I.
En
aquella parte del libro de mi memoria, antes de la cual poco podía
leerse, hay un epígrafe que dice Incipit vita nova. Bajo este
epígrafe se hallan escritas las palabras que es mi propósito reunir
en esta obrilla, ya que no en su integridad, al menos
sustancialmente.
II.
Luego
de mi nacimiento, el luminoso cielo había vuelto ya nueve veces al
mismo punto, en virtud de su movimiento giratorio, cuando apareció
por vez primera ante mis ojos la gloriosa dama de mis pensamientos, a
quien muchos llamaban Beatriz, en la ignorancia de cuál era su
nombre. Había transcurrido de su vida el tiempo que tarda el
estrellado cielo en recorrer hacia Oriente la duodécima parte de su
grado y, por tanto, aparecióseme ella casi empe zando su noveno año
y yo la vi casi acabando mis nueve años. Llevaba indumento de
nobilísimo, sencillo y recatado color bermejo, e iba ceñida y
adornada de la guisa que cumplía a sus juveniles años. Y digo en
verdad que a la sazón el espíritu vital, que en lo recóndito del
corazón tie ne su morada, comenzó a latir con tanta fuerza, que se
mostraba horriblemente en las menores pulsaciones. Temblando, dije
estas palabras: Ecce deus fortior me, veniens dominabitur mihi. En
aquel punto, el espíritu animal, que mora en la elevada cámara
adonde todos los espíritus sensitivos del hombre llevan sus
percepciones, empezó a maravillarme en gran manera, y dirigiéndose
especialmente a los espíritus de la vista, dijo estas palabras:
Apparuit jam beatitudo vestra. Y a su vez el espíritu natural, que
reside donde se elabora nuestro alimento, comenzó a llorar, y,
llorando, dijo estas palabras: Heu miser! quia frequenter impeditus
ero deinceps!
Y
a la verdad que desde entonces enseñoreóse Amor de mi alma, que a
él se unió incontinente, y comenzó a tener sobre mí tanto
ascendiente y tal dominio, por la fuerza que le daría mi misma
imaginación, que vime obligado a cumplir cuanto se le antojaba.
Mandábame a menudo que procurase ver a aquella criatura angelical.
Yo, pueril, andábame a buscarla y la veía con aparecer tan digno y
tan noble que ciertamente podíansele aplicar aquellas palabras del
poeta Homero: «No parecía hija de hombre mortal, sino de un dios.»
Y
aunque su imagen, que continuamente me acompaña, se enseñorease de
mí por voluntad de Amor, tenía tan nobilísima virtud, que nunca
consintió que Amor me gobernase sin el consejo de la razón en
aquellas cosas en que sea útil oír el citado consejo.
Pero
como a alguno le parecerá ocasionado a fábulas hablar de pasiones y
hechos en tan extremada juventud, me partiré de ello, y, pasando en
silencio muchas cosas que pudiera extraer de donde nacen éstas,
hablaré de lo que en mi memoria se halla escrito con caracteres más
grandes.
III,
Transcurridos
bastantes días para que se cumplieran nueve años tras la supradicha
aparición de la gentilísima criatura, aconteció que la admirable
mujer aparecióseme vestida con blanquísimo indumento, entre dos
gentiles mujeres de mucha mayor edad. Y, al entrar en una calle,
volvió los ojos hacia donde yo, temeroso, me encontraba, y con
indecible amabilidad, que ya habrá recompensado el Cielo, me saludó
tan expresivamente, que entonces creíame transportado a los últimos
linderos de la felicidad.
La
hora en que me llegó su dulcísimo saludo fue precisamente la nona
de aquel día, y como se trataba de la primera vez en que sonaban sus
palabras para llegar a mis oídos, embargóme tan dulce emoción, que
apartéme, como embriagado, de las gentes, apelé a la soledad de mi
estancia y púseme a pensar en aquella muy galana mujer.
Pensando
en ella se apoderó de mí un suave sueño, en el que me sobrevino
una visión maravillosa, pues parecíame ver en mi estancia una
nubecilla de color de fuego, en cuyo interior percibía la figura de
un varón que infundía terror a quien lo mirase, aunque mostrábase
tan risueño, que era cosa extraña. Entre otras muchas palabras que
no pude entender, díjome éstas, que entendí: Ego dominum tuus.
Entre sus brazos parecíame ver una persona dormida, casi desnuda,
sólo cubierta por un rojizo cendal, y, mirando más atentamente,
advertí que era la mujer que constituía mi bien, la que el día
antes se había dignado saludarme. Y parecióme que el varón en una
de sus manos, sostenía algo que intensamente ardía, así como que
pronunciaba estas palabras: Vide cor tuum. Al cabo de cierto tiempo
me pareció que despertaba la durmiente y, no sin esfuerzo de
ingenio, hacíale comer lo que en la mano ardía, cosa que ella se
comía con escrúpulo. A no tardar, la alegría del extraño
personaje se trocaba en muy amargo llanto. Y así, llorando, sujetaba
más a la mujer entre sus brazos, y diríase que se remontaba hacia
el cielo. Tan gran angustia me aquejó por ello que no pude mantener
mi frágil sueño, el cual se interru mpió, quedando yo desvelado.
Y
a la sazón, dándome a pensar, noté que la hora en que se me
presentó la visión era la cuarta de la noche y, por ende, la
primera de las nueve últimas horas de la noche. Y, meditando sobre
la aparición, decidí comunicarlo a muchos renombrados trovadores de
entonces. Como quiera que yo me hubiese ejercitado en el arte de
rimar, acordé componer un soneto, en el cual, tras saludar a todos
los devotos de Amor, rogaríales que juzgasen mi visión, que yo les
habría descrito.
Y
seguidamente puse mano a este soneto, que comienza: «Almas y
corazones con dolor.»
Almas
y corazones con dolor,
a quienes llega mi decir presente
(y
cada cual responda lo que siente),
salud en su señor, que es el
Amor.
Las estrellas tenían resplandor
el
más adamantino y más potente
cuando adivino el Amor súbitamente
en forma tal que me llenó de horror.
Parecíame alegre Amor
llevando
mi corazón y el cuerpo de mi amada
cubierto con un
lienzo y dormitando.
La
despertó mi corazón, sangrando,
dio
como nutrición a mi adorada.
Después
le vi marcharse sollozando.
Este
soneto se divide en dos partes. En la primera aludo y pido respuesta;
en la segunda, indico a qué debe contestarse. La segunda parte
empieza en «Las estrellas».
A
este soneto respondieron, con diversas sentencias, muchos, entre los
cuales figuraba aquel a quien yo llamo el primero de mis amigos.
Escribió
entonces un soneto que empieza así: «Viste a mi parecer todo
valor.» Y puede decirse que éste fue el principio de nuestra
amistad, al saber él que era yo quien le había hecho el envío. Por
cierto que el verdadero sentido del sueño menciona do no fue
percibido entonces por nadie, aunque ahora es clarísimo hasta para
los más ignorantes.
IV.
A
partir de aquella visión, comen zó mi espíritu natural a verse
perturbado en su desenvolvimiento, pues mi alma hallábase entregada
por completo a pensar en aquella gentilísima mujer. Así es que en
breve tiempo tornéme de tan flaca y débil con dición, que muchos
amigos se apesaraban con mi aspecto y otros muchos se esforzaban en
saber de mí lo que yo quería a toda costa ocultar a los demás. Y
yo, apercibido para sus maliciosas interrogaciones, gracias a la
protección de Amor, que me gobernaba según el consejo de la razón,
respondíales que Amor era quien me había reducido a semejante
estado. Mentábales Amor porque mi rostro lo denotaba de tal guisa,
que fuera imposible encubrirlo. Y cuando me preguntaban: «¿Por
causa de quien te ha destruido Amor?», mirábalos yo sonriendo y no
les contestaba nada.
V.
Aconteció
un día que la gentilísima mujer hallábase en sitio donde sonaban
alabanzas a la Reina de los Cielos y que yo me encontraba en sitio
donde podía ver a mi bien. En medio de la recta que nos unía estaba
una hermosa dama de agradable continente, la cual me miraba con
frecuencia, maravillada de mis miradas, que a ella parecían
enderezarse. Fueron muchos los que se percataron, hasta el punto de
que, al partirme de allí, oí que a mi vera decían: «¿Ves cómo
esa mujer atormenta a este hombre?» Y como la nombraran, comprendí
que se referían a la que había estado en medio de la recta que,
partiendo de la gentilísima Beatriz, terminaba en mis ojos, lo cual
me animó en extremo, asegurándome de que mis miradas no habían
descubierto mi secreto.
Y
a la sazón pensé escudarme con aquella hermosa dama para disimular
la verdad. Tan lo conseguí en tiempo escaso, que las más de las
personas que de mí hablaban creían saber mi secreto. Con aquella
mujer escudéme por espacio de meses y hasta años. Y para fomentar
la credulidad ajena, escribí ciertas rimas que no quiero transcribir
aquí, aun cuando se referían a la gentilísima Beatriz; las
omitiré, pues, a no ser que traslade alguna que más parezca en
alabanza de ella.
VI.
A
tiempo que aquella dama servía para disimular el gran amor mío,
sentí vehementes deseos de recordar el nombre de mi gentilísima
señora, acompañándolo después de muchos nombres de mujeres más
bellas de la ciudad-patria, por voluntad del Altísimo, de la mía-,
com-puse una epístola en forma de serventesio, que no transcribiré,
y que ni tan sólo hu biera mencionado si no fuese para decir lo que,
componiéndola, sucedió, por maravilla, o sea que no pude co locar
el nombre de mi amada sino en el lugar noveno entre las demás
mujeres.
VII.
En
tanto, he aquí que la mujer que por largo tiempo habíame servido
para disimular mi pasión hubo de partirse de la susodicha ciudad y
pasar a muy luengos países; por lo cual yo, al quedarme sin la
excelente defensa, me desconsolé más de lo que hubiera podido creer
al principio. Y pensando que si yo, de algún modo, no manifestaba
dolor por su partida, las gentes hubieran advertido pronto mi
fingimiento, decidí exponer mis lamentos en un soneto, que
transcribiré, por cuanto mi amada fue causa inmediata de ciertas
palabras que en tal soneto figuran, según advertirá quien lo
conozca. Es cribí, pues, este soneto, que empieza, «Vosotros que de
Amor seguís la vía.»
Vosotros
que de Amor seguís la vía,
mirad
si hay lacería
que
se compare con mi pena grave.
Escuchad
mi clamor, por cortesía
y
en vuestra fantasía
ved
que soy del penar albergue y clave.
Diome el Amor por grácil
hidalguía
-que no por virtud mía-,
una
vida tan dulce y tan suave,
que
a menudo la gente, nada pía,
detrás
de mí decía:
“¿Por
qué ese pecho de la dicha sabe?”
Pero
he perdido ya el fácil acento
que el Amor me prestó con su
tesoro;
y tanto lo deploro
que
aun para hablar carezco de ardimiento.
Mostraré, pues -cual
quienes en desdoro
ocultan por vergüenza su tormento-,
por
de fuera, contento,
mientras
por dentro me destrozo y lloro.
Este
soneto (no lo es) consta de dos partes principales. En
la primera quiere llamar a los fieles de Amor con aquellas palabras
del profeta Jeremías que dicen: O vos omnes qui transitis per viam,
attendite et videte si est dolor sicut meus, y rogarles que tengan la
bondad de escucharme. En la segunda refiero en qué situación me ha
colocado Amor con otra intención que no muestran las partes extremas
del soneto, y digo lo que he perdido. La segunda parte empieza en
«Diome el Amor».
VIII.
Poco
después de partirse la hermosa dama plugo al Dios de los ángeles
llamar a su gloria a una mujer joven y de muy bello aspecto que en la
supradicha ciudad era muy estimada. Viendo yo su cuerpo yacente sin
el alma entre otras muchas mujeres que lloraban lastimeramente,
recordé que habíale visto en compañía de mi gentilísima amada, y
no pude contener algunas lágrimas. Así llorando, decidí dedicar,
unas palabras a su muerte, en virtud de haberla visto alguna vez con
la dama de mis pensamientos. Algo de ello apunté en las postreras
palabras que escribí, como verá claramente quien las lea. Fue
entonces cuando compuse estos dos sonetos, el primero de los cuales
comienza diciendo: «Puesto que llora Amor, llorad, amantes», y el
segundo: «Muerte vil, de piedades enemiga.»
Puesto
que llora Amor, llorad, amantes
al
escuchar la causa del lamento.
También
las damas, con piadoso acento,
como el Amor se muestran
sollozantes.
En mujer de bellezas relevantes
la
muerte vil ha puesto su tormento,
ajando, no el honor, que es
macilento,
sino tales bellezas, más brillantes.
Pero hízole
el Amor gran reverencia,
pues yo le vi de veras, no apariencia,
gimiendo cabe el hecho tremebundo.
Y
a menudo a los cielos se volvía
donde
ya para siempre residía
la
que no tuvo par en este mundo.
Este
soneto se divide en tres partes. En la primera llamo e incito a los
fieles de Amor para que lloren, les comunico que su señora llora y
les digo la causa de que llore, a fin de que estén más dispuestos a
escucharme; en la segunda refiero dicha causa, y en la tercera hablo
de los honores que a dicha mujer hizo Amor. La segunda parte empieza
en «También las damas;» la tercera, en «Pero hízole el Amor.»
