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martes, 29 de septiembre de 2020

Castellano, paraíso, Canto XXXIII (FIN)

CANTO XXXIII


«¡Oh Virgen Madre, oh Hija de tu hijo,


alta y humilde más que otra criatura,


término fijo de eterno decreto,


Tú eres quien hizo a la humana natura


tan noble, que su autor no desdeñara


convertirse a sí mismo en su creación.


Dentro del viento tuyo ardió el amor,


cuyo calor en esta paz eterna


hizo que germinaran estas flores.


Aquí nos eres rostro meridiano


de caridad, y abajo, a los mortales,

de la esperanza eres fuente vivaz.


Mujer, eres tan grande y vales tanto,


que quien desea gracia y no te ruega


quiere su desear volar sin alas.


Mas tu benignidad no sólo ayuda


a quien lo pide, y muchas ocasiones


se adelanta al pedirlo generosa.


En ti misericordia, en ti bondad,


en ti magnificencia, en ti se encuentra


todo cuanto hay de bueno en las criaturas.


Ahora éste, que de la ínfima laguna


del universo, ha visto paso a paso


las formas de vivir espirituales,


solicita, por gracia, tal virtud,


que pueda con los ojos elevarse,


más alto a la divina salvación.


Y yo que nunca ver he deseado


más de lo que a él deseo, mis plegarias


te dirijo, y te pido que te basten,


para que tú le quites cualquier nube


de su mortalidad con tus plegarias,


tal que el sumo placer se le descubra.


También reina, te pido, tú que puedes


lo que deseas, que conserves sanos,


sus impulsos, después de lo que ha visto.


Venza al impulso humano tu custodia:


ve que Beatriz con tantos elegidos


por mi plegaria te junta las manos!»


Los ojos que venera y ama Dios,


fijos en el que hablaba, demostraron


cuánto el devoto ruego le placía;


luego a la eterna luz se dirigieron,


en la que es impensable que penetre


tan claramente el ojo de ninguno.


Y yo que al final de todas mis ansias


me aproximaba, tal como debía,


puse fin al ardor de mi deseo.


Bernardo me animaba, sonriendo

a que mirara abajo, mas yo estaba

ya por mí mismo como aquél quería:


pues mi mirada, volviéndose pura,


más y más penetraba por el rayo


de la alta luz que es cierta por sí misma.


Fue mi visión mayor en adelante


de lo que puede el habla, que a tal vista,


cede y a tanto exceso la memoria.


Como aquel que en el sueño ha visto algo,


que tras el sueño la pasión impresa


permanece, y el resto no recuerda,


así estoy yo, que casi se ha extinguido


mi visión, mas destila todavía


en mi pecho el dulzor que nace de ella.


Así la nieve con el sol se funde;


así al viento en las hojas tan livianas


se perdía el saber de la Sibila.


¡Oh suma luz que tanto sobrepasas


los conceptos mortales, a mi mente


di otro poco, de cómo apareciste,


y haz que mi lengua sea tan potente,


que una chispa tan sólo de tu gloria


legar pueda a los hombres del futuro;


pues, si devuelves algo a mi memoria


y resuenas un poco en estos versos,


tu victoria mejor será entendida.


Creo, por la agudeza que sufrí


del rayo, que si hubiera retirado


la vista de él, hubiéseme perdido.


Y esto, recuerdo, me hizo más osado


sosteniéndola, tanto que junté


con el valor infinito mi vista.


¡Oh gracia tan copiosa, que me dio


valor para mirar la luz eterna,


tanto como la vista consentía!


En su profundidad vi que se ahonda,


atado con amor en un volumen,


lo que en el mundo se desencuaderna:


sustancias y accidentes casi atados

junto a sus cualidades, de tal modo

que es sólo débil luz esto que digo.


Creo que vi la forma universal


de este nudo, pues siento, mientras hablo,


que más largo se me hace mi deleite.


