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viernes, 2 de octubre de 2020

El Convivio, castellano, tratado tercero

Tratado tercero.

Canción segunda.


Amor, que en la mente me habla

de mi dama con gran deseo,

frecuentemente me trae de ella cosas

que el intelecto acerca de ellas desvaría.

Su hablar suena tan dulcemente,

que el alma que la escucha, y que tal oye

dice: «¡Ay, triste de mí! ¡Que yo no puedo

decir lo que oigo de mi dama!»

Cierto que he de dejar ya por el pronto,

si he de hablar de lo que decir la oigo,

lo que a entender no alcanza mi intelecto,

y de lo que comprende

gran parte, que decirla no sabría.

Mas si mis rimas no tuvieran defecto,

en cuanto a la alabanza que hagan de ella,

cúlpese de ello al débil intelecto,

y al habla nuestra, que no tiene fuerza

para copiar cuanto el amor le dicta.

No ve ese sol, que en torno al mundo gira,

cosa tan gentil, sino en la hora


en que luce en la parte en donde mora

la dama, de quien amor hablar me hace.

Todo intelecto de allá arriba mírala,

y la gente que aquí se enamora

en sus pensamientos la encuentra aún,

cuando amor deja sentir su paz.

Su ser tanto complace a Aquel que se lo dio,

que infunde siempre en ella su virtud,

más allá del dominio de nuestro natural.

Su alma pura, que de Él recibe esta salud,

lo manifiesta en cuanto conmigo lleva,

que sus bellezas cosas vistas son.

Y los ojos de los que están donde ella luce,

mensajeros envían al corazón lleno de deseos,

que toman aire y se truecan en suspiros.

A ella desciende la virtud divina,

cual sucede en el ángel que la ve;

y si hay una dama gentil que no lo crea,

vaya con ella y contemple sus actos.

Allí donde ella habla, desciende

un espíritu del cielo, portador de fe.

Como el alto valor que ella posee,

está más allá de lo que a nosotros cumple.

Los actos suaves que ella muestra a los demás,

van llamando al amor, en competencia,

en aquella voz que lo hace oír.

De ella decir se puede:

Noble es cuanto en la dama se descubre,

y hermoso cuanto a ella se asemeja;

y puédese decir que su semblante ayuda

a consentir en lo que parece maravilla;

por donde nuestra fe recibe apoyo.

Por eso fue así ordenada por siempre.

Cosas se advierten en su continente

que muestran placeres del paraíso;

quiero decir en los ojos y en su dulce risa,

en donde Amor tiene su lugar propio.

Deslumbran nuestro intelecto,

como el rayo del sol a un rostro frágil;

y, pues no las puedo mirar fijamente,

heme de contentar con decir poco.

Su belleza llueve resplandores de fuego,

animados de espíritu gentil,

creador de todo buen pensamiento;

y rompen como un trueno

los vicios innatos que a los demás hacen viles.

Por eso la dama que vea su belleza

en entredicho, porque no parece humilde y quieta,

mire a la que es ejemplo de humildad.

Éste que humilla a todo ser perverso,

fue por Aquél pensada que creó el Universo.

Canción, parece que hablas al contrario

de cuanto dice una hermana que tienes;

pues que esta dama que tan humilde muestras,

ella la llama fiera y desdeñosa.

Sabes que el cielo siempre es luciente y claro,

y cuán no se enturbia en sí jamás;

mas nuestros ojos asaz

llaman a la estrella tenebrosa;

así cuando ella la llama orgullosa

no la considera conforme a verdad;

mas según lo que ella creía.

Porque el alma tenía,

y aún teme tanto, que paréceme fiero

todo cuanto veo allí donde ella me oiga.

Excúsate así, si lo has menester,

y cuando puedas, a ella te presenta,

y dile: «Mi señora, si os es grato,

yo por doquier tengo de hablar de vos».

I.

Como en el Tratado precedente se refiere, mi segundo amor tuvo comienzo en el semblante misericordioso de una dama. El cual amor, luego, encontrando mi vida dispuesta para su ardimiento, a guisa de fuego, se encendió de pequeña en grande llama; de tal modo que no solamente velando, sino durmiendo, dábame su luz en la cabeza. Y no se podría decir ni entender cuán grande era el deseo que de verla me daba amor. Y no solamente estaba así tan deseoso de ella, sino de todas las personas que tuviesen con ella alguna proximidad, ya de familia, ya de algún parentesco. ¡Oh, cuántas noches hubo en que cerrados ya los ojos de las demás personas descansaban durmiendo, y los míos miraban fijamente en el habitáculo de mi amor! Y del mismo modo que el multiplicado incendio quiere mostrarse al exterior (porque estar oculto es imposible), me entraron ganas de hablar de amor, el cual no podía existir en modo alguno. Y aunque podía tener poco dominio de mi consejo, sin embargo, tanto por voluntad de amor o por mi solicitud me acerqué a él varias veces, que deliberé y vi que, hablando de amor, no había discurso más hermoso y de más provecho que aquel en que se encomiaba la persona a que se amaba.

Y para esta deliberación me serví de tres razones, una de las cuales fue el propio amor de sí mismo, el cual es principio de todos los demás; del mismo modo que ve cada cual que no hay modo más lícito ni cortés de hacerse honor a sí mismo que honrar al amigo.

Porque dado que no pueda haber amistad entre desiguales, donde quiera que se ve amistad se supone igualdad, y donde quiera que se entiende amistad, son comunes la alabanza y el vituperio. Y de esta razón, dos grandes enseñanzas se pueden deducir: es la una el no querer que ningún vicioso se muestre amigo, porque con ello se cobra opinión nada buena de aquel que se hace amigo; la otra es que nadie debe censurar a su amigo públicamente, porque a sí mismo se da con un dedo en el ojo, si bien se mira la razón antedicha.

La segunda razón fue el deseo de la duración de esta amistad. Por lo cual, se ha de saber que, como dice el filósofo en el noveno de la Ética, en la amistad de las personas de condición desigual ha de haber, para conservar aquélla, una proporción tal entre ellas, que casi reduzca la desigualdad, como entre el señor y el siervo. Porque aunque el siervo no puede devolver igual beneficio, al señor cuando es favorecido por éste, debe sin embargo devolvérselo cuanto mejor pueda con tanta solicitud y franqueza, que lo que es igual per se, se haga igual por la demostración de buena voluntad en que la amistad se manifiesta, afirma y conserva. Por lo cual yo, considerándome más pequeño que esta dama y viéndome favorecido por ella, me esfuerzo en encomiarla según mi facultad, la cual, si no es igual de por sí, al menos la pronta voluntad demuestra que si más pudiese más haría, y así se hace igual a la de esta dama gentil.

La tercera razón fue un argumento de previsión, porque, como dice Boecio: «No basta con mirar solamente aquello que está ante los ojos, es decir, el presente; y por eso nos es dada la previsión, que mira más allá de aquello a lo que puede suceder». Digo que pensé que muchos a mis espaldas acusaríanme quizás de liviandad de ánimo, oyendo que había trocado mi primer amor. Por lo cual, para disculparme de este reproche, no había ningún argumento mejor que decir cómo era la dama que me había cambiado. Porque por su excelencia manifiesta se puede considerar su virtud; y por la comprensión de su grandísima virtud se puede pensar que toda estabilidad de ánimo es mudable por ella; y así no me juzgarían liviano y nada estable. Me propuse, pues, alabar a esta dama, si no como ella mereciese, al menos en cuanto yo pudiese; y comencé a decir:

Amor, que en la mente me habla.