Muerte
vil, de piedades enemiga,
De
pesares amiga,
juicio
que se resuelve pavoroso,
ya
que heriste mi pecho doloroso,
acude
presuroso
y
en tu daño mi lengua se fatiga.
Si de merced te quiero hacer
mendiga,
conviene que yo diga
tu
proceder, que siempre es ominoso;
no permanece a gentes
misterioso,
mas no hallaré reposo
hasta
que el mundo amante te maldiga.
De la tierra arrancaste con
falsía
cuanto a una dama embelleció galana:
su juventud
lozana
tronchaste
cuando amante florecía.
Su
nombre no diré; sólo diría
su
virtud y su gracia soberana.
Quien
al bien no se afana,
jamás
espere haber su compañía.
Esté
soneto (no lo es) se divide en cuatro partes. En la
primera llamo a la muerte con algunos de los nombres más apropiados;
en la segunda, dirigiéndome a ella, expreso la causa que me impele a
vituperarla; en la tercera la vitupero, y en la cuarta me dirijo a
una persona indefinida, aunque para mi entendimiento esté definida.
La segunda parte comienza en «Ya que heriste»; la tercera, en «Si
de merced», y la cuarta, en «Quien al bien».
IX.
Unos
días después del fallecimiento de aquella dama aconteció que hube
de partirme de la antedicha ciudad y encaminarme hacia donde se
hallaba la gentil mujer que había sido mi defensa, si bien el
término de mi andar no estaba tan lejos como ella. Y aun cuando iba
yo en nutrida compañía, me disgustaba el andar en tal manera, que
los suspiros no podían desahogar la angustia que mi corazón sentía
a medida que me alejaba de mi bien.
Entonces,
el dulcísimo sueño que me tiranizaba gracias a mi gentilísima
amada se me apareció en la imaginación cual peregrino ligeramente
vestido con groseros harapos. Parecía afligido y miraba al suelo,
salvo cuando, al parecer, dirigía sus ojos hacia un río de aguas
corrientes y cristalinas que se deslizaba cerca del camino que yo
seguía. Creí que me llamaba para decirme estas palabras: «Vengo de
ver a la dama que por tanto tiempo fue tu defensa, y sé que no
volverá; pero traigo conmigo el corazón que yo te hice dedicarle y
lo llevaré a otra dama que te defienda como aquélla te defendía.»
Y, como la nombrase, conocíala perfectamente. «Empero -añadió -,
si por ventura refirieses algo de lo que te he comunicado, hazlo de
suerte que no se entrevea la simulación de amor que practicaste con
aquélla y que te convendrá practicar con otras.»
Dijo,
y desapareció súbitamente la visión, no sin haber influido
grandemente sobre mí. Aquel día cabalgué con aspecto demudado, muy
pensativo y suspirando pródigamente. Al día siguiente di principio
a este soneto que empieza: «Cabalgando anteayer por un camino.»
Cabalgando
anteayer por un camino,
rumbo
que en modo alguno me placía,
di
con Amor en medio de mi vía
con
ligero sayal de peregrino.
Por
su talante le juzgué mezquino,
cual
sí hubiera perdido jerarquía;
el
trato de la gente rehuía,
entre
suspiros, pálido y mohino.
Mas
diciendo mi nombre así me hablaba:
“Vengo
de lejos, donde se encontraba
tu
pobre corazón en minist erio,
que te devuelvo para verte gayo.”
Y entonces me ganó turbio desmayo
mientras Amor fundíase en
misterio.
Este
soneto se divide en tres partes. En la primera refiero cómo encontré
a Amor y qué me pareció; en la segunda refiero lo que me dijo,
aunque no enteramente, por miedo a descubrir mi secreto; en la
tercera refiero cómo desapareció. La segun da parte empieza en «Mas
diciendo mi nombre»; la tercera, en «Y entonces me ganó».
X.
A
mi regreso dediquéme a buscar a la dama que mi dueño habíame
indicado en el camino de los suspiros. Para abreviar, diré que en
corto tiempo le hice de tal modo mi defensa, que muchos hablaban de
ello más de lo prudente, lo cual me apesadumbraba sobre manera. Y
por causa de estas lamentables habladurías, que me inflamaban con el
vicio, mi discretísima amada, que fue debeladora de todos los vicios
y soberana de todas las virtudes, encontrándome al paso, negóme su
dulcísimo saludo, en que yo cifraba toda mi felicidad: Por eso, aun
cuando me salga de mi actual propósito, quiero dar a enten der los
benéficos efectos que su saludo obraba en mí.
XI.
Cuando
la encontraba, dondequiera que fuese, con la esperanza de su
magnífico saludo, no sólo me olvidaba de todos mis enemigos, sino
que una llama de caridad hacíame perdonar a todo el que me hubiese
ofendido. Y si alguien me hubiera preguntado entonces algo, mi
respuesta, con humilde apostura, hubiera sido: «Amor.» Cuando ella
estaba próxima a saludarme, un espíritu amoroso, destruyendo todos
los otros espíritus sensitivos, impulsaba hacia afuera a los
apocados espíritus del rostro, diciéndoles: «Salid para honrar a
vuestra señora», y se quedaba él en lugar de ellos. Así, quien
hubiera querido conocer a Amor, hubiera podido hacerlo mirando la
expresión de mis ojos. Y cuando saludaba mí gentilísimo bien, no
solamente Amor era incapaz de ensombrecer mi inefable dicha, sino que
con semejante dulzura reducíase a tal estado, que mi cuerpo, en un
todo sometido a su poder, manifestábase a menudo cual cosa inerte e
inanimada. De lo cual se colige claramente que en su salud estaba mi
felicidad, la cual muchas veces sobrepujaba y excedía a mis
facultades.
XII.
Mas,
volviendo a mi propósito, de bo decir que, al negarme tal felicidad,
fue tanto mi dolor que, partiéndome de la gente, retiréme a
solitario paraje donde bañar el suelo con muy amargas lágrimas. Y
una vez hubo remitido este llanto, encerréme en mi estancia, donde
podía lamentarme sin ser oído. Allí, implorando misericordia a la
dama de las cortesías y exclamando: «Ayuda, Amor, a tu siervo», me
dormí como un niño entrelloroso luego del castigo.
En
medio de mi sueño parecióme ver en mi estancia, y sentado junto a
mí, a un joven puesto de blanquísimo indumento, que, muy preocupado
al parecer, me contemplaba en el lecho. Y, cuando me hubo mirado
algún tiempo, parecióme que me llamaba suspirando para decirme
estas palabras: Fili mihi, tempus est ut proetermitantur simulacra
nostra. Y entonces me pareció conocerle, pues llamábame cual muchas
veces me había llamado ya en mis sueños. Mirándole, parecióme
asimismo que llo raba lastimeramente y que esperaba de mí alguna
palabra, por lo cual, convencido de ello, comencé a hablarle de esta
manera: «¿Por qué lloras, noble señor?» A lo que respondióme :
Ego tanquan centrum, circuli cui simili modo se habent
circunferentiae partes; tu autem non sic. Entonces, meditando sus
palabras, hallé que me había hablado con gran oscuridad, por lo
cual procuré decirle lo siguiente: «¿Por qué, señor, me hablas
tan oscuramente?» Y me repuso, ya en lengua vulgar: «No preguntes
sino cosas útiles.» Comencé, pues, a hablar con él del saludo que
se me negó y le pregunté la causa de esta negativa, a lo cual
respondióme del siguiente modo: «Nuestra Beatriz oyó, hablando de
ti con algunas personas, que la da ma que te indiqué en el camino de
los suspiros había sido enojada por ti, lo cual motivó que la
gentilísima Beatriz, contraria a que se causen molestias de este
linaje, no se dignara saludarte, creyendo que habías molestado. Por
esto, aunque realmente ha tiempo que conoce tu secreto, quiero que le
rimes unas palabras diciéndole el señorío que sobre ti ejerzo
gracias a ella, y cómo a ella te consagraste desde tu más tierna
infancia. Invoca por testimonio a quien lo sabe, y yo, que soy éste,
gustosamente daré fe, con lo cual advertiré tus verdaderas
intenciones y consiguientemente se percatará de que estaban
engañados quienes le ha blaron. Haz que tales versos sean indirectos
para no hablarle directamente, como si no fueras digno de ello.
Cuida, en fin, de mandárselos a donde yo me encuentre y pueda
dárselos a entender, así como de revestirlos con suave armonía, en
la que intervendré cuando fuere menester.»
Pronunciadas
estas palabras, desvanecióse y se truncó mi sueño. Luego,
rememorando, inferí que la visión había acaecido en la novena hora
del día. Y antes de salir de mi estancia me propuse componer una
balada en la que cumpliría lo que mi señor habíame impuesto. Así,
escribí esta balada, que empieza: «Balada, corre, que al Amor te
envío.»
Balada,
corre, que al Amor te envío;
con él junto a mi dama te
adelantas,
y
de mi afecto, que en tus versos cantas,
hable
después con ella el dueño mío.
Balada
mía: irás tan cortésmente
que,
aunque sin compañero,
podrías
presentarte do quisieras;
mas
si deseas ir seguramente
a
Amor busca primero
porque
no es bueno que sin él te fueras.
Pues la dama que manda en mi
albedrío
contra mis ansias hállase enojada,
y
si no vas de Amor acompañada
temo
que te reciba con desvío.
Con
dulce son, cuando estés junto a ella
comienza de este modo,
si
su permiso concederte quiere:
“El
que me envía a vos, señora bella,
anhela que ante todo
sus
disculpas oigáis si las tuviere...
Amor,
el grato acompañante mío,
quizá le hizo mirar otras doncellas
pensando en vos; mas al mirar en ellas
no desertó de vuestro
señorío.”
Dile: “Su corazón, señora, tuvo
en vos fe
tan entera
que
a daros gloria fue siempre inclinado.
Muy temprano fue vuestro y
se mantuvo.”
Y si no te creyera,
pregúntelo al Amor, que
está enterado.
Cuando te vayas, con acento pío,
suplicando
perdón, por si la enojas,
di que morir me mande, y sin congojas
satisfará
mi vida su albedrío.
Y
a quien de toda compasión es clave
le
dices que argumente,
quedándose,
en favor de mi persona.
Siquiera-
dile- por mi tono suave
accede,
complaciente,
y
por tu siervo con favor razona.
Y si ella, por tu oficio, le
perdona,
anúnciele por la paz gayo semblante.”
Gentil
balada mía, tú, constante,
haz
que el triunfo te ciña su corona.
Esta
balada se divide en tres partes. En la primera le digo dónde ha de
ir, la animo para que vaya más tranquila y le aviso qué compañía
ha de tomar si quiere ir con seguridad y sin peligro alguno; en la
segunda le digo lo que le cumple dar a entender, y en la tercera le
doy venia para partir cuando quiera y encomiendo su gestión en
brazos de la fortuna. La segunda parte empieza en «Con dulce son»,
y la tercera, en «Gentil balada».
Alguien
podría objetarme que no acierta a quién hablo en segunda persona,
pues la balada no contiene más palabras que las citadas; pero creo
que esta duda la resuelvo en parte todavía más dudosa de esta
obrita; entonces, pues, comprenderá quien aquí dudare y quisiere
controvertirme.
XIII.
Tras
la susomentada visión, y una vez pronunciadas las palabras que Amor
me obligó a decir, muchos y diversos pensamientos comenzaron a
asaltarme y combatirme en forma tal, que contra algunos de ellos no
podría defenderme. Cuatro consideraciones, sobre todo, inquietaban
mi vida; una de ellas era ésta: bueno es el dominio de Amor, ya que
aparta el entendimiento de sus siervos de todas las cosas viles. Otra
era ésta: nada bueno es el dominio de Amor, pues cuanta más fe se
tiene, más graves y dolorosos extremos hace pasar. Otra era ésta:
tan dulce al oído es el nombre de Amor, que imposible me parece que
su influencia no sea dulce en todo, comoquiera que los nombres
respondan a las cosas denominadas: Nomina sunt cosequientia rerum. Y
la cuarta era ésta: la mujer por quien Amor así te asedia no es
como las demás mujeres, cuyo corazón fácilmente se puede ganar. Y
cada una de tales consideraciones me acuciaba tanto, que estaba yo
como quien quiere irse y no sabe por dónde. Si intentaba buscar un
camino en el que todas las consideraciones coincidiesen, tal camino
era también muy desfavorable para mí, pues tenía que invocar a la
Piedad y arrojarme en brazos de ella. Y en tal situación viniéronme
deseos de rimar y compuse este soneto, que empieza: «Hablan de Amor
mis muchos pensamientos.»
Hablan
de Amor mis muchos pensamientos,
pero
con varia y múltiple tendencia,
pues mientras uno alega su
potencia,
otro halla en la virtud sus argumentos;
ni oculta
la esperanza sus contentos,
ni dejo de llorar con gran
frecuencia.
Sólo al pedir piedad tienen tangencia
dentro del
corazón tantos acentos.
Puesto
en el trance de escoger, me pierdo;
cuando pretendo hablar, no sé
qué diga;
y con ello me encuentro siempre en duda.
Por eso,
si deseo algún acuerdo,
conviéneme apelar a mi enemiga,
la
Piedad, gran señora, por mi ayuda.