Me causa un solo instante más olvido


que veinticinco siglos a la hazaña


que hizo a Neptuno de Argos asombrarse.


Así mi mente, toda suspendida,


miraba fijamente, atenta, inmóvil,


y siempre de mirar sentía anhelo.


Quien ve esa luz de tal modo se vuelve,


que por ver otra cosa es imposible


que de ella le dejara separarse;


Pues el bien, al que va la voluntad,


en ella todo está, y fuera de ella


lo que es perfecto allí, es defectuoso.


Han de ser mis palabras desde ahora,


más cortas, y esto sólo a mi recuerdo,


que las de un niño que aún la leche mama.


No porque más que un solo aspecto hubiera


en la radiante luz que yo veía,


que es siempre igual que como era primero;


mas por mi vista que se enriquecía


cuando miraba su sola apariencia,


cambiando yo, ante mí se transformaba.


En la profunda y clara subsistencia


de la alta luz tres círculos veía


de una misma medida y tres colores;


Y reflejo del uno el otro era,


como el iris del iris, y otro un fuego


que de éste y de ése igualmente viniera.


¡Cuán corto es el hablar, y cuán mezquino


a mi concepto! y éste a lo que vi,


lo es tanto que no basta el decir «poco».


¡Oh luz eterna que sola en ti existes,


sola te entiendes, y por ti entendida


y entendiente, te amas y recreas!


El círculo que había aparecido


en ti como una luz que se refleja,


examinado un poco por mis ojos,


en su interior, de igual color pintada,


me pareció que estaba nuestra efigie:


y por ello mi vista en él ponía.


Cual el geómetra todo entregado


al cuadrado del círculo, y no encuentra,


pensando, ese principio que precisa,


estaba yo con esta visión nueva:


quería ver el modo en que se unía


al círculo la imagen y en qué sitio;


pero mis alas no eran para ello:


si en mi mente no hubiera golpeado


un fulgor que sus ansias satisfizo.


Faltan fuerzas a la alta fantasía;


mas ya mi voluntad y mi deseo


giraban como ruedas que impulsaba


Aquel que mueve el sol y las estrellas.


FIN DE LA DIVINA COMEDIA EN CASTELLANO.

martes, 1 de septiembre de 2020

Divina Comedia, castellano, purgatorio, canto II

CANTO II


Ya había el sol llegado al horizonte


que cubre con su cerco meridiano


Jerusalén en su más alto punto;


y la noche, que a él opuesta gira,


del Ganges se salía con aquellas


balanzas, que le caen cuando ha triunfado;


tal que la blanca y sonrosada cara,


donde yo estaba, de la bella Aurora


mientras crecía se tornaba de oro.


A la orilla del mar nos encontrábamos,


como aquel que pensara su camino,


que va en corazón y en cuerpo se queda.


Y entonces, cual del alba sorprendido,

por el denso vapor Marte enrojece

sobre el lecho del mar por el poniente,


tal se me apareció, y así aún la viera,


una luz que en el mar tan rauda iba,


que al suyo ningún vuelo se parece.


Y separando de ella unos instantes


los ojos, a mi guía preguntando,


la vi de nuevo más luciente y grande.


Apareció después a cada lado


un no sabía qué blanco, y debajo


poco a poco otra cosa también blanca.


Nada el maestro aún había dicho,


cuando vi que eran alas lo primero;


y cuando supo quién era el piloto,


me gritó: « Dobla, dobla las rodillas.


Mira el ángel de Dios: junta las manos,


verás a muchos de estos oficiales.


Ve que desdeña los humanos medios,


y no quiere más remo ni más velas


entre orillas remotas, que sus alas.


Mira cómo las alza hacia los cielos


moviendo el aire con eternas plumas,


que cual mortal cabello no se mudan.»


Después al acercarse más y más


el pájaro divino, era más claro:


y pues de cerca no lo soportaban


los ojos, me incliné, y llegó a la orilla


con una barca tan ligera y ágil,


que parecía no cortar el agua.