Esta canción tiene principalmente tres partes. La primera es todo el primer verso, en el cual se habla a manera de proemio. La segunda son los tres versos siguientes, en los cuales se trata de lo que se quiere decir, esto es, la alabanza de la gente; la primera de las cuales comienza: No ve ese sol que en

torno al mundo gira. La tercera parte es el quinto y último verso, en el cual, dirigiendo mis palabras a la canción, la purgo de toda duda. Y de estas tres partes se ha de hablar por orden.

II.

Empezando, pues, por la primera parte, que ordenada fue a modo de proemio de esta canción, digo que es menester dividirla en tres partes. Porque, primero, se apunta la inefable condición de este tema; segundo, se refiere mi insuficiencia. para tratarlo con perfección; y comienza esta segunda parte en: Cierto que he de dejar ya por el pronto. Por último, me excuso con insuficiencia, de la cual no se debe atribuirme la culpa; y comienzo esto cuando digo: Mas si mis rimas tuvieran defecto.

Digo pues: Amor, que en la mente me habla, donde principalmente se ha de ver quién es el que así razona y qué lugar es ése en el que digo que habla. Amor, tomándolo en verdad y considerándolo sutilmente, no es sino unión espiritual del alma con la cosa amada, a la cual unión corre el alma por su propia naturaleza pronto o tarde, según esté libre o impedida. Y la razón de tal naturalidad puede ser ésta: toda forma substancial procede de su primera causa, la cual es Dios, conforme está escrito en el libro de las causas; y no reciben diversidad por aquélla, que es simplicísima, sino por las causas secundarias y la materia a que desciende, por lo cual escrito está en el mismo libro, tratando de la infusión de la bondad divina: «y hacen diversas las bondades y dones por el concurso de la cosa que recibe». Por lo cual, dado que todo efecto conserve algo de la naturaleza de su causa, como dice Alpetragio cuando afirma que lo que es causado por cuerpo circular tiene en algún modo esencia circular, toda forma tiene en alguna manera esencia de la naturaleza divina, no porque la naturaleza divina se haya dividido y comunicado a aquéllas, sino que participan de ella, casi del mismo modo que las demás estrellas participan de la naturaleza del sol. Y cuanto más noble es la forma, tanto más tiene de esta naturaleza. Por donde el alma humana, que es la forma más noble de cuantas se han engendrado bajo el cielo, participa más de la naturaleza divina que ninguna otra. Y como es naturalísimo en Dios el querer ser -porque, como se lee en el libro alegado, lo primero es el ser y antes de él no hay nada-, el alma humana quiere ser con todo su deseo. Como su ser depende de Dios, y por Aquél se conserva, naturalmente desea y quiere estar unida a Dios para fortificar su ser. Y como en las bondades de la naturaleza muéstrase la razón divina, acaece que naturalmente el alma humana se une por vía espiritual con aquéllas, tanto más presto y fuertemente, cuanto más perfectas se muestran. El cual aspecto depende de que el conocimiento del alma sea claro o dificultoso. Y esta unión es la que nosotros llamamos amor, por el cual se puede conocer cómo es por dentro el alma, viendo por fuera a quienes ama. Este amor, es decir, la unión de mi alma con la dama gentil, en la cual se me mostraba asaz de la luz divina, es el razonador que digo; pues que de Él nacían continuos pensamientos que contemplaban y examinaban el mérito de la dama que espiritualmente habíase hecho una misma cosa conmigo.

El lugar en que digo que el tal me habla es la mente; mas con decir que es la mente, no se entiende mejor que antes; y por eso hemos de ver lo que esa mente significa propiamente. Digo pues, que el filósofo, en el segundo del Alma, dividiendo sus potencias, dice que el alma tiene principalmente tres potencias, a saber: vivir, sentir y razonar; y dice también mover; mas ésta puede considerarse una con el sentir, porque toda alma que siente con todos los sentidos o con sólo alguno, se mueve; de modo que el mover es una potencia unida al sentir. Y, según dice, es manifiesto que estas potencias están entre sí, de suerte que la una es fundamento de la otra. Y la que es fundamento puede ser dividida por sí; mas la otra que sobre ésta se funda no puede ser dividida por aquélla. Por donde, la potencia vegetativa, por la cual se vive, es fundamento sobre el cual se siente, es decir, se ve, se oye, se gusta, se huele y se toca; y esta potencia vegetativa puede ser alma por sí sola, como vemos en las plantas todas. La sensitiva no puede existir sin aquélla; no se encuentra cosa alguna que sienta, que no viva. Y esta potencia sensitiva es fundamento de la intelectiva, es decir, de la razón; y por eso en las cosas animadas mortales no se encuentra la potencia razonadora sin la sensitiva; mas la sensitiva se encuentra sin ésta, como vemos en las bestias, en los pájaros y en los peces y en todo animal bruto. Ese alma que comprende todas estas potencias es la más perfecta de todas. Y el alma humana, la cual posee la nobleza de la última potencia, es decir, la razón, participa de la divina naturaleza a guisa de inteligencia sempiterna; porque el alma está en aquella soberana potencia tan ennoblecida y desnuda de materia, que la divina luz irradia en ella como en un ángel; y por eso el hombre es llamado por los filósofos divino animal. En esta nobilísima parte del alma hay más virtudes, como dice el filósofo principalmente en el tercero del Alma, donde dice que hay en ella una virtud que se llama científica y una que se llama razonadora o consejera; y con ésta hay ciertas virtudes, como dice Aristóteles en el mismo lugar, como la virtud inventiva y la judicativa. Y todas estas nobilísimas virtudes y las demás que están en aquella excelente potencia, tienen un mismo nombre con este vocablo, del cual se quería saber qué era, a saber, mente. Por lo cual es manifiesto que por mente se entiende esta última y nobilísima parte del alma.

Que tal es su comprensión se ve porque solamente del hombre y de las divinas sustancias es predicado esta mente, como puede verse claramente en Boecio, que primero se la atribuye a los hombres, cuando dice en la Filosofía «Tú y Dios, que a ti en la mente de los hombres te puso»; luego se la atribuye a Dios, cuando dícele a Dios: «Todas las cosas produces del ejemplo supremo, oh, Tú hermosísimo, que en la mente llevas el hermoso mundo». Y nunca fue atribuida a ningún animal bruto, y aun a muchos hombres, que parecen defectuosos en la parte más perfecta, no parece que se deba ni se pueda atribuírseles; y por eso tales son llamados en la Gramática dementes, es decir, sin mente. Por donde ya puede verse lo que es mente, que es aquel fin, y preciosísima parte del alma, que es deidad. Y éste es el lugar donde digo que amor me habla de mi dama.

III.

Digo que este amor hace su obra en mi mente, no sin causa; lo cual es de razón que se diga para dar a entender qué amor es éste, por el lugar en que obra. Porque ha de saberse que cada cosa, como se ha dicho más arriba, por la razón mostrada, tiene su amor especial, como los cuerpos simples tienen amor naturalizado en sí a su lugar propio; y por eso la tierra siempre desciende al centro; el fuego a la circunferencia sobre el cielo de la luna, y por eso siempre sube a él.

Los cuerpos compuestos primero, como son los minerales, tienen amor al lugar donde está ordenada su generación, y en él crecen y de él toman vigor y potencia. Por lo cual vemos cómo la calamita recibe siempre virtud de su generación.