Este
soneto puede dividirse
en cuatro partes. En la primera digo y expongo que todos mis
pensamientos son de amor; en la segunda afirmo que son diversos, y
muestro diversidad; en la tercera digo en qué parece que anden todos
los acordes, y en la cuarta digo que, deseando hablar de Amor, no sé
por qué pensamiento decidirme, y si quiero abarcarlos todos necesito
llamar a mi señora la Piedad, enemiga mía. Y digo «señora» casi
irónicamente. La segunda parte empieza en «Pero con varia»; la
tercera, en «Sólo al pedir», y la cuarta, en «Puesto en trance».
XIV.
Tras
esta porfía de tan diversos pensamientos, acaeció que mi
gentilísima amada acudió a un lugar en que estaban reunidas muchas
mujeres hermosas y adonde yo fui llevado por un amigo que creía
hacerme un gran obsequio conduciéndome a sitio donde tantas mujeres
mostraban su hermosura. Pero yo, ignorando a qué había sido
conducido y confiándome a la persona que me había llevado a las
postrimerías de la vida, le dije: «¿Para qué hemos venido junto a
estas damas?» A lo que me contestó: «Para que sean más dignamente
servidas.»Lo cierto era que se habían congregado allí para
acompañar a una bella señora que aquel día habíase desposado y a
quien, con arreglo a usanza de la supradicha ciudad, habían de
acompañar asimismo la primera vez que se sentara a la mesa en la
morada de su esposo. Por complacer a mi amigo decidí permanecer con
él al servicio de aquellas damas; pero, seguidamente, parecióme
sentir un pasmoso temblor que, co menzando en el lado izquierdo de mi
pecho, extendíase súbitamente por todo mi ser. Hube de apoyarme
disimuladamente en un pintado friso que rodeaba toda la estancia.
Entonces, temeroso de que los, demás reparasen en mi temblor, alcé
la vista y, mirando a las damas, vi entre ellas a la gentilísima
Beatriz. Y fueron de tal modo aniquilados mis espíritus por la
fuerza que Amor adquirió viéndome tan próximo a mi bellísi ma
dama, que sólo quedaron con vi da los de la vista, si bien parecían
fuera de su sitio, como si Amor quisiera ocupar su lugar nobilísimo
para ver a la admirable señora. Y aun que yo me hallaba demudado,
mucho dolíanme estos traviesos espíritus de la vista, que,
lamentándose fuertemente, decían: «Si Amor no nos lazara fuera de
nuestro sitio, podríamos estar mirando a esa maravillosa mujer como
están mirándola los ojos de los demás.»
A
todo esto, muchas de aquellas damas, advirtiendo mi transfiguración,
dieron en asombrarse y empe zaron a burlarse de mí, hablando con mi
amada, por lo cual mi equivocado amigo cogióme de la mano, me sacó
fuera de la presencia de di chas señoras y me preguntó qué me
pasaba. Yo, más tranquilo ya, resucitados los espíritus muertos,
repuestos los lanzados, respondí a mi amigo de este modo: «Puse los
pies en esa parte de la vida más allá de la cual no se puede pasar
con propósito de volver.»
Y,
separándome de él, tornéme a la estancia de los llantos, en la
cual, llorando avergonzado, me decía: «Si mi amada conociera, mi
estado, no creo que se mofara así de mi persona, sino que sentiría
gran compasión.» Y, mientras lloraba, decidí escribir unas
palabras en que, dirigiéndome a ella, significara la causa de mi
transfiguración y le manifestara que yo sabía perfectamente que
ella la ignoraba, así como que, de haberla conocido, se hubiera
compadecido de mí. Naturalmente, decidí escribirlas con el deseo de
que por ventura llegasen a sus oídos. Y compuse, por ende, este
soneto, que empieza: «¡Oh mujer que mil burlas aderezas!»
¡Oh
mujer que mil burlas aderezas
con
tus amigas viendo mi figura!
¿Sabes
que vengo a ser nueva criatura
en la contemplación de tus
bellezas?
Si lo supieras, toda gentilezas
fuese
quizá la mofa que me apura,
que
Amor, pues tu visión me, transfigura
cobra
tantos arrestos y fierezas,
que
ataca aciagamente mis sentidos
-ora
parecen muertos, ora heridos-,
dejándome
tan sólo que te vea.
Cariz,
por consiguiente, muestro ajeno,
si bien en mi persona es donde
peno
el mal que en mi dolor se regodea.
No
divido en partes este soneto, porque la división se hace solamente
para aclarar el sentido de la cosa dividida, y como es sobrado
evidente por su motivada causa, no necesita división. No obstante,
entre las palabras donde se manifiesta la materia de este soneto, hay
las dudosas, como cuando digo que Amor mata todos mis espíritus,
menos los de la vista, que permanecen con vida, si bien desplazados
de sus funciones; pero esta duda, imposible de resolver por quien no
sea tan devoto de Amor como yo, no lo es para quienes lo son, ya que
éstos ven claramente lo que resolvería lo dudoso de esas palabras.
Por lo demás, no me toca resolver dicha duda, ya que mi lenguaje
resultaría entonces inútil o verdaderamente superfluo.
XV.
Después
de la reciente transfiguración, asaltóme un pensamiento tenaz que
no me daba punto de reposo y me argüía de esta manera: «Si pasas
en tan lamentable estado cuando te hallas cerca de tu amada, ¿por
qué procuras verla? Si ella te preguntara algo, ¿qué le
contestarías, suponiendo que para contestarle tuvieses libres tus
facultades?» Pero un humilde pensamiento respondía así: «Si no me
cohibieran mis facultades y tuviese desenvoltura para contestar,
diríale que, en cuanto me pongo a considerar su admirable belleza,
me acomete un deseo tan poderoso de verla, que destruye y aniquila
cuanto en mi memoria se le pudiera oponer. Así es que los
padecimientos pasados no son obstáculo para que procuré verla.» Y
movido por estos efectos decidí escribir unas palabras en que, al
mismo tiempo que me excusara de semejante reprensión, hablase tam
bién de lo que me ocurre acerca de ella. Compuse, pues, el soneto
que empieza: “Cuanto vive en mi mente halla la muerte.”
Cuanto
vive en mi mente halla la muerte
si
me aproximo a vos, amada mía,
y
Amor me dice en vuestra cercanía:
“Huya quien por morir se
desconcierte.”
El corazón exangüe y casi inerte,
en
el color del rostro da su guía.
Y
las piedras, mirando mi agonía,
“¡Que
muera al punto!”, claman con voz fuerte.
¡Cómo
peca quien viéndome en tal guisa
mi alma desconsolada no
conforta
mostrando que el penar mío le apena!
Y es que
neutralizáis con vuestra risa
mi mirada, en sus pésames
absorta,
y
que, anhelando muerte, se envenena.
Este
soneto se divide en dos partes. En la primera expreso la causa en
virtud de la cual me abstengo de acercarme a mi amada; en la segunda
refiero lo que me ocurre por acercarme a ella. Esta segunda parte
comienza en «y Amor me dice». Y esta misma segunda parte se divide
en otras cinco, según diversas mate rias. En la primera expreso lo
que Amor, aconsejado por la razón, me dice cuando estoy cerca de
ella; en la segunda manifiesto el estado del corazón por el aspecto
de mi rostro; en la tercera indico cómo pierdo to da tranquilidad;
en la cuarta afirmo que peca quien no se apiada de mí, cosa que, en
cierto modo, me consolaría, y en la última explico por qué debiera
compadecérseme, que es por la expresión lastimera de mis ojos,
expresión lastimera desvirtuada, ya que no se manifiesta a otros,
por las mofas de ella, que mueve a imitación a quienes tal vez
verían mi lamentable estado. La segunda parte comienza en «El
corazón»; la tercera, en «Y las piedras»; la cuarta, en: «¡Cómo
peca!», y la quinta, en «Y es que neutralizáis».
XVI.
Después
de haber escrito este soneto, entráronme deseos de, decir también
algo referente a cuatro aspectos de mi estado, los cuales me parecía
no haber manifestado nunca. El primero de ellos es que muchas veces
condolíame porque la fantasía impulsaba a mi memoria para que
considerase en qué estado me dejaba Amor. El segundo es que Amor, a
menudo, me asaltaba dé súbito tan fuertemente, que sólo vivía
para pensar en mi amada. El tercero es que, cuando esta lucha de Amor
se movía contra mí, yo, completamente pálido, andaba buscando a mi
amada, creyendo que con verla estaría defendido en la batalla y
olvidando lo que me ocurría al aproximarme a tan gran beldad. El
cuarto es que el hecho de verla, no solamente no me defendía, sino
que acababa desbaratando lo poco que de vida me restaba. Así, pues,
compuse este soneto que empieza: «Muchas veces revélase a mi
mente.»
Muchas
veces revélase a mi mente
el estado a que Amor me a sometido,
y
en fuerza de emoción pienso y me pido:
“¿Sufrirá más dolor
algún viviente?”
Pues me acomete Amor tan diestramente
que
casi me derriba sin sentido,
no
dejándome más que un desmedido
aliento que por vos razona y
siente.
Buscando salvación, lucho a porfía,
hasta que en
postración sin valentía,
busco en vos el remedio que apetezco.
Y cuando al contemplar alzo los ojos,
me ganan los temblores
y sonrojos
mientras, yéndose el alma, desfallezco.
Este
soneto se divide en cuatro partes, correspondientes a los cuatro
aspectos a que se refiere; pero como han sido enumerados más arriba,
me constreñiré a indicar cada parte por su comienzo. La segunda
empieza en «Pues me acomete»; la tercera, en «Buscando salvación»,
y la cuarta, en «Y cuando al contemplar».
XVII.
Escritos
los tres sonetos últimos dirigidos a mi amada y en los que le
refería mi estado, creí oportuno callar ya, pues me pareció haber
hablado bastante de mí. Y comoquiera que después dejé de dirigirme
a ella, convínome tratar materia nueva y más noble que la pasada.
Diré, con la mayor brevedad posible, lo que fue motivo de ella, ya
que es agradable de oír.
XVIII.
Muchas
personas, por mi solo aspecto, habían comprendido el secreto de mi
corazón. Y varias damas que estaban Congregadas par a deleitarse con
la mutua compañía eran conocedoras de mis afectos, por cuanto todas
habían presenciado muchas de mis turbaciones. Pasando yo, llevado
por el azar, cerca de las gentiles señoras, llamóme una de ellas,
que por cierto era de gratísimo hablar. Cuando llegué a donde
estaban y vi que mi gentilísima dama no se hallaba allí, me serené,
las saludé y preguntéles qué se les ofrecía.
Había
muchas mujeres, algunas de las cuales reían entre sí, mientras
otras me miraban esperando mis palabras y otras mantenían coloquios.
Una de éstas, volviendo hacia mí sus ojos y llamándome por mi
nombre, hablóme así: «¿Con qué fin amas a tu dama, que no puedes
sostener su presencia? Dínoslo, porque seguramente la finalidad de
ese amor será algo no visto jamás.» Pronun ciadas estas palabras,
no solamente ella, sino todas las otras mujeres, mostraron sus deseos
de esperar mi respuesta. Y entonces les hablé así: «La finalidad
de mi amor, ¡oh dama!, se cifra en saludar a la mujer que sabéis, y
en ello consiste mi felicidad, término de todos mis anhelos. Mas
desde que le plugo negarme su saludo, Amor, que es mi señor, ha
puesto mi felicidad entera en algo que no puede fallirme.» Rompieron
entonces aquellas damas a hablar entre sí, de manera que yo creía
oír sus palabras entrecortadas de suspiros, tal como a veces vemos
caer la lluvia mezclada con copos de nieve. Y cuando hubieron hablado
algún tanto, la misma dama que antes me habló, díjome lo
siguiente: «Te rogamos que nos digas dónde se halla tu felicidad.»
Y díjeles respondiendo: «En las palabras de alabanza a mi amada.»
Y repuso mi interlocutora: «De ser cierto cuanto dices, las palabras
con que nos has referido tu situación las habrías pronunciado con
ese propósito.»
Y
me partí de aquellas damas meditando lo oído, casi avergonzado,
diciendo para mí: «Ya que tanta felicidad hallo en las palabras que
loan a mi dama, ¿por qué he hablado de otras cosas?» Y decidí
tomar siempre, en adelante, por motivo de mis palabras, cuanto fuera
elogio de mi gentilísima amada. Reflexionando, pensé que me había
lanzado a grave empresa para mí, por lo que no me atreví a empezar.
Y así estuve algunos días, con ansia de hablar y con temor de
quebrar mi silencio.
XIX.
Aconteció,
pues, que andando por un camino junto al cual se deslizaba un río
clarísimo, sentí tantos deseos de expresarme, que comencé a pensar
en qué modo lo haría. Y pensé que lo oportuno era hablar de ella
dirigiéndome a otras mujeres, pero no a cualesquiera, sino a las que
son bellas y distinguidas. Entonces mi lengua se movió como
espontáneamente para decir: «¡Oh damas que de amor tenéis idea!»
Y con gran alegría retuve tales palabras en mi memoria para tomarlas
por principio de lo que dijese. Ya vuelto a la supradicha ciudad,
tras varias jornadas de meditación, comencé una canción con
aquellas palabras, dis puesta como se verá al tratar de su división.
La canción empieza, en efecto: «¡Oh damas que de amor tenéis
idea!»
¡Oh
damas que de amor tenéis idea!
Hablaros
de mi dama yo pretendo.
Y
no agotar su elogio es lo que entiendo,
sino tan sólo descargar
mi mente.
Cada vez que la elogio cual presea,
Amor me hace
sentir con tal dulzura,
que, de obrar con sutil desenvoltura,
enamorara
de ella a toda gente.
