CANTO XXVII
Igual que vibran los primeros rayos
donde esparció la sangre su Creador,
cayendo el Ebro bajo la alta Libra,
y a nona se caldea el agua al Ganges,
el sol estaba; y se marchaba el día,
cuando el ángel de Dios alegre vino.
Fuera del fuego sobre el borde estaba
y cantaba: «¡Beati mundi cordi!»
con voz mucho más viva que la nuestra.
Luego: «Más no se avanza, si no muerde
almas santas, el fuego: entrad en él
y escuchad bien el canto de ese lado.»
Nos dijo así cuanto estuvimos cerca;
por lo que yo me puse, al escucharle,
igual que aquel que meten en la fosa.
Por protegerme alcé las manos juntas
en vivo imaginando, al ver el fuego,
humanos cuerpos que quemar he visto.
Hacia mí se volvió mi buena escolta;
y Virgilio me dijo entonces: «Hijo,
puede aquí haber tormento, mas no muerte.
¡Acuérdate, acuérdate! Y si yo
sobre Gerión a salvo te conduje,
¿ahora qué haría ya de Dios más cerca?
Cree ciertamente que si en lo profundo
de esta llama aun mil años estuvieras,
no te podría ni quitar un pelo.
Y si tal vez creyeras que te engaño
vete hacia ella, vete a hacer la prueba,
con tus manos al borde del vestido.
Dejón, depón ahora cualquier miedo;
vuélvete y ven aquí. seguro entra.»
Y en contra yo de mi conciencia, inmóvil.
Al ver que estaba inmóvil y reacio,
dijo un poco turbado: «Mira, hijo:
entre Beatriz y tú se alza este muro.»
Corno al nombre de Tisbe abrió los ojos
Píramo, y antes de morir la vio,
cuando el moral se convirtió en bermejo;
así, mi obstinación más ablandada,
me volví al sabio guía oyendo el nombre
que en nú memoria siempre se renueva.
Y él movió la cabeza, y dijo: «¡Cómo!
¿quieres quedarte aquí?»; y me sonreía,
como a un niño a quien vence una manzana.
Luego delante de mí entró en el fuego,
pidiendo a Estacio que tras mi viniese,
que en el largo camino estuvo en medio.
En el vidrio fundido, al estar dentro,
me hubiera echado para refrescarme,
pues tanto era el ardor desmesurado.
Y por reconfortarme el dulce padre,
me hablaba de Beatriz mientras andaba:
«Ya me parece que sus ojos veo.»
Nos guiaba una voz que al otro lado
cantaba y, atendiendo sólo a ella,
llegamos fuera, adonde se subía.
'¡ Venite, benedictis patris mei!'
se escuchó dentro de una luz que había,
que me venció y que no pude mirarla.
«El sol se va siguió y la tarde viene;
no os detengáis, acelerad el paso,
mientras que el occidente no se adumbre.»
Iba recto el camino entre la roca
hacia donde los rayos yo cortaba
delante, pues el Sol ya estaba bajo.
Y poco trecho habíamos subido
cuando ponerse el sol, al extinguirse
mi sombra, por detrás los tres sentimos.
Y antes que en todas sus inmensas partes
tomara el horizonte un mismo aspecto,
y adquiriese la noche su dominio,
de un escalón cada uno hizo su lecho;
que la natura del monte impedía
el poder subir más y nuestro anhelo.
Como quedan rumiando mansamente
esas cabras, indómitas y hambrientas
antes de haber pastado, en sus picachos,
tácitas en la sombra, el sol hirviendo,
guardadas del pastor que en el cayado
se apoya y es de aquellas el vigía;
y como el rabadán se alberga al raso,
y pemocta junto al rebaño quieto,
guardando que las fieras no lo ataquen;
así los tres estábamos entonces,
yo como cabra y ellos cual pastores,
aquí y allí guardados de alta gruta.
Poco podía ver de lo de afuera;
mas, de lo poco, las estrellas vi
mayores y más claras que acostumbran.
De este modo rumiando y contemplándolas,
me tomó el sueño; el sueño que a menudo,
antes que el hecho, sabe su noticia.
A la hora, creo, que desde el oriente
irradiaba en el monte Citerea,
en el fuego de amor siempre encendida,
joven y hermosa aparecióme en sueños
una mujer que andaba por el campo
que recogía flores; y cantaba:
«Sepan los que preguntan por mi nombre
que soy Lía, y que voy moviendo en torno
las manos para hacerme una guirnalda.
Por gustarme al espejo me engalano;
Mas mi hermana Raquel nunca se aleja
del suyo, y todo el día está sentada.
Ella de ver sus bellos ojos goza
como yo de adornarme con las manos;
a ella el mirar, a mí el hacer complace.»
Y ya en el esplendor de la alborada,
que es tanto más preciado al peregrino,
cuando al regreso duerme menos lejos,
huían las tinieblas, y con ellas
mi sueño; por lo cual me levanté,
viendo ya a los maestros levantados.
«El dulce fruto que por tantas ramas
buscando va el afán de los mortales,
hoy logrará saciar toda tu hambre.»
Volviéndose hacia mí Virgilio, estas
palabras dijo; y nunca hubo regalo
que me diera un placer igual a éste.
Tantas ansias vinieron sobre el ansia
de estar arriba ya, que a cada paso
plumas para volar crecer sentía.
Cuando debajo toda la escalera
quedó, y llegarnos al peldaño sumo,
en mi clavó Virgilio su mirada,
«El fuego temporal, el fuego eterno
has visto hijo; y has llegado a un sitio
en que yo, por mí mismo, ya no entiendo.
Te he conducido con arte y destreza;
tu voluntad ahora es ya tu guía:
fuera estás de camino estrecho o pino.
Mira el sol que en tu frente resplandece;
las hierbas, los arbustos y las flores
que la tierra produce por sí sola.
Hasta que alegres lleguen esos ojos
que llorando me hicieron ir a ti,
puedes sentarte, o puedes ir tras ellas.
No esperes mis palabras, ni consejos
ya; libre, sano y recto es tu albedrío,
y fuera error no obrar lo que él te diga:
y por esto te mitro y te corono.»