Las plantas, que son las primeras animadas, tienen aún cierto lugar más que a otro, manifiestamente según requiere su complexión; y por eso vemos a ciertas plantas desarrollarse casi siempre a orillas del agua, y a otras en las cimas de las montañas, y a otras al pie de los montes, las cuales, si se las muda, o mueren del todo o viven tristes, como cosas separadas de sus amigos.

Los animales brutos tienen amor más manifiesto aún, no solamente al lugar, sino que los vemos amarse unos a otros.

Los hombres tienen su propio amor a las cosas perfectas y honestas.

Y como el hombre -aunque su forma sea toda ella una sola sustancia-, por su nobleza participa de la naturaleza de todas estas cosas, puede tener todos estos amores, y todos los tiene.

Porque por la naturaleza del cuerpo simple que gobierna la persona, ama naturalmente el andar cuesta abajo; por eso, cuando mueve su cuerpo hacia arriba, se fatiga más.

Por la segunda naturaleza del cuerpo mixto ama el lugar a su generación y aun el tiempo; y por eso cada cual naturalmente es más fuerte de cuerpo en el lugar donde es engendrado y en el tiempo de su generación que en otro. Por lo cual se lee en las historias de Hércules, y en el Ovidio Mayor y en el Lucano y otros poetas, que combatiendo con el gigante llamado Anteo, cada vez que el gigante se cansaba y tumbábase a lo largo en tierra -ya por su voluntad, ya forzado por Hércules-, resurgían en él la fuerza y el vigor de la tierra en que había sido engendrado. Dándose cuenta de lo cual, Hércules le cogió al fin, y abrazándole y levantándole del suelo, tanto tiempo le tuvo sin dejarlo unirse a la tierra, que con facilidad lo venció y mató. Y esta batalla acaeció en África, según los testimonios escritos.

Por la naturaleza tercera, a saber, lo de las plantas, tiene el hombre amor a cierto alimento, no en cuanto es sensible, sino en cuanto es nutritivo, y este tal alimento hace perfectísima la obra de esta naturaleza; y el otro no, sino imperfecta. Y por eso vemos que ciertos alimentos hacen a los hombres robustos, membrudos y colorados muy vivamente, y también lo contrario.

Por la naturaleza cuarta, de los animales, es decir, sensitiva, tiene el hombre otro amor, por el cual ama según la apariencia sensible, como bestia, y este amor tiene en el hombre principalmente oficio de rector, por su suprema operación en el deleite, principalmente del gusto y del tacto.

Por la quinta y última naturaleza, a saber, la verdadera humana, y, por mejor decir, angélica, esto es, racional, tiene el hombre amor a la verdad y a la virtud; y de este amor nace la verdadera y perfecta amistad, originada de la honestidad, de la cual habla el filósofo en el octavo de la Ética, cuando trata de la amistad.

De donde, como quiera que esta naturaleza se llama mente, como más arriba se ha mostrado, dije que amor me hablaba en la mente, para dar a entender que este amor era el que nace en aquella nobilísima naturaleza, es decir, de la verdad y la virtud, para excluir de mí toda falsa opinión, por la cual se sospechase que mi amor fuese tal por deleite sensible. Digo luego con gran deseo para dar a entender su continuidad y su fervor. Y digo que me trae frecuentemente cosas que hacen desvariar al intelecto, y digo verdad; porque mis pensamientos, hablando de ella, muchas veces querían deducir de ella cosas que yo no podía entender, y desvariaba de tal modo, que exteriormente casi parecía alienado, como quien mira con la vista en línea recta, que primero ve las cosas próximas claramente; luego, siguiendo adelante, las ve menos claras; luego, más allá, duda; luego, siguiendo mucho más allá, perdida la vista, nada ve.

Y ésta es una de las inefabilidades de lo que he tomado por tema. Y, por consiguiente, refiero la otra cuando digo: Su hablar, etc. Y digo que mis pensamientos -que son hablar de amor- suenan tan dulcemente, que mi alma, es decir, mi afecto, desea ardientemente poder referirlo con la lengua. Y como no puedo decirlo, digo que el alma se lamenta de ello diciendo ¡Ay, triste de mí!, que yo no puedo.

Y ésta es la otra inefabilidad, a saber, que la lengua no es completamente secuaz de aquello que el intelecto ve. Y digo: El alma que la escucha y que tal siente; escuchar, en cuanto a las palabras, y sentir, en cuanto a la dulzura del sonido.

IV.

Una vez expuestas las dos inefabilidades de esta materia, hemos de proceder a explicar las palabras que declaran mi insuficiencia. Digo, por lo tanto, que mi insuficiencia procede doblemente, como doblemente trasciende la alteza de ésta del modo que se ha dicho.

Porque yo he de dejar por pobreza de intelecto mucho de la verdad que hay en ella y que casi irradia en mi mente, la cual, como cuerpo diáfano, lo recibe y no lo agota. Y digo esto en la partícula que sigue: Cierto que he de dejar ya por el pronto.

Luego, cuando digo: Y de lo que comprende, digo que, no sólo para aquello que el intelecto no aguanta, más aún para aquello que entiendo, no soy suficiente, porque mi lengua no tiene tal facundia que pueda decir lo que mi pensamiento razona. Por lo cual se ha de ver que, a la verdad, poco es lo que diré; ello resulta, si bien se mira, en gran alabanza de la que se habla principalmente. Y esa oración puede decirse muy bien que procede de la fábrica del retórico, la cual atiende en cada parte al principal propósito.

Luego, cuando dice Mas si mis rimas tuviesen defecto, excuso mi culpa, de la cual no debo ser culpado, al ver los demás que mis palabras son inferiores a la dignidad de ésta. Y digo que si hay defecto en mis rimas, es decir, en mis palabras, que están ordenadas para tratar de ésta, de ello se ha de culpar a la debilidad del intelecto y a la cortedad de nuestro idioma, el cual vencido está por el pensamiento de modo que no puede seguirle por entero, principalmente allí donde el pensamiento nace de amor, porque aquí el alma se ingenia más profundamente que en parte alguna.

Pudiera decir alguien: tú te excusas, y al mismo tiempo te acusas, porque argumento de culpa es y no de purgación, el echar la culpa al intelecto y al lenguaje, que es mío; pues que si es bueno, debo ser alabado en cuanto lo sea; y si es defectuoso, debo ser vituperado. A esto se puede responder brevemente que no me acuso, sino que me disculpo verdaderamente. Y por eso ha de saberse, según la opinión del filósofo en el tercero de la Ética, que el hombre es merecedor de alabanza o de vituperio sólo en aquellas cosas que está en su poder hacer o no hacer; pero en aquellas para las cuales no tiene poder, no merece vituperio o alabanza; porque una y otro han de atribuirse a los demás, aunque las cosas formen parte del hombre mismo. Por lo cual nosotros no debemos vituperar al hombre porque sea feo de cuerpo de nacimiento, porque no estuvo en su poder el ser hermoso; mas hemos de vituperar la mala disposición de la materia de que está hecho, que fue principio del pecado de la naturaleza. Y así no debemos alabar al hombre porque sea hermoso de cuerpo de nacimiento, pues que no fue él quien tal hizo; pero debemos alabar al artífice, es decir, a la naturaleza humana, que tanta belleza produce en su materia, cuando no se lo impide ésta. Por eso dijo bien el sacerdote al emperador que se reía escarneciendo la fealdad de su cuerpo: «Dios es Nuestro Señor; Él nos hizo, y no nosotros a Él»; y están estas palabras del profeta en un verso del Salterio, escritas ni más ni menos como en la respuesta del sacerdote. Y por eso vemos que los desgraciados mal nacidos ponen todo su esfuerzo en acicalar su persona, que debe ser en todo honesta, que no hay más que hacer, sino adornar la obra ajena y abandonar la propia.