Y
no aspiro a loar sublimente
por
si caigo- contraste- en la vileza;
me ceñiré a tratar de su
belleza,
para lo que merece, brevemente,
¡oh señoras
amables!, con vosotras,
pues no dijera, cuanto os digo, a otras.
Llama un ángel al célico intelecto
y
le dice: “En el mundo verse puede
un
ser maravilloso, que procede
de
un alma que hasta aquí su luz envía.”
El cielo, que no tiene
más defecto,
pide a Dios si tal guisa le concede
y
el total de los santos intercede.
Tan
sólo la Piedad abogacía
interpone por mí. Mas Dios
decía:
“Sufrid, dilectos míos, con paciencia,
que no acuda
tan presto a mi presencia,
pues hay quien en la Tierra la porfía,
y dirá en el infierno a los precitos:
“¡La esperanza yo
vi de los malditos!”
Por mi dama suspiran en el cielo;
quiero,
pues, referiros su nobleza.
La
que mostrar pretenda gentileza
acompáñase
de ella en la salida
que
en todo pecho vil infunde un hielo
con que mata los viles
sentimientos,
y quien logra mirarla unos momentos
se queda
ennoblecido o sin la vida,
y el digno de mirar a mi elegida
experimenta
al punto su potencia
porque
es su saludar beneficencia
que
hasta la ofensa estólida liquida.
A
más, Dios otra gracia le ha otorgado:
no
puede mal morir el que le ha hablado.
“Siendo
mortal -Amor en sí repite-,
¿cómo tan bella puede ser y pura?”
La
vuelve a contemplar y en sí murmura
que hízola Dios sin norma
de costumbre.
Con
la perla su fina tez compite;
color grato en mujeres, con mesura.
Compendia lo mejor de la Natura.
De
todas las bellezas es la cumbre.
Al
lanzar de sus ojos clara lumbre
surgen
de amor espíritus radiosos
que
hieren en la vista a los curiosos
y
al corazón infligen pesadumbre.
Su
boca, donde Amor está presente,
nadie
puede mirarla fijamente.
¡Oh
canción mía! Sé que irás hablando,
a muchas damas una vez
lanzada.
Te ruego, ya que estás aleccionada
como hija del
Amor, joven y pía,
que por doquier digas suplicando:
“¿Qué
senda llevárame a la persona
cuya alabanza lírica me abona?”
Y si tu acción no quieres ver baldía,
esquiva a todo ser
sin cortesía,
no
fíes, de poder, tus intereses
sino
a la dama y al varón corteses
que
te señalarán la buena vía.
Y
puesto que al Amor verás con ella,
recomienda al Amor mi gran
querella.
Para
que se entienda mejor esta canción, la dividiré más cuidadosamente
que las composiciones anteriores. Ante todo, haré tres partes: la
primera es proemio de las palabras siguientes; la segunda es el tema
de que se trata, y la tercera viene a ser auxiliar de las
precedentes. La segunda empieza en «Llama un ángel»; la tercera,
en «¡Oh canción mía!»
La
primera parte se divide en cuatro. En la primera explico a quién y
por qué deseo hablar de mi amada; en la segunda, lo que me parece,
cuando pienso en sus merecimientos y cómo hablaría de ella si me
atreviera; en la tercera, cómo debo ha blar de ella para no verme
impelido por obstáculos, y en la cuarta, dirigiéndome de nuevo a
quien quiero hablar, explico la causa de que me dirija a ellos. La
segunda empieza en «Cada vez»; la tercera, en «Y no aspiro», y la
cuarta, en «¡Oh señoras amables!»
Después,
al decir: «Llama un ángel», empiezo a hablar de mi amada. Esta
parte se divide en dos. En la primera explico cuánto la estiman en
los cielos, y en la segunda, cuánto la estiman en la Tierra. Esta,
que empieza en «Por mi dama», se divide en dos. En la primera
explico lo referente a la nobleza de su alma, enumerando algunas de
las poderosas virtudes que de su alma proceden; en la segunda explico
lo referente a la nobleza de su cuerpo, enumerando algunas de sus
bellezas. Esta, que empieza en «Siendo mortal», se divide en dos:
en la primera trato de algunas bellezas, concernientes a toda
persona; en la segunda trato de algunas bellezas que conciernen a
determinadas partes de la persona. Esta segunda parte, que empieza en
«Al lanzar de sus ojos», se divide en dos: en una hablo de su boca,
que es término de amor. Y para que se disipe todo pensamiento
impuro, recuerde el lector que más arriba queda escrito que el
saludo de tal mujer, función de su boca, fue término de mis anhelos
mientras lo pude recibir.
Luego,
al decir: «¡Oh canción mía!» añado una estrofa a manera de
auxiliar, en la cual manifiesto lo que de esta mi canción espero. Y
comoquiera que esta última parte es fácil de entender, no me
entretengo en más diversiones. No niego que, para hacer más
inteligible esta canción, convendría establecer más subdivisiones;
sin embargo, quien no tenga bastante ingenio para entenderla con las
divisiones hechas, no me disgustará si la deja estar, pues, en
verdad, temo, con las divisiones establecidas, haber facilitado, a
demasiados su inteligencia, si acaso la canción llega a oídos de
muchos.
XX.
Una
vez divulgada, en cierto modo, esta canción, como la oyese cierto
amigo mío, sintióse inclinado a rogarme que le dijera qué es Amor,
pues quizá, por las palabras oídas, esperaba de mí más de lo que
yo merecía., Y pensando yo que después de lo tratado era oportuno
decir algo de Amor, así como en la conveniencia de atender a mi
amigo, decidí escribir unas palabras en que de Amor tratase.
Entonces compuse este soneto, que empieza: «Escribió el sabio: son
la misma cosa.»
Escribió
el sabio: son la misma cosa
el puro amor y el noble
entendimiento.
Como alma racional y entendimiento,
sin uno
nunca el otro vivir osa.
Hace
Naturaleza, si amorosa,
de
Amor, señor, que tiene su aposento
en
el noble sentir, donde contento
por
breve o largo término reposa.
Como
discreta dama, la Belleza
se
muestra, y tanto place a la mirada,
que los nobles sentires son
deseo:
por su virtud, si dura con viveza,
la fuerza del amor
es desvelada.
Igual procede en damas galanteo.
Este
soneto se divide en dos partes. En la primera hablo de Amor en cuanto
es en potencia; en la segunda hablo de él en cuanto de potencia se
reduce en acto. Esta segunda parte empieza en «Como discreta dama».
La primera parte se divide en dos: en la primera manifiesto en qué
sujeto se encuentra esta potencia; en la segunda explico cómo han
nacido este sujeto y esta po tencia y cómo uno se halla en relación
con otro igual que la materia con la forma. La segunda empieza en
«Hace naturaleza». Luego, al decir: «Como discreta dama», explico
cómo dicha potencia se reduce a acto; primero cómo se reduce en el
hombre, y después -al decir; «Igual procede»- cómo se reduce en
la mujer.
XXI.
Una
vez traté de Amor en los susodichos versos, sentí apetencia de
escribir, también en alabanza de mi gentilísima amada, unas
palabras mediante las cuales mostrara no solamente cómo por ella se
despierta Amor en caso de que esté dormido, sino cómo ella le hace
acudir allí donde no está en potencia. Y entonces compuse este
soneto que empieza: «Mora Amor en los ojos de mi amada.»
Mora
Amor en los ojos de mi amada
por lo cual cuanto mira se
ennoblece.
Aquel a quien saluda se estremece:
todo
mortal le lanza su mirada.
Si
ella baja la faz, el todo es nada,
el
ánimo en quejumbre desmerece,
muere
soberbia, cólera perece.
¡Oh
mujeres, le cumple ser loada!
Toda
humildad y toda dulcedumbre
nace
oyendo su voz pura y afable.
Dichoso
el hombre que la vio primero.
Cuando sonríe -que su boca es
lumbre-
se magnifica y hácese inefable
porque es algo divino
y hechicero.
Este
soneto consta de tres partes. En la primera explico cómo dicha mujer
reduce a acto la mencionada potencia con la nobleza que emana de sus
ojos, y en la tercera explico lo mismo con referencia a su nobilísima
boca; pero entre ambas partes hay otra cosa menor que, por decirlo
así, se auxilia en la precedente y en la siguiente y que empieza en
«¡Oh mujeres!», mientras la tercera empieza en «Toda humildad».
La primera parte se divide a su vez en tres. En la primera digo cómo
tiene la virtud de embellecer todo cuanto mira, lo cual equivale a
decir que conduce a Amor en potencia allí donde no está; en la
segunda digo cómo reduce en acto a Amor en los corazones de todos
aquellos a quienes ve, y en la tercera digo cómo reduce en acto a
Amor, en los corazones de todos aquellos a quienes mira. La segunda
empieza en «Aquel a quien saludo»; la tercera, en «Todo mortal».
Luego, al decir «¡Oh mujeres!», doy a entender a quién tengo
intención de hablar, invitando a las mujeres para que ayuden a
rendir pleitesía a mi amada. Después, al decir: «Toda humildad»,
repito lo ya dicho en la primera parte, pero con referencia a dos
funciones de su boca, una de las cuales es su dulcísima voz y otra
su admirable sonrisa, si bien no digo de ésta cómo actúa en otros
corazones, pues la memoria no puede recordarla ni recordar sus
efectos.
XXII.
No
muchos días después, por voluntad del Señor de los Cielos (que ni
a sí mismo se privó de la muerte), abandonó esta vida, seguramente
para ir a la eterna gloria, el que fue padre de la maravillosa y
nobilísima Beatriz.
Y
como semejante partida causa dolor en quienes, habiendo sido amigos
de quien se va, se queda; como no hay amistad más íntima que la de
un buen padre con un buen hijo y la de un buen hijo con un buen
padre; como mi amada era extremadamente buena y su padre- según
general y justificadamente se cree- extremadamente bueno, es natural
que mi amada sintiese un amarguísimo dolor. Y como, según costumbre
de la antes referida ciudad, las mujeres reúnense con las mujeres y
los hombres con los hombres en ocasión de estos tristes
acaecimientos, fueron muchas las mujeres que se congregaron donde
Beatriz lastimeramente lloraba. Aconteció, pues, que encontré a
varias mujeres que allí tornaban y les oí repetir palabras
quejumbrosas de mi amada, entre ellas las siguientes: «Llora de tal
suerte como para que muera de compasión quien la vea llorar.»
Alejáronse después aquellas mujeres, y quedéme tan triste, que de
vez en vez bañaba mis mejillas alguna lágrima, que yo disimulaba
llevándome con frecuencia las manos a los ojos. Al punto hubiérame
ocultado, de no hallarme por donde pasaban la mayor parte de las
mujeres que de ella separábanse. Así es que permaneciendo en el
mismo sitio, oí a otras mujeres, que pasaron junto a mí y que iban
diciendo: «¿Cuál de nosotras podrá tener alegría habiendo oído
quejarse tan dolorosamente a esta mujer?» Luego pasaron otras que
decían por mí: «Ese hombre llora igual que si la hubiera visto
como la hemos visto nosotras.» Y otras, después, dijeron también
por mí: «Se ha alterado tanto, que no parece el mismo.» Y al paso
de otras mujeres oía yo palabras de este estilo referentes a ella y
a mí.
Luego,
meditando, decidí escribir unos versos, muy justificados, en los que
resumiría cuanto de aquellas mujeres había oído. Y como
gustosamente las hubiera interrogado, de no haber tenido reproches,
escribí, cual si las hubiera interrogado y me hubieran respondido.
Así es que compuse dos sonetos. En el primero, pregunto según
sentía deseos de preguntar, y en el segundo expongo la respuesta
utilizando lo que oí, como si me lo hubieran dicho contestando. El
primero empieza: «Vosotras que traéis lacio semblante», y el
segundo: «¿Eres tú quien loaba su hermosura?»
Vosotras
que traéis lacio semblante,
bajos los ojos y el dolor marcado,
¿de dó venís con rostro tan ajado
que compasión inspirará
al instante?
¿Tal vez tuvisteis a mi Amor delante
con el
rostro por llantos anegado?
Damas: decidme ya lo sospechado
viendo vuestro dramático talante.
Y si venís de sitio tan
piadoso,
tomaos junto a mi breve reposo
para comunicarme lo
que sea.
Veo
que vuestros ojos tienen llanto
y
en vosotras observo tal quebranto
que
por ende mi ser se tambalea.
Este
soneto se divide en dos partes. En la primera, tras la invocación,
pregunto a dichas mujeres si vienen de junto a ella, anticipándoles
que lo creo así al ver que vuelven ennoblecidas; en la segunda
ruégoles que me hablen de ella. La segunda parte empieza en «Y si
venís».
He
aquí el otro soneto tal como anteriormente se ha referido:
¿Eres
tú quien loaba su hermosura
hablando con nosotras muy frecuente?
Nos lo pareces por tu voz doliente,
aunque se haya mudado tu
apostura.
Mas ¿por qué en el llorar tu alma se apura
hasta
dar compasión a extraña gente?
¿La viste tú llorando, y en tu
mente
patética membranza se figura?
Deja,
pues, que llorando caminemos
sin
que livianamente nos calmemos,
ya
que su llanto nuestro oído hería.
Tanto
a la compasión mueve su cara,
que
quien con atención la contemplara
llorando
ante tu dama moriría.
