CANTO XVIII
Se recreaba ya en sus reflexiones
aquel beato espejo, y yo en las mías,
temperando lo amargo con lo dulce;
y la mujer que a Dios me conducía
dijo: «Cambia de idea; porque estoy
cerca de aquel que lo injusto repara.»
Yo entonces me volví al son amoroso
de mi consuelo; y no he de referiros
el mucho amor que vi en sus santos ojos:
no sólo es que no fíe en mis palabras,
sino que la memoria no repite,
sin una gracia, lo que la supera.
Sólo puedo decir de aquel instante,
que, volviendo a mirarla, estuvo libre
mi afecto de cualquier otro deseo,
mientras el gozo eterno, que directo
irradiaba en Beatriz, desde sus ojos
con su segundo aspecto me alegraba.
Vencido con la luz de su sonrisa,
ella me dijo: «Vuélvete y escucha;
no está en mis ojos sólo el Paraíso.»
Como se ve en la tierra algunas veces
el afecto en la vista, si es tan grande,
que por él todo el alma es poseída,
así en el flamear del fulgor santo
al que yo me volví, supe el deseo
que tenía aún de hablarme un poco más,
y él comenzó: «En este quinto grado
del árbol de la cima, que da fruta
siempre y que nunca pierde su follaje,
hay almas santas, que en la tierra, antes
que vinieran al cielo, tan famosas
fueron que harían rica a cualquier musa.
Contempla pues los brazos de la cruz:
los que te nombraré aparecerán
como el rayo veloz hace en la nube.»
Por la cruz vi un fulgor que se movía
al nombre de Josué, nada más dicho;
no sé si fue primero el ver que el nombre.
Y al nombre de aquel grande Macabeo
vi que otro se movía dando vueltas,
y era cuerda del trompo la alegría.
Así con Carlo Magno y con Oriando
siguió dos luces mi mirar atento
como a su halcón volando sigue el ojo.
Después vi a Rinoardo y a Guillermo
y al duque Godofredo con la vista
por esa cruz, y a Roberto Guiscardo.
Yendo a mezclarse luego con los otros,
me mostró el alma que me había hablado
qué clase de cantor era en el cielo.
Me volví entonces hacia la derecha
para ver si Beatriz, o por su gesto
o sus palabras, mi deber mostraba.
Y contemplé sus luces tan serenas,
tan gozosas, que a los demás vencía
su semblante y al último que tuvo.
Y como por sentir mayor deleite
obrando bien, el hombre día a día
se da cuenta que aumenta su virtud,
así yo me di cuenta que girando
junto al cielo mi círculo crecía,
viendo aún más luminoso aquel milagro.
Y como se transmuta en poco rato
en blanca la mujer, cuando su rostro
de la vergüenza el peso se descarga,
tal fue en mis ojos, cuando me volví,
por su blancura la templada estrella
sexta, que en ella habíame acogido.
Yo vi en aquella jovial antorcha
el destellar del amor que allí estaba
signando el alfabeto ante nosotros.
Y cual aves que se alzan de la orilla,
casi alabando ya el haber comido,
hacen bandadas largas o redondas,
así en las luces las santas criaturas
al revolotear iban cantando,
haciéndose una D, una I, una L.
Al compás de su canto se movían;
y al formar luego uno de aquellos signos,
callaban deteniéndose un momento.
¡Oh pegasea diosa, que a los sabios
los haces gloriosos y longevos,
y ellos contigo a reinos y a ciudades,
ilústreme tu ayuda, y haz que muestre
tal como aparecieron sus figuras:
y en breves versos tu poder demuestra!
Se me mostraron cinco veces siete
unas vocales y otras consonantes;
y en cuanto se formaban las leía.
«DILIGITE IUSTITIAM», verbo y nombre
fueron los que primero se formaron;
«QUI IUDICATIS TERRAM», las postreras.
Luego en la eme del vocablo quinto
ordenadas quedaron; y tal plata
bañada en oro Júpiter lucía.
Y vi otras luces que a la parte alta
bajaban de la eme, y se quedaban
cantando, creo, el bien que las traía.
Luego, como al chocar de los tizones
ardientes, surgen chispas a millares,
donde los necios suelen ver augurios,
pareció que de allí surgían miles
de luces que subían, mucho o poco,
tal como el sol que las prendió dispuso;
y en su lugar ya quietas cada una,
vi de un águila el cuello y la cabeza
representada en el fulgor distinto.
Quien pinta allí no tiene quien le guíe,
sino que guía, y de aquél se origina
la virtud que a los nidos da su forma.
Las otras beatitudes, que dichosas
de enliliarse en la ema parecieron,
moviéndose siguieron la figura.
¡Oh dulce estrella, cuáles, cuántas gemas
me demostraron que nuestra justicia
es efecto del cielo que tú enjoyas!
Y yo pido a la mente en que comienza
tu virtud y tu obrar, que vuelva a ver
de dónde sale el humo que te nubla;
tal que se encolerice nuevamente
del comprar y el vender dentro del templo
murado con milagros y martirios.
¡O milicia de cielo que ahora miro,
ruega por los que se hallan en la tierra
detrás del mal ejemplo desviados!
Antes se hacía con armas la guerra;
y ahora se hace quitando a unos y a otros
el pan que a nadie niega el santo Padre.
Pero tú que borrando sólo escribes,
piensa que aún viven Pedro y Pablo, muertos
por la viña que ahora tú devastas.
Puedes decir: «Tan fijo está mi amor
en quien quiso vivir en el desierto
y fue martirizado por un baile,
que al Pescador y a Pablo desconozco.»