Volviendo, pues, a lo propuesto, digo que nuestro intelecto, por defecto de la virtud, de la cual deduce lo que ve -que es la virtud orgánica-, es decir, la fantasía, no puede ascender a ciertas cosas, porque la fantasía no le puede ayudar, pues que no tiene con qué; como son las sustancias mezcladas de materia; de las cuales, si podemos tener alguna de aquellas consideraciones, no las podemos entender ni comprender perfectamente. Y por ello no se ha de culpar al hombre, pues que no fue quien tal defecto hizo; antes bien, lo hizo la Naturaleza universal, es decir, Dios, que quiso privarnos en esta vida de esa luz; y sería presuntuoso razonar el por qué Él hiciera tal. De modo que si mi consideración me transportaba adonde el intelecto, faltábale fantasía;,si yo no podía entender, no soy culpable. Además se ha puesto límite a nuestro ingenio para todas sus obras, no por nosotros, sino por la Naturaleza universal; y por eso se ha de saber que son más amplios los términos del ingenio para pensar que para hablar, y más amplios para hablar que para señalar. Por lo tanto, si nuestro pensamiento, y no sólo el que no llega a perfecto intelecto, sino también aquel que termina en perfecto intelecto, es vencedor del lenguaje, no ha de culpársenos, pues que no somos autores de ello. Es por eso manifiesto que me disculpo en verdad cuando digo: cúlpese de ello al débil intelecto y al habla nuestra, que no tiene fuerza para copiar cuanto et amor le dicta. Por lo que se debe ver asaz claramente la buena voluntad, a la cual se debe respeto en los méritos humanos. Y así, entiéndase ora ya la primera parte principal de esta canción, que tenemos entre manos.

V.

Una vez que, explicada la primera parte, se ha declarado su sentido, menester es seguir con la segunda. De la cual, a fin de ver mejor, se han de hacer tres partes, conforme a los tres versos que comprende. Porque en la primera parte encomio a esta dama por entero y en general, así en cuanto al alma cual en cuanto al cuerpo; en la segunda desciendo a la alabanza especial del alma, y en la tercera, a la alabanza especial del cuerpo. La primera parte comienza: No ve ese sol que en torno al mundo gira; la segunda comienza: Desciende en ella la virtud divina; la tercera comienza: Cosas se advierten en su continente; y tales partes se han de razonar según este orden.

Digo pues: No ve ese sol que en torno al mundo gira; donde se ha de saber, para tener perfecta inteligencia de ello, cómo gira el sol en torno al mundo. Primeramente digo que por el mundo yo no entiendo aquí todo el cuerpo del Universo, sino realmente la parte del mar y de la tierra, que, siguiendo la voz vulgar, así se acostumbra llamar. Por lo cual hay quien dice: «Ése ha visto todo el mundo», por decir la parte del mar y de la tierra.

Este mundo quisieron decir Pitágoras y sus secuaces que era una de las estrellas, y que otra de igual conformación le estaba opuesta; y llamábala Antictona. Y decía que estaban ambas en una esfera que daba vueltas de Oriente a Occidente, y. por esta revolución giraba el sol en torno a nosotros y ora se veía y ora no. Y decía que en medio de éstas estaba el fuego, suponiéndole cuerpo más noble que el agua y que la tierra, y suponiéndole nobilísimo centro entre los lugares de los cuatro cuerpos simples. Y por eso decía que el fuego, cuando aparecía subir, en realidad, descendía al centro.

Platón fue luego de otra opinión, y escribió en un libro suyo, que se llama Timeo, que la tierra y el mar eran el centro de todo, más que su redondo conjunto giraba en torno a su centro, siguiendo el primer movimiento del cielo; sino que tarda mucho, por su densa materia y por la grandísima distancia de aquél.

Estas opiniones son reputadas falsas en el segundo de Cielo y Mundo por aquel glorioso filósofo, al cual la naturaleza abrió más sus secretos, y por quien se ha demostrado que este mundo, es decir, la tierra, permanece fija y estable sempiternamente. Y las razones que Aristóteles dice para deshacer éstas y afirmar la verdad no es mi intención referir aquí; porque bástale a la gente a quien hablo el saber por su grande autoridad que la tierra está fija y no gira, y que con el mar es centro del cielo.

Este cielo gira en torno a ese centro continuamente, como vemos; en el cual giro ha de haber necesariamente dos firmes polos, y un círculo igualmente distante de aquéllos, que gire principalmente. De estos dos polos, el uno es manifiesto a casi toda la tierra descubierta, a saber, el septentrional; el otro está casi oculto a casi toda la tierra, a saber, el meridional. El círculo que en medio de éstos se entiende es aquella parte del cielo bajo la cual gira el sol cuando va con Aries y con Libra.

Por lo cual se ha de saber que si una piedra pudiese caer de este polo nuestro, caería más allá del mar Océano, precisamente sobre la superficie del mar, donde si estuviese un hombre, la estrella estaría siempre sobre su cabeza; y calculo que de Roma a este lugar, yendo derecho a través de los montes, habrá una distancia de casi dos mil setecientas millas, poco más o menos. Imaginemos, pues, para ver mejor, que en este lugar que dije hubiera una ciudad y que tenga por nombre María.

Digo, además, que si del otro polo, a saber, el meridional, cayese una piedra, caería sobre la superficie del mar Océano, que en esta bola está precisamente opuesto a María; y creo que de Roma, adonde caería esta segunda piedra, yendo derecho por el Mediodía, habrá una distancia de siete mil quinientas millas, poco más o menos. Y aquí imaginemos otra ciudad que tenga por nombre Lucía, a una distancia de cualquier parte que se tire la cuerda de diez mil doscientas millas; y entre una y otra, medio círculo de esta bola; de modo que los ciudadanos de María apoyen los pies contra los pies de los de Lucía.

Imaginémonos, además, un círculo sobre esta bola que esté en cualquiera de sus partes tan lejos de María cuanto de Lucía. Creo que este círculo -a lo que yo entiendo, por las opiniones de los astrólogos y por la de Alberto de la Magna en el libro De la naturaleza de los lugares y De las propiedades de los elementos, y aun por el testimonio de Lucano en su libro noveno -dividía esta tierra descubierta del mar Océano, allá en el Mediodía, casi por los límites del primer clima, donde están, entre otras gentes, los garamantas, que están casi siempre desnudos, a los cuales llegóse Catón con el pueblo de Roma huyendo del dominio de César.

Señalados estos tres lugares sobre esta bola, puede verse fácilmente cómo el sol gira en torno suyo. Digo, pues, que el cielo del sol da vueltas de Oriente a Occidente, no derechamente contra el movimiento diurno, es decir, del día y de la noche, sino torcidamente contrario. De modo que su medio círculo, que está por igual entre sus polos, en el cual está el cuerpo del sol, siega en dos partes opuestas el círculo de los dos primeros polos, a saber, en el principio del Aries y en el principio de la Libra; y de él parten dos arcos, uno hacia el Septentrión y otra hacia el Mediodía. Los puntos de los cuales arcos se alejan por igual del primer círculo por todas partes veintitrés grados, y uno de los puntos más; y uno de los puntos es el principio de Cáncer, y el otro es el principio de Capricornio. Por eso acaece que María ve en el principio del Aries, cuando el sol está bajo el medio círculo de los primeros polos, que el propio sol gira alrededor del mundo en torno a la tierra o al mar, como una muela, de la cual no aparece sino medio cuerpo; y que lo ve venir ascendiendo a guisa de tornillo de una tuerca, de tal modo que da noventa y una vueltas o poco más. Una vez dadas estas vueltas, su ascensión a María es casi tanta cuanta asciende en nosotros a la media tercia; que es igual del día y de la noche. Y si un hombre estuviese de pie en María y dirigiese siempre su vista al sol, le vería ir hacia la mano derecha. Luego por el mismo camino parece descender otras noventa y nueve vueltas o poco más, tanto que gira en torno a la tierra, o más bien al mar, no mostrándose del todo; y luego se esconde y comienza a verlo Lucía. Al cual ve subir y bajar en torno de sí con tantas vueltas cuantas ve María. Y si un hombre estuviese de pie en Lucía, siempre que volviese la cara hacia el sol, veríale caminar hacia su mano izquierda. Por lo cual puede verse que estos lugares tiene un día del año de seis meses y una noche de otro tanto tiempo; y cuando el uno tiene el día, el otro tiene la noche.