Este
soneto consta de cuatro partes, que corresponden a los cuatro modos
de hablar entre sí que tuvieron las mujeres por quienes contesto.
Pero como arriba están harto claras, no me entretengo en referir el
contenido de cada parte, sino que me limito a separarlas. La segunda
empieza en «Mas ¿por qué en el llorar»; la tercera, en «Deja,
pues», y la cuarta, en «Tanto a la compasión».
XXIII.
Pocos
días después sucedió que en determinada parte de mi cuerpo me
sobrevino una dolorosa afección, en virtud de la cual estuve
sufriendo y penando nueve días de una manera muy amarga, lo cual me
causó tanta debilidad, que hube de estar como los que no pueden
moverse. Al noveno día, sintiendo unos dolores casi intolerables, me
puse de pronto a pensar en mi amada, y, luego de haber pensado cierto
tiempo en ella, volví mis pensamientos hacia mi debilitada vida, y
viendo cuán breve sería su duración, aun estando sano el cuerpo,
comencé a llorar internamente por tanta desgracia. Con fuertes
suspiros decía para mí: «Alguna vez tendrá que morirse la
gentilísima Beatriz.»
Entonces
me ganó tal desfallecimiento, que cerré los ojos y comencé a
delirar como persona fuera de sí. Y al principio de los desvaríos
de mi fantasía se me aparecieron rostros de mujeres con las
cabelleras sueltas, que decían: «Morirás, morirás.» Tras
aquellas mujeres se me aparecieron unos rostros estrambóticos y
horripilantes que decían: «Ya estás muerto.» Y como mi fantasía
diera en divagar así, llegué a ignorar dónde me hallaba, y,
además, parecíame ver por las calles a mujeres de sueltos cabellos
que lloraban con tremenda tristeza; parecíame que el sol se
oscurecía hasta el punto de que las estrellas se mostraban de un
color tal como sí llorasen; y parecíame que los pájaros caían del
aire muertos, así como que se producían muy grandes terremotos.
Maravillado, al mismo tiempo que espantado, con tal fantasía,
imaginé que un amigo venía a decirme: «¿Acaso no sabes que tu
amada ha abandonado ya este mundo?» A la sazón, comencé a llorar
muy lastimeramente, no sólo con la imaginación sino con los ojos,
bañados en verdaderas lágrimas. Figurándome que miraba hacia el
cielo, creía ver muchedumbre de ángeles que volvían a él llevando
delante una blanquísima nubecilla. Y parecióme que aquellos ángeles
cantaban a gloria y que entre las palabras del cántico figuraban las
de Hosanna in excelsis! Nada más oía. Y entonces me figuré que el
corazón, donde tanto amor se albergaba, decíame: «Cierto es que ha
muerto nuestra amada», con lo cual echaba yo a andar para ver el
cuerpo donde había residido aquella nobilísima y, bienaventurada
alma. Tan poderosa fue la errada fantasía, que me enseñó a mi
amada muerta; diríase que unas mujeres le cubrían la cabeza con
blanco velo, y su cara ofrecía un talante de humildad tal como si
dijera: «Estoy viendo el principio de toda paz.» Con esto, sentíme
tan anonadado que llamaba a la Muerte, diciendo: «¡Ven a mí,
dulcísima Muerte! No me seas cruel, pues debes ser noble, a juzgar
por donde has estado. ¡Ven a mí, que tanto te deseo! ¿No ves que
ya tengo tu mismo color?»
Y
cuando vi realizadas ya las dolorosas ceremonias que con los cuerpos
de los difuntos es costumbre hacer, parecióme que volvía a mi
estancia y que desde allí miraba al cielo. Y tan exaltada estaba mi
imaginación, que, llorando, dije con voz verdadera: «¡Oh alma
hermosísima! ¡Feliz quien te contempla!» Y cuando, con dolorosos
extremos de llanto, pronunciaba estas palabras y llamaba a la Muerte
para que se llegara hasta mí, una mujer joven y bella que se
encontraba junto a mi lecho, creyendo que mi llanto y palabras
obedecían sólo a los dolores de mi enfermedad, comenzó también a
llorar con gran espanto, por donde otras mujeres que en la estancia
se hallaban se percataron, por el llanto de ella, de que yo lloraba.
Entonces la separaron de mí (me unían a ella lazos de muy próxima
consanguineidad) y se me acercaron para despertarme, creyendo que
soñaba. «No duermas más- decíanme-. No desconsueles.» Estas
palabras atajaron mi gran desvarío, cuando quería decir: «¡Oh
Beatriz, bendita seas!» Ya había dicho: «¡Oh Beatriz!» cuando,
reaccionando, abrí los ojos y vi que todo era un engaño. Y aunque
había pronunciado dicho nombre, estaba mi voz tan entrecorta-da por
los sollozos, que aquellas mujeres no pudieron entenderme, a lo que
creí. Grave vergüenza sentía yo; mas, por una advertencia de Amor,
volvíme hacia ellas. Y al verme comenzaron a decir por mí: «Semeja
un muerto», y a musitar: «Procuremos reanimarlo.» Me dirigieron,
pues, muchas palabras de consuelo, y me preguntaron por qué había
tenido miedo. Yo, una vez estuve algo repuesto y me hube dado cuenta
del falaz desvarío, respondíles: «Voy a explicaros lo que me ha
pasado.» Y desde el principio al fin les conté lo que había visto,
si bien callando el nombre de mi amada.
Después,
sanado ya de la dolencia, decidí escribir unos versos en que narrase
lo acontecido, por parecerme cosa agradable de oír. Y compuse esta
canción, que empieza: «Una joven señora compasiva», ordenada
según declara la división infrascrita:
Una
joven señora compasiva
de humanas gentilezas adornada,
oyó
cómo llamaba yo a la Muerte.
Y al percibir mi vista en pena
viva,
así como al oír mi voz dañada
se
puso, temerosa, a llorar fuerte.
Otras
damas, a quienes llanto advierte,
repararon
en mí, desconsolado,
y, habiéndome apartado,
solícitas
corrieron a mi vera,
diciendo: “¡No soñéis de esa manera!”
y “¿Qué le habrá turbado de tal suerte?”
Y de la
pesadilla fui librado
diciendo
al mismo tiempo el nombre amado.
Era
mi débil voz tan lastimosa,
entrecortada por angustia y llanto,
que el nombre sólo oí de mi adorada.
Con la vista confusa y
vergonzosa,
reminiscencia del pasado espanto,
me hizo lanzar
Amor una mirada.
Se encontraba mi faz tan demacrada,
que
exclamaba con fúnebre recelo:
“Hay que darle consuelo.”
Tras
consultarse con la voz doliente,
decía
un son frecuente:
“¿Qué
cosa ves que tanto te anonada?”
Y
dije, al amainarse mis suspiros:
“¡Oh,
damas! Lo que fue voy a deciros.”
Mientras pensaba yo en mi
frágil vida,
viendo que su durar es un instante,
Amor
lloraba dentro de mi pecho.
Y se me puso el alma dolorida
para
decir en tono suspirante:
“La
muerte de mi amada será un hecho.”
Entonces
me ganó tan gran despecho,
que
los ojos cerré como si ciegos
quedaran, y andariegos
se
fueron mis sentidos por el mundo.
Mas yo, meditabundo,
aunque
con el espíritu desecho,
vi
que a mí unas mujeres se acercaban
y que con saña “¡Morirás!”
clamaban.
Después
vi cosas nunca imaginadas
al
discurrir febril mi fantasía,
pues
me encontraba en fantasmal paraje
donde
corrían hembras desgreñadas
con lloro y clamoreo que esparcía
tristeza corrosiva como ultraje.
Luego, con otro cuadro me
distraje
viendo apagarse el sol, naciendo estrellas
llorar el
sol con ellas,
cesar
todos los pájaros su vuelo.
estremecerse
el suelo
y
presentarse un hombre sin coraje
diciéndome:
“¿No sabes, dolorido,
que
tu dama sin par ha fallecido?”
Mi
vista lacrimosa levantaba
y
como lluvia de maná, veía
que
tornaban los ángeles al Cielo.
Nubecilla
gentil, rula indicaba,
y
“Hosanna!” proclamaban a porfía.
Admitirlo
podéis cual lo revelo.
Entonces
dijo Amor: “Nada te celo.
Ven
nuestra dama a ver, que muerta yace
Mi
delirar falace
llevóme
al sitio donde unas mujeres,
en
fúnebres deberes,
a
mi amada cubrían con un velo.
Y
en aspecto la vi tan humildoso
que decir parecía: “En paz
reposo.”
Por
suerte me abatió melancolía
al
contemplar tanta dulzura en ella.
“¡Oh
Muerte!- dije-. En ti presiento bienes
y
bellezas que antaño no advertía.
Pues
moraste en el cuerpo de mi bella,
no
es justo que por ti tenga desdenes.
Dirigiréme
a ti, si tú no vienes.
Hermana
en palidez, mísera dama,
¡mi
corazón te llama!”
Luego
partíme, terminado el duelo,
y
solo con mi anhelo
dije
alzando mi vista a los edenes:
“¡Quien
te vea, alma hermosa, qué contento!”
Y
me llamasteis en aquel momento.
Esta
canción consta de dos partes. En la primera, hablando con persona no
concreta, explico que ciertas personas me sustrajeron de un vano
delirio y que prometí contárselo; en la segunda cuento lo que les
dije. La segunda parte empieza en «Mientras pensaba.» La primera
parte se divide en dos. En la primera refiero lo que una mujer y
varias mujeres dijeron e hicieron cuando me vieron delirar, antes que
volviese a mis cabales sentidos. En la segunda repito lo que aquellas
mujeres dijéronme cuando cesé en el desvarío. Esta parte empieza
en «Era mi débil voz». Luego, al decir «Mientras pensaba»,
refiero cómo les conté mi fantasía. Y hago de ello dos partes. En
la primera refiero ordenadamente dicha fantasía; en la segunda,
diciendo en qué momento me llamaron, les doy las gracias
tácitamente. Esta parte empieza en «Y me llamasteis».
XXIV.
Tras
aquel vano delirio, aconteció un día que, hallándome sentado y
meditabundo en un lugar, noté que el corazón me daba un vuelco cual
si me encontrase ante mi amada. Entonces se me representó Amor y
parecióme que venía de donde la dama de mis pensamientos estaba.
También me pareció que alegremente decía a mi corazón: «No te
olvides de bendecir el día en que me apoderé de ti, pues debes
hacerlo.» Y en verdad sentíame el corazón tan jubiloso, que, dada
su nueva condición, no me pa recía el mío.
Poco
después de estas palabras, que me dijo el corazón con la lengua de
Amor, vi venir hacia mí a una gentil señora, famosa por su belleza,
y que había sido largo tiempo amada de aquel mi primer amigo.
Llamábase Juana, si bien por su belleza, según cree alguien, se le
impuso el nombre de Primavera con que se la denominaba. Y mirando vi
acercarse tras ella a la admirable Beatriz. Ambas pasaron junto a mí,
una tras otra, y parecióme que Amor me hablaba con el corazón para
decirme: «A la primera se la llama Primavera tan sólo porque hoy
viene así, pues yo induje a quien le puso nombre a que la denominase
Primavera, porque prima verrá , el día en que Beatriz se muestre
después de la visión de su devoto. Y si se considera su primer
nombre también equivale a decir prima verrá , pues el nombre de
Juana procede de aquel Juan que precedió a la luz verdadera
diciendo: Ego vox clamantis in deserto; parate viam Domini. Y aún
parecióme que a continuación me decía estas palabras: Quien
quisiera pensar sutilmente, llamaría Amor a Beatriz por la gran
semejanza que conmigo tiene.»
Volviendo
después sobre todo esto decidí escribir unos versos a mi primer
amigo, callando, no obstante, ciertas palabras que me parecía
indicado callar y creyendo que su corazón aún estaba inclinado
hacia la belleza de tan gentil Primavera. Y compuse este soneto, que
empieza: «Un ímpetu amoroso que dormía.»
Un
ímpetu amoroso que dormía
tuvo
en mi corazón renacimiento.
Y
Amor vi que venía tan contento,
desde
lejos, que no lo conocía.
Díjome
con talante de alegría:
“Te
cumple venerar mi valimento.”
Y
apenas transcurrió corto momento,
mirando al sitio de que Amor
venía,
vi
a mis señoras Beatriz y Juana
-una maravillosa, otra hechicera-
seguir
la ruta, hacia nosotros llana.
Y según mi memoria reverdece,
díjome Amor: “Si Juana es Primavera,
es la otra el amor,
pues me parece.”
Este
soneto consta de muchas partes, la primera de las cuales dice cómo
sentí desvelarse en mi corazón el acostumbrado temblor y cómo me
pareció que Amor desde lejos alegraba mi corazón; la segunda dice
cómo me pareció que Amor me hablaba al corazón y cómo se me
mostraba; y la tercera dice lo que vi y oí durante el tiempo en que
Amor estuvo conmigo. La segunda parte empieza en «Díjome con
talante», y la tercera, en «Y apenas transcurrió». La tercera
parte se divide en dos: en la primera refiero lo que vi, y en la
segunda refiero lo que oí. Esta segunda empieza en «Díjome amor».
XXV.
Aquí
cualquiera persona digna de que se le aclaren las dudas podría dudar
de lo que digo acerca de Amor, tratándolo como si fuera una cosa en
sí, y no sólo sustancia inteligente, sino como si fuese sustancia
corpórea. Lo cual, a decir verdad, es falso, pues Amor no existe por
si mismo como sustancia, sino que es un accidente en la sustancia.