A popa estaba el celestial barquero,


cual si la beatitud llevara escrita;


y dentro había más de cien espíritus.


«In exitu Israel de Aegipto»


cantaban todos juntos a una voz,


y todo lo que sigue de aquel salmo.


Después les hizo el signo de la cruz;


y todos se lanzaron a la playa:


y él se marchó tan veloz como vino.


La turba que quedó, muy sorprendida

pareció del lugar, mirando en torno

como aquel que contempla cosas nuevas.


De todas partes asaeteaba al día


el sol, que había echado con sus flechas


de la mitad del cielo a Capricornio,


cuando la nueva gente alzó la cara


a nosotros, diciendo: «Si sabéis,


mostradnos el camino que va al monte


Y respondió Virgilio: « Estáis pensando


que este sitio nosotros conocemos;


mas peregrinos somos de igual forma.


Llegamos poco antes que vosotros,


por camino tan áspero y tan fuerte,


que ahora el subir parece un simple juego.»


Las almas que se dieron cuenta entonces


por mi respiración, de que vivía,


maravilladas, empalidecieron.


Y como al mensajero que el olivo


trae, va la gente para oír noticias,


y de apretarse esquivos no se muestran,


así a mi vista se agolparon todas


aquellas almas apesadumbradas,


casi olvidando el ir a hacerse bellas.


Y yo vi que una de ellas se acercaba


para abrazarme, con tan grande afecto,


que me movió a que hiciese yo lo mismo.


¡Ah vanas sombras, salvo la apariencia!


tres veces por detrás pasé mis brazos,


y tantas otras los volví a mi pecho.


Creo que enrojecí, maravillado,


y sonrió la sombra y se alejaba,


y yo me fui detrás para seguirla.


Suavemente me dijo que parase;


supe entonces quién era, y le rogué


que, para hablarme, allí se detuviera.


«Así me respondió como te amaba


en el cuerpo mortal, libre te amo:


por eso me detengo; y tú ¿qué haces?»


«Por volver otra vez, Cassella mío,

adonde estoy, viajo; mas ¿por qué

le dije tantas horas te han quitado?»


Y él a mí: «No me hicieron injusticia,


si aquel que lleva cuándo y a quien quiere,


me ha negado el pasaje muchas veces;


de justa voluntad sale la suya:


mas desde hace tres meses ha traído


a quien quisiera entrar, sin oponerse.


Por lo que yo, que estaba en la marina


donde el agua del Tíber sal se hace,


benignamente fui por él llevado.


El vuelo a aquella desembocadura


dirigió, pues que siempre se congregan


allí los que a Aqueronte no descienden.»


Y yo: «Si no te quitan nuevas leyes


la memoria o el uso de los cantos


de amor, que mis deseos aquietaban,


con ellos té suplico que consueles


mi alma que, viniendo con mi cuerpo


a este lugar, se encuentra muy angustiada.»


El amor que en la mente me razona


entonces comenzó tan dulcemente,


que en mis adentros oigo aún la dulzura.


Mi maestro y yo y aquellas gentes


que estaban junto a él, tan complacidas


parecían, que en nada más pensaban.


Todos pendientes y fijos estábamos


de sus notas; y el viejo venerable


nos gritó: «¿Qué sucede, lentas almas?


¿qué negligencia, qué esperar es éste?


corred al monte a echar las impurezas


que no os permiten contemplar a Dios.»


Como cuando al coger avena o mijo,


las palomas rodean el sustento,


quietas y sin mostrar su usado orgullo,


si algo sucede que las amedrenta,


súbitamente dejan la comida,


pues un mayor cuidado las asalta;


yo vi a aquella mesnada recién hecha

dejar el canto y escapar al monte,

como quien va y no sabe dónde acabe:

no fue nuestra partida menos presta.



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       Ramón Guimerá Lorente Beceite blog, Beseit Beseit en chapurriau yo parlo lo chapurriau  y lo escric Chapurriau al Wordpress Lo Decame...