Es menester, además, que el círculo donde están los garamantas, (esgarramantas no) como se ha dicho, sobre esta bola, vea girar el sol sobre sí mismo, no a modo de muela, sino de rueda, de la cual no puede ver en parte alguna sino media, cuando está bajo el Aries. Y luego lo ve apartarse de él e ir hacia María noventa y un días y algo más y tornar a él por otro tanto; y luego, cuando ha vuelto, va bajo la Libra, y también se aparta, y va hacia Lucía noventa y un días y algo más, y en otros tantos vuelve. Y este lugar, que rodea toda la bola, siempre tiene iguales el día y la noche, ya vaya el sol hacia una u otra parte, y dos veces al año tiene el estío de un grandísimo calor y dos pequeños inviernos. Es menester, además, que los dos espacios que están en medio de las dos ciudades imaginadas, y el círculo del medio, vean el sol invariablemente, según están remotos o próximos a estos lugares; como ora, por lo que se ha dicho, puede ver quien tenga noble ingenio, al cual está bien dejar un poco de trabajo. Por la cual puede verse ahora que por la divina providencia el mundo está de tal suerte ordenado que, vuelta la esfera del sol y tornada a un punto, esta bola en que estamos, en cada parte de sí recibe tanto tiempo de luz cuanto de tinieblas. ¡Oh, inefable Sabiduría que tal ordenaste, cuán pobre es nuestra mente para comprenderte! Y vosotros, para cuya utilidad y deleite escribo, ¡en cuánta ceguedad vivís no elevando los ojos arriba a estas cosas, teniéndolos fijos en el fango de nuestra estulticia!

VI.

En el precedente capítulo se ha mostrado de qué modo gira el sol; de suerte que ora se puede proceder a declarar el sentido de la parte a la cual se refiere. Digo, pues, que en esta primera parte empiezo a encomiar a esta dama por comparación con las demás cosas. Y digo que el sol, girando en torno al mundo, no ve cosa tan gentil como ella; por lo cual se sigue que la tal es, según las palabras, la más gentil de cuantas cosas ilumina el sol. Y digo: sino en la hora, etc. Por lo cual se ha de saber que entienden los astrólogos de dos maneras: es la una que del día y la noche hacen veinticuatro horas, es decir, doce del día y doce de la noche, sea el día grande o pequeño. Y estas horas hacen pequeñas o grandes en el día y en la noche, según que el día y la noche crecen o menguan. Y estas horas usa la Iglesia cuando dice: Prima, tercia, sexta y nona; y así llámanse horas temporales. La otra manera es que, haciendo del día y la noche veinticuatro horas, a veces tiene el día quince horas y la noche nueve, y a veces tiene la noche diez y seis y el día ocho, según crecen o menguan el día y la noche; y llámanse horas iguales. Y en el Equinoccio siempre éstas y las que se llaman temporales son una misma cosa, porque, siendo iguales el día y la noche, preciso es que así suceda.

Luego cuando digo: Todo intelecto de allá arriba mírala, la encomio sin referencia a cosa alguna. Y digo que las inteligencias del cielo la miran y que la gente noble de aquí abajo piensa en ella cuando tiene más de lo que les deleita. Y aquí se ha de saber que todo intelecto de allá arriba, conforme está escrito en el libro de las causas, conoce lo que está sobre él y lo que está bajo él; conoce, pues, a Dios como su causa; conoce, por lo tanto, lo que está debajo de él como su efecto. Y como quiera que Dios es Causa universal por excelencia de todas las cosas, conociéndole a Él conoce todas las cosas según el modo de la inteligencia. Por lo cual todas las inteligencias conocen la forma humana, en cuanto está regulada por la intención en la divina Mente. Principalmente la conocen las inteligencias motrices; porque son causas especialísima de aquélla y de toda forma general; y conocen a la más perfecta, en cuanto puede ser, como su regla y ejemplo. Y si esa humana forma, ejemplarizada e individualizada, no es perfecta, no es por culpa de dicho ejemplo, sino de la materia, que es individual. Por eso cuando digo: Todo intelecto de allá arriba mírala, no quiero decir sino que está hecha a manera del ejemplo intencional de la humana esencia que hay en la Mente divina, y por esa virtud, que existe principalmente en las mentes angélicas, que fabrican con el cielo estas cosas de aquí abajo.

Y a esta afirmación aludo cuando digo: Y la gente que aquí se enamora, etc. Donde se ha de saber que toda cosa desea principalmente su perfección y en ella se aquietan todos sus deseos y por ella toda cosa es deseada. Y éste es ese deseo que siempre hace parecer truncado todo deleite; porque ningún deleite hay tan grande en esta vida que pueda quitar a nuestra alma la sed y que no quede siempre en el pensamiento el deseo que se ha dicho. Y como quiera que ésta es verdaderamente esa perfección, digo que la gente que aquí abajo recibe mayor deleite, cuando más paz tiene permanece quieta en sus pensamientos. Por eso digo que es tan perfecta cuanto puede serlo la humana esencia.

Luego, cuando digo: Su ser tanto complace a Aquel que se lo dio, muestro que esta dama no sólo es perfectísima en la humana generación, sino más que perfectísima, en cuanto recibe de la divina bondad más del débito humano. Por lo cual es de razón creer que del mismo modo que todo maestro ama más su mejor obra que las otras, así Dios ama más a la óptima persona humana que a todas las demás. Y como quiera que su generosidad no se constriñe por necesidad a término alguno, no cuida su amor del débito de aquél que recibe, sino que excede aquél en donación y en beneficio de virtud y de gracia. Por lo cual digo que ese Dios que da el ser a ésta, por caridad de su perfección, infunde en ella su bondad más allá de los términos que a nuestra naturaleza corresponden.

Luego, cuando digo: Su alma pura, pruebo lo que se ha dicho con testimonio sensible. Donde se ha de saber que, como dice el filósofo en el segundo del Alma, el alma es acto del cuerpo; y si es su acto, es su causa; y como quiera, según está escrito en el alegado libro de las causas, que toda causa infunde en su efecto, la bondad que de su propia causa recibe, infunde y entrega a su cuerpo parte de la bondad de su causa, que es Dios. Por lo cual, dado que en ésta se ven, en cuanto hace a la parte del cuerpo, cosas tan maravillosas que a todo el que mira hacen entrar en deseo de ver aquéllas, manifiesto es que su forma, es decir, su alma, que lo guía como causa propia, reciba milagrosamente la graciosa bondad de Dios. Y así pruebo con esta apariencia, que a más del débito de nuestra naturaleza -la cual es en ella perfectísima, como se ha dicho más arriba-, esta dama es favorecida por Dios y ennoblecida. Y éste es todo el sentido literal de la parte primera de la segunda parte principal.