Que yo hablo de él como si fuera cuerpo y, más aún, como si fuera
hombre, despréndese de tres cosas que digo de él. Primeramente,
digo que le vi venir de lejos; pero como venir implica movimiento
local, y como, según el filósofo, sólo el cuerpo es localmen te
móvil, se deduce que considero a Amor como cuerpo. También digo de
él que reía y hasta que hablaba, lo cual- especialmente la risa-
parece propio del hombre: por tanto, es evidente que lo considero
personificado.
Para
aclarar estas cosas, según creo oportuno, conviene considerar que
antiguamente no había cantores de amor en lengua vulgar, sino
que los cantores eran ciertos poetas de lengua latina; los
asuntos amorosos no los trataban poetas vulgares, sino poetas
cultos; y me refiero a entre nosotros, pues quizá en otras
partes, como en Grecia, suceda aún lo que sucedía. No ha muchos
años que surgieron los primeros poetas vulgares (hablar en
rima en vulgar equivale a hablar en verso en
latín, según cierta proporción). Y señal de que hace poco
tiempo es que si buscamos en lengua de oc o en lengua de
sí, no encontraremos escrito nada más allá de ciento
cincuenta años a esta parte (1300-150:1150, siglo XII).
Por cierto que la causa de que algunos burdos poetas lograsen
nombradía de bien decir es que fueron los primeros que compusieron
en lengua de sí. Y lo que movió al primero de todos ellos a
versificar en lengua de sí fue el deseo de que entendiera sus
decires una mujer a quien se le hacían de difícil entendimiento los
versos latinos. Cito el detalle contra quienes riman sobre materia no
amorosa, siendo así que tal guisa de expresarse fue inventada para
decirles de Amor.
Por
ende, como los poetas tienen más licencia en el lenguaje
que los prosadores, y como quienes hablan en rima no
son sino poetas vulgares, justo y razonable es que se les
conceda mayor licencia en el lenguaje que a los demás que se
expresan en vulgar; así es que toda figura o recurso
retóricos que se concedan a los poetas deben concederse a los
rimadores. Si, pues, vemos que los poetas han hablado de las
cosas inanimadas como si tuvieran sentidos y razón y han hecho que
hablaran entre sí (y ello no sólo con cosas verdaderas, sino con
cosas falsas, pues de cosas que no existen han dicho que hablan del
mismo modo que han dicho que hablan de muchos accidentes cual si
fueran sustancias y hombres), justo es que el rimador haga lo mismo,
pero no sin razón alguna, sino razonadamente, de manera que sea
posible explicarlo en prosa.
Que
los poetas han hablado como se ha dicho se demuestra con Virgilio,
quien- en el primer canto de la Eneida- dice que Juno, diosa enemiga
de los troyanos, habló así a Eeolo (Eolo), señor de los vientos: Aeole,
namque tibo, a la que Eolo repuso: Tuus, o regina, quid optes
explorare labor; mihi jussa capessere fas est.
El
mismo poeta, en el tercer acto de la Eneida, hace que la cosa
inanimada hable con la cosa animada, donde dice: Multum, Roma, tamen,
debes civilibus armis. Horacio hace que el hombre hable con su misma
ciencia como con otra persona. Y no solamente son palabras de
Horacio, sino que éste, casi repitiendo las del buen Homero, dice en
su Arte poética: Dic mihi. Musa virum. Ovidio, al principio del
libro llamado Remedio de amor, hace que Amor hable como un ser humano
donde dice: Bella mihi, video, bella parantur, ait.
Todo
esto pueden tenerlo en cuenta quienes duden en alguna parte de este
mi opúsculo. Y para que no ter giverse las cosas ninguna persona
obtusa, debo añadir que ni los poetas hablaron así sin sentido ni
los rimadores deben hablar sin poner sentido en lo que digan, pues
gran vergüenza sería para quien rimase con figuras y recursos
retóricos que, al pedirle que desnudase sus palabras de tal
vestidura, para que fueran entendidas rectamente, no supiese hacerlo.
Mi
primer amigo y yo conocemos a algunos de los que riman tan neciamente.
XXVI.
La
gentilísima mujer de quien anteriormente he hablado era tan admirada
por las gentes, que cuando iba por las calles corrían todos a
contemplarla, lo cual me alegraba sobre manera. Y cuando ella estaba
cerca de alguien, tanta honestidad infundíale en el corazón, que no
osaba levantar la cabeza ni responder a su saludo: muchos que
experimentaron tal influencia podrían abonarme ante los incrédulos.
Coronada y vestida de humildad pasaba ella, sin mostrar vanagloria de
lo que veía y oía. Y cuando había pasado, decían muchos: «No es
una mujer, sino un hermosísimo ángel del cielo.» Otros decían:
«¡Qué maravilla! ¡Bendito sea el Señor, que tan admirables obras
produce!» Mostrábase, en efecto, tan bella y colmada de hechizos,
que quienes la miraban sentíanse invadidos por una dulzura tan
honesta y suave, que no podían expresarla, a más de que al
principio se habían visto obligados a suspirar.
Estos
efectos y otros más admirables producía mi amada, por lo cual yo,
pensando en ello y queriendo volver al estilo de su alabanza, decidí
escribir unos versos en los que diese a entender sus admirables y
excelentes influencias, no tan sólo para di rigirlos a quienes
podían verla en la realidad, sino para los demás, a fin de que
procuren saber de ella lo que las palabras no pueden entender.
Entonces compuse este soneto, que empieza: «Muéstrase tan hermosa y
recatada.»
Muéstrase
tan hermosa y recatada
la
dama mía si un saludo ofrece
que
toda lengua, trémula, enmudece
y
los ojos se guardan la mirada.
Sigue
su rumbo, de humildad nimbada
y
al pasar ella su alabanza crece.
Desde los cielos descender
parece
en virtud de un milagro presentada.
Tan amable resulta
a quien la mira,
que por los ojos da un dulzor al seno
que
no comprenderá quien no lo sienta.
Y hasta parece que su boca
alienta
un hálito agradable, de amor lleno,
que va diciendo
al corazón: “¡Suspira!”
Este
soneto es tan fácilmente comprensible por lo ya referido, que no
necesita división alguna. Así es que, dejándolo, insistiré en que
mi amada causaba tanta admiración, que no solamente se le tributaban
honores y alabanzas, sino que gracias a ella se les tributaban a
otras damas. Yo, percibiendo esto y queriéndolo manifestar a quien
no lo percibía, decidí escribir versos en que lo explicara. Y
entonces decidí componer este otro soneto que empieza: «Ve toda
perfección con gran fijeza.»
Ve
toda perfección con gran fijeza
quien ve, entre otras mujeres, a
la mía,
y deben, las que vanle en compañía,
rendir gracias
a Dios por tal largueza.
Tan grande es el poder de su belleza,
que, lejos de inspirar envidia impía,
llevóme al sitio
donde unas mujeres,
de amores, y de fe, y de gentileza.
Todo,
a su sola aparición, se humilla;
pero no luce sola en hermosura,
sino
que la refleja por su ambiente.
Y
tal hechizo en sus acciones brilla,
que
nadie recordara su figura
sin
suspirar de amores dulcemente.
Este
soneto consta de tres partes. En la primera digo entre qué personas
parecía más admirable mi amada; en la segunda pondero cuán
agradable era su compañía, y en la tercera hablo de lo que por su
influencia se operaba en las demás. La segunda parte empieza en «Y
deben»; la tercera, en «Tan grande». Esta última parte se divide
en tres. En la primera digo cómo influía en las mujeres en cuanto a
sí mismas; en la segunda, cómo influía en ellas respecto a los
demás, y en la tercera afirmo que influía admirablemente, no sólo
en las mujeres, sino en todas las personas, y no sólo cuando esta
ban en su presencia, sino cuando se acordaban de ella. La segunda
parte empieza en «Todo, a su sola aparición», y la tercera en «Y
tal hechizo».
XXVII.
Luego
de esto, di un día en pensar sobre lo que había dicho de mi amada
en los dos anteriores sonetos; y percatándome de que no había
hablado de lo que a la sazón me ocu rría, parecióme haberme
expresado defectuosamente. Decidí, por tanto, escribir unos versos
en los que manifestara cuán sujeto me hallaba a la influencia de mi
amada y cómo actuaba en mí dicha influencia. Y suponiendo que no
podía referirlo todo en la brevedad de un soneto, comencé entonces
esta canción que empieza:
Tanto
tiempo, me tiene dominado
Amor
por su virtud de señoría,
que
si al principio duro parecía,
hogaño
me parece suavizado.
Y
es que cuando me deja anonadado
porque el ánimo escapa y se
extravía,
entonces, débil, siente el alma mía
tal goce,
que me noto demudado.
Amor requiere luego tal potencia,
que
me hace suspirar si estoy hablando
Y, mi dama invocando,
aumenta, con placer, mi complacencia.
Tal acontece si a mi
vista acude,
aunque pueda haber gente que lo dude.
XXVIII.
Quomodo
sedet sola civitas plena populo! facta est quasi vidua domina
gentium! Aún no había pasado del inicio de dicha canción, de la
que sólo había terminado la anterior estrofa, cuando el Señor de
los justos llamó a mi gentilísima amada para que goce de la gloria
bajo la enseña de la bendita Reina y Virgen María, para cuyo nombre
hubo siempre gran veneración en las palabras de la bien aventurada
Beatriz. Y aunque tal vez fuera oportuno decir algo de su partida de
este mundo, no es mi propósito tratar de ello, por tres razones: la
primera es que no entra en el plan del opúsculo, como puede verse en
el proemio; la segunda es que, aun cuando entrase en el plan, no
podría yo hablar de ello como fuera menester; y la tercera es que,
aun eliminando los dos obstáculos anteriores, no me conviene tratar
de ello, por cuanto habría de convertirme en un apologista de mí
mismo, cosa, en fin de cuentas, muy vituperable, por lo cual dejaré
tal materia para otro glosador.
Empero,
como el número nueve se ha mostrado muchas veces entre las
precedentes palabras, no sin motivo al parecer, y comoquiera que en
la partida de mi gentilísima amada diríase que también tuvo
importancia tal número, conviene decir aquí algo que creo
pertinente. En primer término, diré cómo intervino dicho número
en su partida, y luego explicaré con razones la causa de que tal
número le fuera tan amigo.
XXIX.
El
alma nobilísima de Beatriz partióse, según la manera de computar
el tiempo en Arabia, en la primera hora del noveno día del mes;
según la manera de computarlo en Siria, en el noveno mes del año,
pues allí el primer mes es Tisirin, que corresponde a nuestro
octubre, y según la manera de computarlo nosotros, en el año de
nuestra indicación, o sea, del Señor, cuyo número redondo ha bía
cumplido nueve veces en el siglo en que ella fue puesta en este
mundo: vivió entre los cristianos de la centuria decimotercera.
Una
de las razones en virtud de las cuales dicho número le fue tan
amigo, podría ser la de que, según Tolomeo y la ciencia cristiana,
son nueve los cielos que se mueven, y, según la general opinión de
los astrólogos, dichos cielos nos transmiten las relaciones
armoniosas a que se hallan sometidos, por lo cual la fidelidad de
dicho número nueve daría a entender que, al ser ella engendrada,
los nueve cielos móviles estaban en perfectísima armonía. Esto es,
desde luego, una razón; pero, pensando más sutilmente y según la
verdad infalible, dicho número fue ella misma. Me explicaré
mediante una comparación. El número tres es la raíz de nueve, pues
que sin otro número, multiplicado por sí mismo, da nueve, según
vemos claramente que tres por tres son nueve. Ahora bien: si el tres
es por sí mismo factor del nueve, y, por otra parte, el Factor o
Hacedor por sí mismo de los milagros es también tres, o sea Padre,
Hijo y Espíritu Santo, que son Tres y Uno, a mi amada le acompañó
el número nueve para dar a entender que era un nueve, es decir, un
milagro, cuya raíz- la del milagro- es solamente la Santísima
Trinidad. Quizá persona más sutil hallaría en esto razón todavía
más sutil; pero la apuntada es la que yo veo y la que me place más.
XXX.
Una
vez ausente de este mundo mi gentilísima amada, quedó la ciudad
antes aludida como viuda despojada, por lo que yo, llorando en medio
de tanta desolación, escribí a los principales de la ciudad acerca
de su condición, citando aquellas palabras iniciales de Jeremías
que dicen: Quomodo sedet sola civitas. Y digo esto para que nadie se
maraville de que las haya mencionado antes como introducción de la
nueva materia que seguía. Y si alguien me reprochara no escribir las
palabras que siguen a las citadas, me excusaría con que mi
propósito, ya desde el principio, fue solamente escribir en lengua
vulgar; por lo cual, comoquiera que las palabras que siguen a las
citadas son todas latinas, saldríame de mi propósito
transcribiéndolas. A más, idéntica intención - que yo escribiera
solamente en vulgar- sé que tuvo aquel mi primer amigo a quien
escribo.
XXXI.
Cuando
mis ojos hubieron llorado largo tiempo y tan fatigados estaban que ya
no podían desahogar mi tristeza, propúseme aliviarla con palabras
de dolor. Determiné, por ende, componer una canción en la cual,
entre lágrimas, discurriese acerca de aquello por quien tanto dolor
había destruido mi alma. Entonces compuse la canción, que empieza:
«Mis, ojos han vertido tanto llanto». Y para que esta canción
termine más secamente, la dividiré antes de escribirla, como haré
de ahora en adelante.
