CANTO XVI
Negror de infierno y de noche privada
de estrella alguna, bajo un pobre cielo,
hasta el sumo de nubes tenebroso,
tan denso velo no tendió en mi rostro
como aquel humo que nos envolvió,
y nunca sentí tan áspero pelo.
No podía siquiera abrir los ojos
por lo que, sabia y fiel, la escolta mía
vino hacia mí ofreciéndome su hombro.
Como el ciego que va tras de su guía
para que no se pierda ni tropiece
en obstáculo alguno, o tal vez muera,
andaba por el aire amargo y sucio,
escuchando a Virgilio aconsejarme:
«Ten cuidado y de mí no te separes».
Oía voces como que implorasen
la paz y la clemencia del Cordero
de Dios que borra todos los pecados.
Agnus Dei, era, pues, como empezaban
todos a un tiempo y en el mismo modo,
y en completa concordia parecían.
«Maestro, lo que oigo ¿son espíritus?»
le dije. Y él a mí: «Bien lo pensaste;
de la iracundia van soltando el nudo.»
«¿Quién eres tú que cortas nuestro humo,
y de nosotros hablas como si
aún midieses el tiempo por calendas?»
Esto por una voz fue preguntado;
«Contéstale me dijo mi maestro
y si hay subida por aquí pregunta.»
«Oh, criatura le dije que te limpias
para volver hermosa a quien te hizo,
maravillas oirás si me acompañas.»
«Cuanto me es permitido he de seguirte;
y si vernos el humo no nos deja,
nos mantendrá cercanos el oírnos.»
Entonces comencé: «Con este rostro
que destruye la muerte, voy arriba,
y he llegado hasta aquí desde el infierno.
Y si Dios en su gracia me ha tomado,
tanto que quiere que su corte vea
de modo inusitado en estos tiempos,
no me ocultes quién fuiste antes de muerto;
dímelo, y dime si el camino es éste;
y tus palabras sean nuestra escolta.»
«Yo fui lombardo y
Marco me llamaban;
del mundo supe, y amé esa virtud
a la que nadie tiende ya su arco.
Para subir camina siempre recto»
Me respondió y dijo luego: «Te pido
que por mí implores cuando estés arriba.»
«Por mi fe yo le dije te prometo
que haré lo que me pides; mas me estalla
dentro una duda, y tengo que aclararla.
Era antes simple y ahora se ha hecho doble
con tus palabras, que me dan certeza
de lo otro, con la cual las relaciono.
El mundo por completo está desierto
de cualquiera virtud, como tú dices,
y de maldad cubierto y agravado;
mas la razón te pido que me digas,
tal que la vea y que la enseñe a otros;
que a la tierra o al cielo lo atribuyen.»
Un gran suspiro que acabó en un ¡ay!
lanzó primero; y luego dijo: «Hermano,
el mundo es ciego, y tú de él has venido.
Cualquier causa achacáis los que estáis vivos
al cielo, igual que si moviese todas
las cosas él obligatoriamente.
Destruido sería así en vosotros
el libre arbitrio, y no sería justo
dar la alegría al bien, y al mal dar luto.
El cielo inicia vuestros movimientos;
no digo todos, mas aunque lo diga,
una luz para el bien o el mal os dieron,
Y libre voluntad; que si se cansa
en el primer combate contra el cielo,
luego lo vence si bien se sustenta.
A mayor fuerza y a mejor natura
libres estáis sujetos; y ella cría
vuestra mente, en que el cielo nada puede.
Y por esto, si el mundo os descamina,
la causa que buscáis está en vosotros:
y verdaderamente he de explicártelo:
De la mano de Aquél
que la acaricia,
aun antes de existir, cual la muchacha
que llorando y riendo juguetea,
sale sencilla el alma y nada sabe,
salvo que, obra de un gozoso artista,
gustosa vuelve a aquello que la alegra.
Primero saborea el bien pequeño;
aquí se engaña y corre detrás de él,
si no tuerce su amor freno ni guía.
Y es necesario el freno de las leyes;
y es necesario un rey, que al menos vea
de la ciudad auténtica la torre.
Hay leyes, pero ¿quién las administra?
Nadie, pues su pastor acaso rumie,
mas no tiene partida la pezuña;
y la gente, que sabe que su guía
sólo tiende a aquel bien del que ella come,
pace de aquel, y no busca otra cosa.
Bien puedes ver que la mala conducta
es la razón que al mundo ha condenado,
y no vuestra natura corrompida.
Solía Roma, que hizo bueno el mundo,
tener dos soles que una y otra senda,
la humana y la divina, les mostraban.
Uno a otro apagó; y está la espada
junto al báculo; y una y otro unidos
forzosamente, marchan mal las cosas;
porque juntos no temen uno al otro:
Si no me crees, recuerda las espigas,
pues distingue las hierbas la simiente.
En la tierra que riegan Po y Adige,
valor y cortesía se encontraban,
antes de entrar en liza Federico.
Ahora puede cruzar sin miedo alguno
cualquiera que dejase, por vergüenza,
de acercarse a los buenos o de hablarlos.
Tres viejos hay aún con quien reprende
a la nueva la antigua edad, y tardo
Dios les parece en que con él les llame:
Corrado de Palazzo, el buen Gherardo,
y Guido de Castel, mejor llamado
el sencillo lombardo, a la francesa.
Puedes decir que la Iglesia de Roma,
por confundir en ella dos poderes
ella y su carga en el fango se ensucian.»
«Oh Marco mío –dije- bien hablaste;
y ahora discierno por qué de la herencia
los hijos de Leví privados fueron.
Más qué Gherardo es ése que, por sabio,
dices, quedó de aquella raza extinta
corno reproche del siglo salvaje?»
«Me engañan tus palabras o me tientan,
-me respondió pues, hablando toscano,
del buen Gherardo nunca hayas oído.
Por ningún otro nombre le conozco,
si de Gaya, su hija,
no lo saco.
Quedad con Dios, pues más no os acompaño
Ved el albor, que irradia por el humo
ya clareando; debo retirarme
(allí está el ángel) antes que me vea.»
De este modo se fue y no quiso oírme.