VII.

Encomiada esta dama en general, tanto en lo que hace al alma como en lo que hace al cuerpo, procedo a encomiarla en cuanto al alma especialmente. Y primero la encomio en cuanto su bien es grande en sí, luego la encomio en cuanto su bien es grande para los demás y útil al mundo. Y comienza esta segunda parte cuando digo: De ella decir se puede, etc.

Conque digo primeramente: A ella desciende la virtud divina. Donde se ha de saber que la divina bondad a todas las cosas desciende, y de otro modo no podrían existir; mas aunque esta bondad procede de simplicísimo principio, se recibe diversamente, ya más, ya menos, por parte de las cosas que la reciben. Por lo cual está escrito en el libro de las causas: «La primera bondad envía sus bondades sobre las cosas con una conmoción». En verdad, cada cosa recibe esta conmoción según el modo de su virtud y de su ser. Y ejemplo sensible de ello tenemos en el sol. Nosotros vemos cuán diversamente reciben los cuerpos la luz del sol, la cual es una y de una misma fuente derivada, como dice Alberto en el libro que hizo acerca del Intelecto, que ciertos cuerpos, por tener mezclada mucha claridad de diáfano, apenas el sol los ve se hacen tan luminosos, que multiplicándose en ellos la luz, despiden gran resplandor, como son el oro y algunas piedras. Hay algunos que, por ser diáfanos completamente, no solamente reciben la luz, sino que no la impiden, antes bien, la colorean con su color en las demás cosas. Y hay otros tan vencedores en la fuerza del diáfano, que irradian de tal suerte, que vencen la armonía del ojo y no dejan ver sin trabajo de la vista, como son los espejos. Otros hay sin diafanidad, hasta tal punto, que sólo un poco de luz reciben, como la tierra. Así la bondad de Dios es recibida de un modo por las substancias separadas, es decir, los ángeles, que no tienen grosera materia y son casi diáfanos por la pureza de su forma, y de otro modo por el alma humana, que aunque por una parte sea de materia libre, por otra está impedida -como hombre que está todo él metido en agua excepto la cabeza, del cual no se puede decir ni que esté del todo en el agua ni del todo fuera de ella-, y de otro modo, por los animales, cuya alma está toda hecha de materia, tanto cuanto está ennoblecida; y de otro modo, par los minerales, y por la tierra, de modo diferente que por los demás elementos; porque es materialísima, y por eso lo más remota y desproporcionada a la simplicísima y nobilísima Virtud primera, que solamente es intelectual, a saber, Dios.

Y aunque se hayan supuesto aquí grados generales, puédense, sin embargo, suponer grados singulares; es decir, que aquélla recibe de las almas humanas de diferente manera la una que la otra. Y como quiera que en el orden intelectual del universo se sube y desciende por grados casi continuos, desde la forma mas ínfima a la más alta, y de la más alta a la ínfima - como vemos en el orden sensible-, y entre la naturaleza angélica, que es cosa intelectual, y el alma humana, no hay grado alguno, sino que se suceden de una a otra en el orden de los grados, y entre el alma humana y el alma más perfecta de los animales brutos, no hay ningún intermediario, y nosotros vemos muchos hombres tan viles y de tan baja condición, que casi no parecen más que bestias, y así hay que suponer y creer firmemente que hay alguno tan noble y de tan alta condición, que casi no es más que un ángel, de otra manera no se continuaría la humana especie por parte alguna, lo cual no puede ser. A estos tales llama Aristóteles, en el séptimo de la Ética, divinos; y tal digo yo que es esta dama, de modo que la divina virtud de la gracia que desciende al ángel desciende a ella.

Luego, cuando digo: y si hay dama gentil que no lo crea, pruebo esto por la experiencia que de ella se puede tener en aquellas obras que son propias del alma racional, donde la luz divina irradia más fácilmente, a saber: en el habla y en los actos que suelen ser llamados maneras y comportamiento.

Por lo cual se ha de saber que de los animales, solamente el hombre habla y se rige por actos que se dicen racionales, porque él sólo tiene en sí mismo razón. Y si alguien quisiese decir, contradiciendo, que algunos pájaros hablan, como parece que los hay, principalmente la urraca y el papagayo, y que alguna bestia ejecuta actos racionales, como parecen hacer la mona y algún otro, respondo que no es verdad que hablen ni que tengan discernimiento, porque no poseen razón, de la cual es menester que estas cosas procedan. Ni está en ellas el principio de estas operaciones, ni conocen lo que las tales son, ni pretenden con ellas significar nada, sino que sólo imitan aquello que ven y oyen. Por dónde, del mismo modo que la imagen de los cuerpos se refleja en algún cuerpo lucido como el espejo, y la imagen corporal que el espejo muestra no es verdadera, así la imagen de la razón, es decir, los actos y el lenguaje que el alma bruta imita o muestra, no es verdadera.

Digo que si hay dama gentil que no lo crea, que vaya con ella y contemple sus actos -no digo hombre porque más honestamente se experimenta con las damas que con los hombres-, y digo lo que sentirá acerca de ella, con ella estando, al decir lo que hace con su hablar y con sus canciones. Porque su hablar, por su elevación y su dulzura, engendra en la mente de quien lo oye un pensamiento de amor, al cual llamo yo espíritu celestial, porque allá arriba tiene su principio y de allá arriba viene su sentido, como se ha referido. Del cual pensamiento se llega a la firme opinión de que ésta es maravillosa dama de virtud. Y sus actos, por su suavidad y su medida, hacen que despierte el alma y se sienta allí donde está sembrada su potencia por naturaleza. La cual siembra natural se hace como en el siguiente Tratado se explica.

Luego, cuando digo: De ella decir se puede, etcétera, es mi intención exponer cómo la bondad y virtud de su alma es útil y buena para los demás, y primero, cuán es útil a las otras damas, diciendo: Gentil es cuanto en la dama se descubre, donde doy a las damas ejemplo manifiesto, mirando al cual pueden ser gentiles con sólo seguirlo.

En segundo lugar refiero cuán útil es a todas las gentes, diciendo que su semblante ayuda nuestra fe, la cual es más que toda otra cosa útil y buena para el género humano, pues que por ella escapamos de eterna muerte y conquistamos la vida eterna. Y ayuda nuestra fe porque, como quiera que el principal fundamento de nuestra fe son los milagros hechos por Aquel que fue crucificado -el cual creó nuestra razón y quiso que fuese inferior a su poder- y hechos luego en su nombre por sus santos; y son muchos los obstinados que dudan, por alguna niebla, de esos milagros, y no pueden creer milagro alguno sin haber tenido experiencia visible de él, y esta dama es cosa tan visiblemente milagrosa, la cual las ojos de los hombres cotidianamente pueden experimentar, y nos hace posibles los demás, manifiesto es que esta dama, con su admirable semblante, ayuda nuestra fe. Y por eso digo por último que de tiempo eterno, es decir, eternamente, fue ordenada en la mente de Dios, en testimonio de la fe para los que en este tiempo viven. Y así termina la parte segunda de la segunda parte principal, según su sentido literal.

VIII.