Esta
misma canción consta, pues, de tres partes. La primera es prefacio;
en la segunda hablo de ella, y en la tercera me dirijo lastimeramente
a la canción. La segunda parte em pieza en «Beatriz ascendió»; la
tercera, en «¡Oh mi canción!» La pri mera parte se divide en
tres: en la primera explico qué me impulsa a hablar; en la segunda
digo a quién quiero hablar, y en la tercera, de quién quiero
hablar. La segunda empieza en «Comoquier que el recuerdo»; la
tercera, en «Por ende». Luego, al decir: «Beatriz ascendió», ha
blo de ella y hago dos partes en el discurso: en la primera digo la
causa de que fuese arrebatada, y en la segunda, cómo los demás
lamentan su partida. Esta segunda parte empieza en «Se separó». Y
se divide, a su vez en tres partes. En la primera hablo de quien no
la llora, en la segunda de quien la llora, y en la tercera, de mi
situación. La segunda empieza en «Sin que le sobrecoja»; la
tercera, en «Me causa angustia». Luego, al decir: «¡Oh mi
canción!», me dirijo a la canción misma, indicándole a qué
mujeres ha de ir y permanecer con ellas.
Mis
ojos han vertido tanto llanto
por el pesar que el corazón
henchía,
que parecen exhaustos totalmente.
Y si aliviar
pretendo mi quebranto,
que a la muerte me lleva con falsía,
he
de hablar con la voz languideciente.
Comoquier
que el recuerdo se presente
de que, mientras mi dama subsistía,
hablaba de ella, ¡oh damas!, con vosotras
no quiero hablar
con otras,
que
las que cobijáis la cortesía.
Por ende, como fue la amada mía
súbitamente al Cielo, en llanto digo
y cómo al triste Amor
dejó conmigo.
Beatriz
ascendió al reino de los cielos
y en la quietud del ángel
permanece.
¡Oh damas, de vosotras se ha alejado!
Y
no la arrebataron ni los hielos
ni el calor, según norma que
acontece,
sino su corazón, insuperado.
El
resplandor por su virtud lanzado
a los cielos llegó con tal
potencia,
que Dios, ante el magnífico portento,
llamó con
dulce acento
a
la dama gentil a su presencia.
Y
provocó el maravilloso evento
a
fin de evidenciar que el bajo mundo
era indigno de un ser tan sin
segundo.
Se separó de su gentil persona
su
espíritu gracioso y delicado,
que
actualmente reside en lugar digno.
Quien no la llora cuando la
menciona,
alberga un corazón duro y malvado
do no se
encontrará sentir benigno.
No existe corazón, siquiera maligno,
que pueda imaginar su puro encanto,
sin verse acometido de
congoja,
sin
que le sobrecoja
un
ansia de morir fundido en llanto.
Y de confortación su alma se
despoja
quien en su mente ve lo que ella fuera
y cuál fue
arrebatada considera.
Me
causa angustia el suspirar muy fuerte
cuando me acude el
pensamiento grave
de aquella que mi pecho desgarra.
Y
pensando a las veces en la muerte
me gana un sentimiento tan
suave,
que muda los colores de mi cara.
Cuando
ese pensamiento se declara
me vencen los dolores tan potentes,
que me estremezco del dolor que siento,
y tal cariz presiento
que
me aparta vergüenza de las gentes.
Solo,
vertiendo lágrimas ardientes,
llamo
a Beatriz. “¡Estás ya muerta!”, exclamo,
y
me consuelo en tanto que la llamo.
Lloros de penas y ansias de
agonía
pártenme el corazón en dondequiera
hasta el punto
de herir a quien me oyese,
y cuál es mi vivir desde aquel día
en
que subió mi dama a la alta esfera
no hay lengua que a decirlo
se atreviese,
ni tan siquiera yo, cuando quisiese,
pues no
sabría dar con tino el tono
que
tanto amarga mi presente vida,
a
tal grado abatida,
que
todos me murmuran: “¡Te abandono!”
al
percibir mi faz descolorida.
Pero mi ser presente ve el bien mío
y de hallar galardón no desconfío.
¡Oh mi canción de lágrimas y duelos!...
Vé
en busca de señoras soberanas
a
quienes tus hermanas
llevaban
alegría y gentileza.
Y
tú, nacida en gracia de tristeza,
queda
con ellas triste y en desgana.
XXXII.
Una
vez compuesta semejante canción, llegóse a mí quien, según los
grados de amistad, podía considerar yo como mi segundo amigo, el
cual tenía tal parentesco de consanguinidad con la gloriosa Beatriz,
que no podía haberlo mas estrecho. Luego de conversar conmigo,
suplicó - me que le compusiera unos versos para dedicarlos a una
mujer que había muerto, si bien disimuló sus palabras con objeto de
parecer que se refería a otra que también había fallecido. Mas yo,
advirtiendo que se refería solamente a la bienaventurada Beatriz,
respondíle diciendo que haría lo que suplicaba. Y meditando sobre
ello decidí escribir un soneto en que me lamentase largamente y
entregarlo a mi amigo para que pareciese escrito por él. Y entonces
compuse este soneto, que empieza: «Venid para escucharme los
lamentos.» Se divide en dos partes. En la primera llamo a los
devotos de Amor para que me escuchen; en la segunda hablo de mi
lamentable estado. La segunda parte empieza en «Lo que morir.»
Venid
para escucharme los lamentos,
almas
piadosas, que piedad lo pide.
Lo
que morir, por el penar, me impide
es que lanzo mis penas a los
vientos.
Apelo al llanto en todos los momentos
aunque el
llanto a acudir no se decide.
Mi dolor no se pesa ni se mide
si
lágrimas no bañan sus tormentos.
Venid para escucharme la
llamada
a la dama que fuese a la morada
que su virtud celeste
requería.
Venid para escucharme que abomino
de la presente
vida y mi destino,
ya
que me falta su presencia pía.
XXXIII.
Una
vez compuesto el soneto, considerando quién era aquel a quien
pensaba entregarlo para que pasase por suyo, parecióme la merced
pobre y mísera, tratándose de persona tan allegada a la gloriosa
Beatriz. Por ende, antes de entregarle el susodicho soneto, compuse
dos estrofas de una canción, la primera verdaderamente para él y
la segunda para mí, si bien quien no las examine sutilmente las
juzgará referentes a una misma persona; mas quien las examine
sutilmente verá que hablan personas distintas, por cuanto una no la
llama señora suya a Beatriz, y la otra, sí, como paladinamente
aparece. Tanto esta canción como el soneto susomentado se los
entregué, diciéndole que sólo para él los había compuesto. La
canción empieza: «Cada vez que me acude el pensamiento.» Consta de
dos partes. En una, es decir, en la primera estrofa, se lamenta el
amigo mío y allegado de ella; en la segunda me lamento yo. Es en la
estrofa que empieza: «Y tiene el suspirar.» Se ve, pues, que en
esta canción laméntanse dos personas, una como hermano y otra como
siervo.
Cada
vez que me acude el pensamiento
de
la dama hechicera,
de
la mujer por quien mi pecho siente,
pone
en mi corazón triste contento
la
dolorida mente
y
exclamo: “¿Aun, alma mía, no te ausentas?
Las
torturas sin par que experimentas.
“en
este mundo, ya tan fastidioso,
me
ponen pensativo en miedo inerte.”
Y
por eso a la muerte,
llamo
como un dulcísimo reposo
y
le digo que venga, tan sincero,
que
siento envidia porque yo no muero.
Y tiene el suspirar de mis
desvelos
un tono quejumbroso
que
a la muerte se aclama con porfía,
pues ella fue el confín de
mis anhelos
cuando la dama mía
víctima
fue de golpe abominoso.
Porque
su ser, amable por lo hermoso,
desde que abandonó nuestra
presencia,
con belleza tan alta se confunde
que en los cielos
difunde,
luz
de amor que todo ángel reverencia.
Y su mentalidad, por sutil,
brilla
de tal modo que causa maravilla.
XXXIV.
El
primer aniversario del día en que mi amada adquirió ciudadanía de
vida eterna hallábame yo sentado mientras, recordándola, dibujaba
un ángulo sobre unas tablillas. Al volver los ojos, vi cerca de mí
a caballeros que me cumplía atender. Contemplaban lo que yo hacía
y-según se me dijo después- ya estaban allí algún tiempo antes de
que yo me percatase. Al verlos, me levanté y, saludándolos, dije:
«Otra persona pensaba tener ahora por testigo.» Cuando se alejaron
torné a mi tarea, a dibujar figuras de ángel. Y estando en ello
vínome a las mientes escribir en conmemoración del aniversario, y
dirigiéndome a quienes se me habían acercado. Entonces compuse el
soneto que empieza: «Por ventura acudió a la mente mía.» Tiene
dos principios y lo dividiré con arreglo a cada uno de ellos.
Con
arreglo al primero, el soneto consta de tres partes. En la primera
digo que aquella mujer estaba ya en mi memoria; en la segunda, lo que
Amor me hacía; en la tercera, los efectos de Amor. La segunda
empieza en «Amor, que en mi memoria»; la tercera, en «Llorando,
sí». Esta parte se divide en dos: en la primera digo que todos mis
suspiros salían hablando; en la segunda, cómo algunos hablaban de
manera distinta a los otros. La segunda parte empieza en «Y el
suspiro más fuerte». De la misma guisa se divide el soneto con
arreglo al otro principio, salvo que en la primera parte digo cuándo
aquella mujer se presentó en mi mente, cosa que no refiero en el
otro.
PRIMER
COMIENZO.
Por
ventura acudió a la mente mía
la
señora gentil a quien pusiera
por
sus méritos Dios en la alta esfera
de la humanidad, do está
siempre María.
SEGUNDO
COMIENZO.
Por
ventura acudió a la mente mía
la
que llora el Amor, dama radiosa
cuando
por su virtud, tan poderosa,
llegasteis,
para ver lo que yo hacía.
Amor,
que en mi memoria la veía,
despertóse
en el alma, do reposa,
a
suspiros mandó voz imperiosa
y
brotaron con gran melancolía.
Llorando,
sí, salían de mi pecho
con
voz que determina la presencia
de
lágrima fatal en cara triste.
Y
el suspiro más fuerte y más deshecho
exclamaba:
“Oh sublime inteligencia;
al
Cielo, hoy hace un año, que subiste.”
XXXV.
Algún
tiempo después, hallándome dedicado a recordar pasados tiempos,
estaba preocupado y con tan dolorosos pensamientos, que me daban
aspecto de terrible decaimiento. Dándome cuenta de mi estado,
levanté los ojos por ver si alguien me miraba. Y entonces vi a
gentil mujer, joven y sobre manera hermosa, que desde un ventanal
mirábame tan compasivamente, al parecer, que diríase reunida en
ella toda compasión. Y como cuando los afligidos ven que se
compadecen de ellos, más presto dan en el llanto, cual si tuvieran
compasión de sí mismos, noté que se iniciaba en mis ojos prurito
de lágrimas, por lo cual, temiendo descubrir las miserias de mi
vida, apartéme de la vista de aquella hermosa. «Es imposible- decía
en mi fuero interno- que en dama tan compasiva no exista un
nobilísimo amor.» Entonces decidí escribir un soneto en que me
dirigiese a ella y comprendiera cuanto he referido en este discurso.
Y como por ello mismo resultará harto evidente, no lo dividiré. El
soneto empieza en «Vieron mis ojos toda la clemencia».
Vieron
mis ojos toda la clemencia
que
clara apareció en vuestra figura
al
percibir los actos y postura
que
me inspira el dolor con gran frecuencia.
Noté
que sabe vuestra inteligencia
la condición de mi existencia
oscura,
tanto, que el corazón se me tortura
por
mostrar, con el llanto, mi indigencia.
Por
ende, me aparté de vuestros ojos
sabiendo que los lloros y
sonrojos
saldrían de mi pecho emocionado.
Y dije para mí en
pecho doliente:
“También anida en dama tan clemente
el
amor que me puso en tal estado.”
XXXVI.
Aconteció
después que, dondequiera me viese esta mujer, tornábase su
semblante compasivo y palidecía como amorosamente, por lo cual a
menudo recordábame a mi nobilísima amada, que con semejante palidez
se me mostraba. Y en verdad digo que muchas veces, no pudiendo llorar
ni desahogar mi tristeza, procuraba ver a tan compasiva señora, la
cual diríase que con su presencia hacía brotar lágrimas de mis
ojos. Por ello ganáronme deseos de escribir algunos versos dirigidos
a ella. Y entonces compuse este soneto, que empieza. «Color de amor
y de piedad talante.» No el menester dividirlo, por cuanto resulta
claro con lo antedicho.
Color
de amor y de piedad talante,
nunca tornó tan admirablemente
un
rostro de mujer por mí frecuente
llanto de devoción, mirar
amante,
como vos los tomáis, señora, ante
la gravedad de mi
decir doliente,
tanto, que al veros túrbase mi mente
y el
corazón sospecho que no aguante.
Y están mis pobres ojos con
recelo
de veros mucho y por diversos modos
por ansias de
llorar que en ellos moran.
Pero, aunque tanto fomentéis su
anhelo
que por las ansias se consumen todos,
es- llorar ante
vos- cosa que ignoran.
XXXVII.
