CANTO XIII
Llegamos al final de la escalera,
donde por vez segunda se recoge
el monte, que subiendo purifica.
Allí del mismo modo una cornisa,
igual que la primera, lo rodea;
sólo que el giro se completa antes.
No había sombras ni señales de ellas:
liso el camino y lisa la muralla,
del lívido color de los roquedos.
«Si, para preguntar, gente esperarnos
me decía el poeta mucho temo
que se retrase nuestra decisión.»
Luego en el sol clavó los ojos fijos;
de su diestra hizo centro al movimiento,
y se volvió después hacia la izquierda.
«Oh dulce luz en quien confiado entro
por el nuevo camino, llévanos
decía cual requiere este paraje.
Tú calientas el mundo, y sobre él luces:
si otra razón lo contrario no manda,
serán siempre tus rayos nuestro guía.»
Cuanto por una milla aquí se cuenta,
tanto en aquella parte caminamos
al poco, pues las ganas acuciaban;
y sentimos volar hacia nosotros
espíritus sin verlos, que invitaban
cortésmente a la mesa del amor.
La voz primera que pasó volando
“Vinum non habent” dijo claramente,
y tras nosotros lo iba repitiendo.
Y aún antes de perderse por completo
al alejarse, otra: «Soy Orestes»
pasó gritando igual sin detenerse.
Yo dije: «Oh padre ¿qué voces son éstas?»
Y escuché al preguntarlo una tercera
diciendo: «Amad a quien el mal os hizo.»
Y el buen maestro «Azota esta cornisa
la culpa de la envidia, mas dirige
la caridad las cuerdas del flagelo.
Su freno quiere ser la voz contraria:
y podrás escucharla, según creo,
antes que el paso del perdón alcances.
Mas con fijeza mira, y verás gente
que está sentada enfrente de nosotros,
apoyada a lo largo de la roca.»
Abrí entonces los ojos más que antes;
miré delante y sombras vi con mantos
del color de la piedra no distintos.
Y al haber avanzado un poco más,
oí gritar: «María, por nosotros
ruega» y «Miguel» y «Pedro» y «Santos todos».
No creo que ahora existe por la tierra
hombre tan duro, a quien no le moviese
a compasión lo que después yo vi;
pues cuando estuve tan cercano de ellos
que sus gestos veía claramente,
grave dolor me vino por los ojos.
De cilicio cubiertos parecían
y uno aguantaba con la espalda al otro,
y el muro a todas ellas aguantaba.
Así los ciegos faltos de sustento,
piden limosna en días de indulgencia,
y la cabeza inclina uno sobre otro,
por despertar piedad más prontamente,
no sólo por el son de las palabras,
mas por la vista que no menos pide.
Y como el sol no llega hasta los ciegos,
lo mismo aquí a las sombras de las que hablo
no quería llegar la luz del cielo;
pues un alambre a todos les cosía
y horadaba los párpados, del modo
que al gavilán que nunca se está quieto.
Al andar, parecía que ultrajaba
a aquellos que sin venne yo veía;
por lo cual me volví al sabio maestro.
Él sabía que, aun mudo, deseaba
hablarle; y no esperando mi pregunta,
él me dijo: «Habla breve y claramente.»
Virgilio caminaba por la parte
de la cornisa en que caer se puede,
pues ninguna baranda la rodea;
por la otra parte estaban las devotas
sombras, que por su horrible cosedura
lloraban y mojaban sus mejillas.
Me volví a ellas y: «Oh, gentes confiadas
yo comencé de ver la luz suprema
que vuestro desear sólo procura,
así pronto la gracia os vuelva limpia
vuestra conciencia, tal que claramente
por ella baje de la mente el río,
decidme, pues será grato y amable,
si hay un alma latina entre vosotros,
que acaso útil le sea el conocerla.»
«Oh hermano todos somos ciudadanos
de una Ciudad auténtica; tú dices
que viviese en Italia peregrina.»
Esto creí escuchar como respuesta
un poco más allá de donde estaba,
por lo que procuré seguir oyendo.
Entre otras vi a una sombra que en su aspecto
esperaba; y si alguno dice “¿Cómo?”,
alzaba la barbilla como un ciego.
«Alma que por subir te estás domando,
si eres le dije ~ me respondiste,
haz que conozca tu nombre o tu patria.»
«Yo fui Sienesa repuso y con estos
otros enmiendo aquí la mala vida,
pidiendo a Aquél que nos conceda el verle.
No fui sabia, aunque Sapia me llamaron,
y fui con las desgracias de los otros
aún más feliz que con las dichas mías.
Y para que no creas que te miento,
oye si fui, como te digo, loca,
ya descendiendo el arco de mis años.
Mis paisanos estaban junto a Colle
cerca del campo de sus enemigos,
y yo pedía a Dios lo que El quería.
Vencidos y obligados a los pasos
amargos de la fuga, al yo saberlo,
gocé de una alegría incomparable,
tanto que arriba alcé atrevido el rostro
gritando a Dios: «De ahora no te temo»
como hace el mirlo con poca bonanza.
La paz quise con Dios ya en el extremo
de mi vivir; y por la penitencia
no estaría cumplida ya mi deuda,
si no me hubiese Piero Pettinaio
recordado en sus santas oraciones,
quien se apiadó de mí caritativo.
¿Tú quién eres, que nuestra condición
vas preguntando, con los ojos libres,
como yo creo, y respirando hablas?»
«Los ojos dije acaso aquí me cierren,
mas poco tiempo, pues escasamente
he pecado de haber tenido envidia.
Mucho es mayor el miedo que suspende
mi alma del tormento de allí abajo,
que ya parece pesarme esa carga.»
Y ella me dijo: «¿Quién te ha conducido
entre nosotros, que volver esperas?»
Y yo: «Este que está aquí sin decir nada.
Vivo estoy; por lo cual puedes pedirme,
espíritu elegido, si es preciso
que allí mueva por ti mis pies mortales.»
«Tan rara cosa de escuchar es ésta,
que es signo dije, de que Dios te ama;
con tus plegarias puedes ayudarme.
Y te suplico, por lo que más quieras,
que si pisas la tierra de Toscana,
que a mis parientes mi fama devuelvas.
Están entre los necios que ahora esperan
en Talamón, y allí más esperanzas
perderán que en la busca de la Diana.
Pero más perderán los almirantes.