De los efectos de la divina Sabiduría, el hombre es el más admirable, considerando que la divina Virtud unió en una forma tres naturalezas y cuán sutilmente armonizado ha de estar su cuerpo con forma tal, estando organizado por casi todas sus virtudes. Por lo cual, por la mucha concordia con que es menester que tantos órganos se correspondan, de tanto número de hombres como hay, pocos son los perfectos. Y si esta criatura es tan admirable, ciertamente que no se ha de temer tan sólo el tratar de sus condiciones con las palabras, sino también con el pensamiento, conforme a aquellas palabras del Eclesiástico: «¿Quién buscaba la sabiduría de Dios que a todas las cosas precede?»; y aquéllas otras donde dice: «No pediré cosas más altas que tú; mas piensa las cosas que Dios te mandó, y no seas curioso de más obras suyas»; es decir, solícito. Yo, por tanto, que en esta tercera partícula me propongo hablar de alguna condición de tal criatura -en cuanto en su cuerpo aparece por bondad del alma, sensible belleza-, temerosamente e inseguro, me propongo comenzar a desatar, si no del todo, al menos alguna cosa de tanto nudo.

Digo, pues, que una vez declarado el sentido de aquella partícula en la cual esta dama es encomiada en cuanto hace al alma, hemos de proceder y ver como cuando digo: Cosas se muestran en su continente, la encomio en cuanto al cuerpo se refiere. Y digo que en su continente se advierten cosas que parecen placeres -algunos de ellos- del Paraíso. El más noble y el que está escrito ser fin de todos los demás, es contentarse, y esto es ser bienaventurado; y este placer se halla -aunque de otro modo- en el continente de ésta, porque, mirándola, la gente se contenta -tan dulcemente alimenta su belleza los ojos de los contempladores-; mas de otro modo que el contento del Paraíso, que es perpetuo, lo cual para nadie puede serlo éste.

Y como quiera que alguien pudiera preguntar dónde se muestra en ella tan admirable complacencia, distingo, en su persona dos partes, en las cuales se muestra más el humano placer o disgusto. Donde se ha de saber que allí donde el alma más se ejercita en su oficio, allí es donde más ornamento se propone y más sutilmente se emplea. Por lo cual vemos que el rostro del hombre, que es donde más se ejercita en su oficio, más que ninguna otra parte exterior, tan sutilmente se lo propone, que para utilizarse todo cuanto, en la materia le es posible, ningún rostro es igual a otro; porque la última potencia de la materia, la cual es en todos desigual casi por entero, aquí se reduce en acto. Y como quiera que en la casa, principalmente en dos lugares, se ejercita el alma -porque en esos dos lugares tienen jurisdicción casi las tres naturalezas del alma, es decir, en los ojos y en la boca-, aquello adornan principalmente y allí hácelo todo hermoso, si le es posible. Y en estos dos lugares digo yo que se muestran estos placeres, al decir: en los ojos y en su dulce risa. Los cuales lugares, con bella comparanza, puédense llamar balcones de la dama que habita en el edificio del cuerpo; es, a saber: el alma, porque aquí, aunque velada, se muestra muchas veces.

Muéstrase en los ojos tan manifiestamente, que quien bien la mire puede conocer su presente pasión. Por donde, dado que son seis las pasiones propias del alma humana, de las cuales hace mención el filósofo en su Retórica, a saber: gracia, celo, misericordia, envidia, amor y vergüenza, de ninguna de éstas puede apasionarse el alma sin que a la ventana de los ojos no asome su semblante, si con gran asombro no se cierra dentro. Por lo cual hubo quien se arrancó los ojos, porque la vergüenza interior no apareciese por de fuera como dice el Poeta Estazio del tebano Edipo, cuando dice que «con eterna noche absolvió su condenado pudor».

Muéstrase en la boca casi del mismo modo que el color tras el vidrio. Pues ¿qué es la risa sino un relampagueo del deleite del alma, esto es, una luz que, según está dentro, se muestra fuera? Y por eso es menester al hombre, para mostrar moderada su alma en la alegría, reír moderadamente con honesta severidad y poco movimiento de sus miembros; de modo que una dama que tal se muestre como se ha dicho, parece modesta y no disoluta. De aquí que el libro de las cuatro virtudes cardinales mande hacer esto: «Sea tu risa sin estrépito, es decir, sin cacarear como una gallina». ¡Ay, risa admirable de la dama de quien hablo, que sólo la vista la sentía!

Y digo que Amor lo trae aquí estas cosas como a su lugar propio; donde se puede considerar, amor doblemente. Primero, el amor del alma, especial de estos lugares; segundo, el amor universal, que dispone las cosas para amar y para ser amadas, y que prepara el alma al adorno de estas partes.

Luego, cuando digo: Deslumbran nuestro intelecto, me excluyo de ello, porque de tanta excelencia de belleza parece que debo tratar poco sobrepujando a aquélla; y digo que hablo poco, por dos razones. Es la una, que estas cosas que en su semblante se muestran deslumbran nuestro intelecto, es decir, el humano; y digo cómo lo deslumbran, del mismo modo que deslumbra el sol la vista débil, no la sana y fuerte. Es la otra, que no puede mirarlo fijamente, porque se le embriaga el alma; de modo que al punto de mirarlo desvaría en todos sus actos.

Luego, cuando digo: Su belleza llueve resplandores de fuego, recurro a tratar de su efecto; porque hablar de ella por entero no es posible; por donde se ha de saber que de todas aquellas cosas que vencen nuestro intelecto, de manera que no se puede ver lo que son, es muy conveniente tratar por sus efectos. Por donde hablando así podremos tener algún conocimiento de Dios, de sus sustancias separadas y de la primera materia. Y por eso digo que la belleza de aquélla llueve resplandores de fuego; es decir, ardimiento de amor y de caridad, animados de espíritu gentil, es decir, informado ardimiento de un espíritu gentil, o sea, recto deseo, por el cual y del cual se origina el buen pensamiento. Y no solamente hace esto, sino que deshace y destruye a su contrario, a saber: los vicios innatos, los cuales son principalmente enemigos de los buenos pensamientos.

Y aquí se ha de saber que hay ciertos vicios en el hombre para los cuales está predispuesto por naturaleza, del mismo modo que algunos están predispuestos a la ira por su complexión colérica; y estos vicios tales son innatos, es decir, connaturales. Otros son vicios consuetudinarios, en los cuales no tiene culpa la complexión, sino la costumbre; como lo es la intemperancia, y principalmente la del vino. Y estos vicios se huyen y reúnen por la buena costumbre, y hácese el hombre por ella virtuoso, sin costarle trabajo su moderación, como dice el filósofo en el segundo de la Ética. Verdaderamente hay esta diferencia entre las pasiones connaturales y las consuetudinarias, que las consuetudinarias desaparecen por entero con la buena costumbre; porque su principio, es decir, la mala costumbre, con su contrario se destruye; mas las connaturales, el principio de las cuales está en la naturaleza del apasionado, aunque se aligeran mucho con la buena costumbre, no desaparecen del todo, en cuanto al primer movimiento. Mas desaparecen del todo en cuanto a la duración, porque la costumbre es parangonable a la naturaleza, en la cual está el origen de aquélla. Y por eso es más de alabar el hombre que de mal natural se corrige y se gobierna contra el ímpetu de la naturaleza, que aquel de buen natural que se mantiene con buen gobierno, o, apartado de él, vuelve al camino recto; del mismo modo que es más de alabar el guiar un mal caballo que otro dócil. Digo, pues, que estos resplandores que de su beldad llueven, como se ha dicho, destruyen los vicios innatos, es decir, connaturales, para dar a entender que su belleza tiene poder bastante para renovar el natural de quienes la miran, lo cual es cosa milagrosa. Y esto confirma lo que se ha dicho más arriba en el otro capítulo, cuando digo que ello ayuda nuestra fe.