Tanto
me deleitaba ver a tal señora, que mis ojos comenzaron a deleitarse
en demasía al verla, por lo cual acusábame frecuentemente yo mismo
y teníame por vil. En ocasiones abominaba de la vanidad de mis ojos
y decíales en mis pensamientos: «Antes solíais provocar el llanto
de quien veía vuestra dolorosa condición, y ahora diríase que
pretendéis olvidarlo por esta mujer que os mira. Os mira, pero
solamente por la pena que le produce la bienaventurada mujer a quien
llorar solíais. Mas haced cuanto queráis, malditos ojos, ya que os
recordaré con tanta frecuencia, que nunca, sino tras la muerte,
cesarán vuestras lágrimas.» Y en cuanto hube reprendido entre mí
y en tales términos a mis ojos, me asaltaron grandes y angustiosos
suspiros. Y a fin de que la pugna desarrollada en mí fuera conocida
por alguien más que por el desventurado que la sufría, decidí
escribir un soneto en que describiese mi horrenda situación. Y
compuse el soneto que empieza: «Lágrimas muy amargas derramando.»
Consta de dos partes. En la primera hablo a mis ojos como hablaba mi
corazón en mí mismo; en la segunda aclaro alguna duda, manifestando
quién es el que así habla. Y empieza esta parte en «Dice mi
corazón». Cabría hacer más divisiones, pero serían inútiles,
una vez expuesta claramente la materia.
“Lágrimas
muy amargas derramando,
estuvisteis por tiempos, ojos míos.
Y
la gente sentía escalofríos
de
lástima que fuisteis observando.
“Más
creo que lo iríais olvidando
si
fuera yo inclinado a desvaríos
y
no obstaculizara los desvíos
a
la que hízoos llamar rememorando.
“Pero me hacen temer la
petulancia
y la vanidad vuestra por la instancia
de un rostro
de mujer que ahora os mira
“Recordad, mientras muerta no os
apunta.
a
la señora vuestra, ya difunta.”
Dice
mi corazón. Luego, suspira.
XXXVIII.
La
presencia de aquella dama poníame de tal guisa, que muchas veces
pensaba en ella como en persona que harto me placía. «Es- llegaba a
pensar- una gentil señora, bella, joven y discreta, que tal vez Amor
me ha dado a conocer para consolar mi existencia.» Y a menudo
pensaba aún más amorosamente, hasta el punto de que el corazón
aceptaba tal argumento. Pero luego de la aceptación, pensaba yo lo
contrario, como por la razón inducido, y decíame: «¿Qué
pensamiento es éste, Dios mío, que de tan ruin manera quiere
consolarme y no me deja lugar a pensar otra cosa?» Pero seguidamente
surgía otro pensamiento para decirme: «Ya que te hallas tan
atribulado, ¿por qué no quieres sustraerte a tal amargura? Bien
advertirás que un hálito de Amor pone ante ti deseos amorosos,
procedentes de tan noble origen como los ojos de la dama que tan
compasiva se ha mostrado.» Yo, que albergaba una pugna vivaz en mí
mismo, quería seguir hablando de ello; pero como en la lid de los
pensamientos venían los que abogaban por ella, a ella creí
conveniente dirigirme. Y compuse el soneto que empieza: «Un noble
pensamiento que os presenta.» Y digo «noble», por cuanto a noble
dama se refería, ya que por lo demás era un pensamiento muy vil.
En
dicho soneto hago dos partes en mí, con arreglo a la división de
mis pensamientos. A una parte llamo «corazón», o sea el deseo, y a
la otra, «alma», o sea la razón. Y refiero cómo hablan entre sí.
Que es propio llamar corazón al deseo y alma a la razón, resultará
evidente para quien me place que me entienda. Bien, es verdad que en
el soneto anterior tomo el partido del corazón contra el de los
ojos, lo cual parece contrario a lo que digo en el inmediato
siguiente; no obstante, también allí tomé el corazón por el
deseo, pues que mayor anhelo tenía yo de recordar a mi gentilísima
amada que de ver a ésta, si bien tenía de ello cierta apetencia,
ligera al parecer, con lo cual se demuestra que lo allí dicho no se
opone a lo que aquí se dirá.
Este
soneto consta de tres partes. En la primera comienza diciendo a esta
señora cómo mi deseo se dirige hacia ella; en la segunda refiero
cómo el alma, o sea la razón, habla con el corazón, o sea el
deseo; en la tercera incluyo la respuesta. La segunda parte empieza
en «¿Quién es?»; la tercera, en «Y el corazón».
Un
noble pensamiento que os presenta
viene a morar conmigo tan
frecuente
y razona de amor tan dulcemente,
que hace que el
corazón en él consienta.
“¿Quién
es -demanda el alma- este que intenta
mitigar
el dolor de nuestra mente
y el influjo del cual es tan potente
que cualquier otra idea nos ahuyenta?”
Y el corazón: “¡Ay
alma cavilosa!
Es
un novel espíritu amoroso
que
ante mí ha desplegado sus delirios.
“Su
vida, en lo que tenga de valiosa,
dimana
del espíritu piadoso
que
turbábase al ver nuestros martirios.”
XXXIX.
Un
día (a la hora de nona, aproximadamente) alzóse en mí, contra este
adversario de la razón, un pen samiento pertinaz. Creí ver a la
bienaventurada Beatriz con las bermejas vestiduras con que primero se
mostró a mis ojos y tan juvenil como cuando por vez primera la vi.
Entonces comencé a pensar en ella. Y según iba recordándola por el
orden del tiempo que pasó, mi corazón em pezaba a arrepentirse
profundamente por el deseo de que cobardemente habíase dejado ganar
algunos días, a pesar de la constante razón. Una vez ahuyentado tan
maligno deseo, todos mis pensamientos se dirigieron a la gentilísima
Beatriz. A partir de entonces pensaba en ella tan avergonzado, que lo
denotaba con suspiros: suspiros que al salir decían lo que el
corazón decía, o sea el nombre de mi nobilísima dama y cómo
partió de este mundo. Con frecuencia pensaba tan dolorido, que
olvidábame hasta del sitio donde me encontraba. Con este
recrudecimiento de suspiros renovóse el amortiguado llanto, de
manera que mis ojos parecía que solamente desearan llorar, y sucedía
a menudo que, por el llanto continuo, se ponía en torno a los ojos
ese purpurino color que suele asomar cuando se recibe alguna tortura.
Tuvieron, pues, justo castigo a su ligereza, de modo que en adelante
no mirarían a nadie que los pudiese mirar en forma que los redujera
a tal situación. Y yo, con el propósito de que el deseo maligno y
la vana tentación aparecieran aniquilados sin que los anteriores
versos pudieran inducir a dudas, decidí escribir un soneto en el que
compendiara lo dicho. Y compuse entonces el soneto que empieza:
«Tanto, ¡ay de mí!, el espíritu suspira.» (Dije «¡ay de mí!»
porque me avergonzaba de la ligereza de mis ojos.) No divido este
soneto, porque su sentido tiene sobrada claridad.
Tanto,
¡ay de mí!, el espíritu suspira
-pensando en ella, nacen los
enojos-,
que ya no pueden mis vencidos ojos
devolver la mirada
a quien los mira.
Parecen
hechos para un par de antojos
llorar y revolverse en una pira.
Y
Amor, viendo sus penas, no retira
corona del martirio con
abrojos.
Los
tales sentimientos suspirados
dan
en el corazón una soflama
que
el mismo Amor, con efusión, la advierte.
Y
es que llevan en sí los desdichados
el
nombre prodigioso de mi dama
y
acentos relativos a su muerte.
XL.
Después
de esa tribulación, en esos días en que la multitud acude a ver la
bendita imagen que Jesucristo nos dejó para recuerdo de su
hermosísima faz, la cual contempla mi amada en la gloria, aconteció
que algunos peregrinos pasaron por la calle mayor de la ciudad donde
nació, vivió y murió aquella gentilísima mujer. Y estos
peregrinos, a lo que me pareció, andaban meditabun dos, por lo que
yo, pensando en ellos, me dije: «Los tales peregrinos se me antojan
de lueñes tierras y no creo que hayan oído hablar de aquella mujer
ni sepan algo de ella; antes al contrario, pensarán en algo
distinto, quizá en sus amigos ausentes, que nosotros no conocemos.»
Luego seguí diciéndome: «Si los tales peregrinos fueran de cercano
país, mostraríase la turbación en sus semblantes al atravesar la
dolorida ciudad.» Y proseguía yo diciéndome: «De poderlos retener
un tanto, haría que llorasen antes que salieran de esta ciudad, pues
les diría palabras que arrancarían lágrimas en quienquiera que las
oyese.»
En
cuanto hube perdido de vista a los peregrinos decidí escribir un
soneto en que manifestara lo que había dicho en mi fuero interno. Y
para que pareciese más lastimero, me propuse escribirlo cual si a
ella me dirigiese. Así, pues, compuse el soneto que empieza: «¡Oh
peregrinos de faz cavilosa!» Escribí peregrinos en la amplia
acepción del vocablo, que puede tomarse en dos sentidos: amplio y
estrecho. En el amplio sentido, es peregrino quien se halla fuera de
su patria; en el estrecho, sólo se llama peregrinos a quienes van a
Santiago o de allí vuelven. A más, es de advertir que de tres modos
se llama propiamente a quienes caminan para servir al Altísimo.
Llámase «palmeros» a quienes van a Oriente, pues suelen traer
muchas palmas de allí; «peregrinos» a los que van al templo de Galicia, pues la sepultura de Santiago está más lejos de su patria
que la de cualquier otro apóstol, y «romeros» a los que van a
Roma, que era adonde se dirigían mis peregrinos. No divido este
soneto porque harto manifiesto es su sentido.
¡Oh
peregrinos de faz cavilosa
quizá
por algo que no está presente!
¿Venís
acaso, como se presiente,
de
alguna tierra luenga y fabulosa,
ya
que no vais con cara lacrimosa
atravesando
la ciudad doliente
cual
un enjambre ajeno, por nesciente,
a
la fatal desgracia que la acosa?
Si
queréis conocerla, deteneos.
El
corazón me dice con suspiros
que
no proseguiréis sin afligiros.
La
ciudad sin Beatriz hase quedado,
y hablando de mi amada es
obligado
que de llorar os nazcan los deseos.
XLI.
Dos
nobles señoras me mandaron a decir, en ruego, que les enviara estos
versos; pero yo, atento a su nobleza, acordé enviárselos con más
algunos versos nuevos que haría y que les enviaba con los otros para
corresponder más dignamente a sus atenciones. Y entonces escribí un
soneto refiriendo mi estado y se lo envié acompañado del soneto
anterior y de otro que empieza: «Venid a oír.»
El
soneto que a la sazón compuse empieza: «Sobre la esfera que más
alta gira.» Consta de cinco partes. En la primera digo adónde va mi
pensamiento, dándole el nombre de alguno de sus efectos. En la
segunda digo por qué asciende, es decir, qué le impele. En la
tercera digo lo que ve, o sea una mujer a quien se honra en las
alturas, y le llamo «peregrino espíritu» porque espiritualmente va
allí y reside allí cual peregrino fuera de su patria. En la cuarta
digo cómo la ve que es de tal modo, que no la puedo entender;
pudiera decirse que mi pensamiento penetra en la ciudad de ella a tal
punto que mi inteligencia no lo puede comprender, pues nuestra
inteligencia se halla en relación a las almas bienaventuradas así
como nuestros débiles ojos ante él sol, según dice el filósofo en
el segundo libro de la Metafísica. Y en la quinta digo que, aun
cuando no pueda comprender hasta dónde me remonta el pensamiento, o
sea lo admirable de la condición de mi ama da, al menos comprendo
que semejante pensamiento se refiere a ella, porque noto
frecuentemente su nombre en mi pensamiento. Al fin de esta quinta
parte escribo «amigas» para dar a entender que me dirijo a mujeres.
La segunda parte empieza en «Pero una vez allí»; la tercera, en «Y
al llegar al lugar»; la cuarta, en «Y la ve tal», y la quinta, en
«Más sé que». Cabría dividirlo más minuciosamente y hacerlo más
útilmente comprensible; pero puede bastar esta división, por lo que
no me entretengo en subdivisiones.
Sobre
la esfera que más alta gira
llega el suspiro que mi pecho lanza.
Pero una vez allí, de nuevo avanza
por más potencia que el
Amor inspira.
Y al llegar al lugar de donde aspira
ve a una
dama ceñida de al abanza
y,
por el vivo resplandor que alcanza,
el
peregrino espíritu la mira.
Y
la ve tal que no le entiendo cuando
háblame de ella -rara y
sutilmente-
obedeciendo al corazón abierto.
Mas
sé que de mi dama me está hablando,
pues recuerda a Beatriz
frecuentemente,
lo cual, amigas, tengo por muy cierto.
XLII.
Terminado
este soneto, me sobrevino una extraña visión en que contemplé
cosas tales que me determinaron a no hablar de aquella alma
bienaventurada hasta tanto que pudiera hablar de ella más
dignamente. Para lograrlo estudio cuanto puedo, como a ella le
consta. Así es que, si el Sumo Hacedor quiere que mi vida dure
algunos años, espero decir de ella lo que jamás se ha dicho de
ninguna. Después ¡quiera el Señor de toda bondad que mi alma pueda
ir a contemplar la gloria de mi amada, de la bienaventurada Beatriz,
que gloriosamente admira la faz de Aquel qui est per omnia saecula
benedictus!