya tanto


tiempo había pasado que sin verla


no estaba de estupor, temblando, herido,


antes de conocerla con los ojos,

por oculta virtud de ella emanada,

sintió del viejo amor el poderío.


Nada más que en mi vista golpeó


la alta virtud que ya me traspasara


antes de haber dejado de ser niño,


me volví hacia la izquierda como corre


confiado el chiquillo hacia su madre


cuando está triste o cuando tiene miedo,


por decir a Virgilio: «Ni un adarme


de sangre me ha quedado que no tiemble:


conozco el signo de la antigua llama.»


Mas Virgilio privado nos había


de sí, Virgilio, dulcísimo padre,


Virgilio, a quien me dieran por salvarme;


todo lo que perdió la madre antigua,


no sirvió a mis mejillas que, ya limpias,


no se volvieran negras por el llanto.


«Dante, porque Virgilio se haya ido


tú no llores, no llores todavía;


pues deberás llorar por otra espada.»


Cual almirante que en popa y en proa


pasa revista a sus subordinados


en otras naves y al deber les llama;


por encima del carro, hacia la izquierda,


al volverme escuchando el nombre mío,


que por necesidad aquí se escribe,


vi a la mujer que antes contemplara


oculta bajo el angélico halago,


volver la vista a mí de allá del río.


Aunque el velo cayendo por el rostro,


ceñido por la fronda de Minerva,


no me dejase verla claramente,


con regio gesto todavía altivo


continuó lo mismo que quien habla


y al final lo más cálido reserva:


«¡Mírame bien!, soy yo, sí, soy Beatriz,

¿cómo pudiste llegar a la cima?

¿no sabías que el hombre aquí es dichoso?» 


Los ojos incliné a la clara fuente;


mas me volvía a la yerba al reflejarme,

pues me abatió la cara tal vergüenza.


Tan severa cree el niño que es su madre,


así me pareció; puesto que amargo


siente el sabor de la piedad acerba.


Ella calló; y los ángeles cantaron


de súbito: 'in te, Domine, speravi';


pero del ‘pedes meos’ no siguieron.


Como la nieve entre los vivos troncos


en el dorso de Italia se congela,


azotada por vientos boreales,


luego, licuada, en sí misma rezuma,


cuando la tierra sin sombra respira,


y es como el fuego que funde una vela;


mis suspiros y lágrimas cesaron


antes de aquel cantar de los que cantan


tras de las notas del girar eterno;


mas luego que entendí que el dulce canto


se apiadaba de mí, más que si dicho


hubiese: «Mujer, por qué lo avergüenzas»,


el hielo que en mi pecho se apretaba,


se hizo vapor y agua, y con angustia


se salió por la boca y por los ojos.


Ella, parada encima del costado


dicho del carro, a las sustancias pías


dirigió sus palabras de este modo:


«Veláis vosotros el eterno día,


sin que os roben ni el sueño ni la noche


ningún paso del siglo en su camino;


así pues más cuidado en mi respuesta


pondré para que entienda aquel que llora,


e igual medida culpa y duelo tengan.


No sólo por efecto de las ruedas


que a cada ser a algún final dirigen


según les acompañen sus estrellas,


mas por largueza de gracia divina,


que en tan altos vapores hace lluvia,


que no pueden mirarlos nuestros ojos,


ese fue tal en su vida temprana


potencialmente, que cualquier virtud


maravilloso efecto en él hiciera.


Mas tanto más maligno y más silvestre,


inculto y mal sembrado se hace el campo,


cuanto más vigorosa tierra sea.


Le sostuve algún tiempo con mi rostro:


mostrándole mis ojos juveniles,


junto a mí le llevaba al buen camino.


Tan pronto como estuve en los umbrales


de mi segunda edad y cambié de vida,


de mí se separó y se entregó a otra.


Cuando de carne a espíritu subí,


y virtud y belleza me crecieron,


fui para él menos querida y grata;


y por errada senda volvió el paso,


imágenes de un bien siguiendo falsas,


que ninguna promesa entera cumplen.


No me valió impetrar inspiración,


con la cual en un sueño o de otros modos


lo llamase: ¡tan poco le importaron!


Tanto cayó que todas las razones


para su salvación no le bastaban,


salvo enseñarle el pueblo condenado.


Fui por ello a la entrada de los muertos,


y a aquel que le ha traído hasta aquí arriba,


le dirigí mis súplicas llorando.


Una alta ley de Dios se habría roto,


si el Leteo pasase y tal banquete


fuese gustado sin ninguna paga


del arrepentimiento que se llora.»

Portfolio

       Ramón Guimerá Lorente Beceite blog, Beseit Beseit en chapurriau yo parlo lo chapurriau  y lo escric Chapurriau al Wordpress Lo Decame...