Por último, cuando digo: Por eso toda dama que vea su belleza, deduzco, so color de amonestar a otras, el fin para que fue hecha beldad tanta. Y digo que toda dama que vea censurar la propia belleza se mire en este ejemplo de perfección, donde se entiende que no sólo ha sido creada para mejorar el bien, sino para hacer de la cosa mala una cosa buena.

Y añade por fin: Ésta fue pensada por Aquel que creó el Universo, es, a saber: Dios; para dar a entender que, por divino propósito, la naturaleza produjo tal efecto. Y así termina toda la segunda parte principal de esta canción.

IX.

El orden del presente Tratado requiere -pues que, según era mi intención, se han argumentado las dos partes de esta canción primeramente - que se proceda a la tercera, en la cual me propongo purgar la canción de un reproche que podía haberle sido contrario. Y es éste, que yo, antes de llegar a su composición, pareciéndome que esta dama habíaseme mostrado un tanto orgullosa y altiva, hice una baladita, en la cual llamé a esta dama orgullosa y despiadada, lo cual parece contrario a lo que más arriba se dice. Y por eso me dirijo a la canción, y so color de enseñarle cómo es menester que se disculpe, la disculpo; y a esta figura de hablar a las cosas inanimadas, llaman los retóricos Prosopopeya, y úsanla muy a menudo los poetas.

Canción parece que hablas al contrario, etcétera. Para dar a entender más fácilmente el sentido de la cual, es menester dividirle en tres partículas: porque primeramente se propone para qué es necesaria la disculpa; luego se sigue con la disculpa, cuando digo: Sabes que el cielo; por último hablo a la canción como a persona enseñada, aquello que hay que hacer, cuando digo: Excúsate así, si lo has menester.

Digo, por lo tanto, primeramente: ¡Oh, canción, que hablas de esta dama con tanta alabanza y pareces mostrarte contraria a una hermana tuya! Por semejanza digo hermana; porque del mismo modo que se llama hermana a la mujer engendrada por un mismo engendrador, así el hombre puede decir

hermana a la obra hecha por un mismo autor; porque nuestra obra, en cierto modo, es generación. Y digo por qué parece contraria a aquélla, al decir a ésta la muestras humilde y a aquélla soberbia, es decir, orgullosa y desdeñosa, que viene a ser lo mismo.

Propuesta esta acusación, procedo a la disculpa por vía de ejemplo, en el cual alguna vez la verdad está en desacuerdo con la apariencia y otras se puede tratar con otro respecto. Digo: Sabes que el cielo siempre es luciente y claro, esto es, que siempre ostenta claridad, pero que por alguna causa es lícito decir alguna vez que tenebroso.

Donde se ha de saber que propiamente visibles son el color y la luz, como quiere Aristóteles en el segundo del Alma y en el libro Del sentido y lo sensible. Hay otras cosas visibles; pero no propiamente, porque las siente otro sentido; así que se puede decir que no son propiamente visibles ni propiamente tangibles, como son la figura, el tamaño, el número, el movimiento y el estar quieto, que se llaman sentidos comunes, cosas que percibimos con varios sentidos. Pero el color y la luz son propiamente visibles, porque sólo con la vista los percibimos, es decir, no con otro sentido. Estas cosas visibles, tanto las propias como las comunes, en cuanto son visibles, pasan dentro del ojo -no digo las cosas, sino sus formas- por el medio diáfano, no realmente, sino intencionadamente, del mismo modo, casi que por un vidrio transparente. Y en el agua que hay en la pupila del ojo termina el curso que a través de él realiza la forma visible, porque ese agua termina como en un espejo, como el vidrio terminado con plomo; de modo que no puede pasar más adelante, sino que allí, a modo de una bola repercutida, se detiene. De modo que la forma que no en el medio no parece transparente, una vez terminada, es lúcida; y por eso en el vidrio azogado se refleja la imagen, y no en otro. Por esta pupila, el espíritu visual, que por ella continúa ante la parte del cerebro donde está la virtud sensible como en el origen de una fuente, súbitamente, sin tiempo, la refleja, y de este modo vemos. Por lo cual, a fin de que la visión sea veraz, es decir, tal como es la forma visible en sí, es menester que el medio por el cual llega la forma al ojo no tenga color alguno, y lo mismo en el agua de la pupila; de otra manera se mancharía la forma visible con el color del medio y el de la pupila. Y por eso, quienes quieren hacer que las cosas tengan en el espejo un color interponen ese color entro el vidrio y el plomo, de modo que el vidrio queda tomado de él. En verdad, Platón y otros filósofos dijeron que nuestra vista no dependía de que lo visible entrase en el ojo, sino porque la virtud visual salía fuera al encuentro de lo visible. Y esta opinión es reputada falsa por el filósofo en Del sentido y lo sensible.

Visto este modo de la vista, puede verse fácilmente que aunque la estrella siempre sea clara y reluciente de una manera, y no reciba transformación alguna sino de movimiento local, como está probado en el de Cielo y Mundo, por muchas causas puede parecer no clara y no reluciente; porque puede parecer tal por el medio que se transforma continuamente. Transfórmase este medio de mucha luz en poca, según la presencia o ausencia del- sol; y por la presencia, el medio, que es diáfano, está tan lleno de luz, que vence a la estrella; y por eso ya no parece reluciente. Transfórmase también este medio de sutil en grueso, de seco en húmedo, por los vapores de la tierra que ascienden continuamente. El cual medio, así transformado, transforma la imagen de la estrella, que a través de él se convierte, por la densidad en oscuridad, y por lo húmedo y lo seco en color.

Pero puede parecer así también por el órgano visual, es decir, el ojo, el cual, por enfermedad o cansancio, se transforma en alguna coloración y en alguna debilidad, como sucede frecuentes veces, que por estar la túnica de la pupila muy sanguinolenta, por alguna corrupción de enfermedad, las cosas parecen casi todas rubicundas; y por eso la estrella aparece coloreada. Y por estar debilitada la vista, encuentra en él alguna disgregación de espíritu, de modo que las cosas no aparecen unidas sino disgregadas, casi de la misma manera que nuestra letra sobre el papel húmedo. Por eso muchos, cuando quieren leer, alejan lo escrito de sus ojos para que su imagen entre más sutil y levemente; y con ello queda la letra adecuada a la vista. Y así, también puede la estrella aparecer turbada; y yo lo experimenté el mismo año en que nació esta canción, que por haber cansado la vista mucho con el deseo de leer, tanto debilité los espíritus visuales, que las estrellas parecíanme todas ensombrecidas en su albura. Y con largo reposo en lugares oscuros y fríos y con refrescar el cuerpo del ojo con agua clara, recobré la virtud disgregada, que volví al primer estado perfecto de la vista. Y así aparecen muchas causas, por las razones apuntadas, por las cuales puede parecer la estrella como no es.

X.

Partiendo de esta ligera digresión, que ha sido necesaria para ver la verdad, vuelvo al propósito, y digo que, del mismo modo que nuestros ojos llaman, es decir, consideran a veces la estrella de otra manera de lo que es su verdadera condición, así la Baladita consideró a esta dama según la apariencia discordante de la verdad, por enfermedad del alma, que estaba apasionada de exagerado deseo. Y manifiesto tal cuando digo: Porque el alma temía tanto, que parecíame fiero cuanto en su presencia veía. Donde ha de saberse que cuanto más se une el agente al paciente, tanto más fuerte es, con todo, la pasión, como se entiende por la opinión del filósofo en el libro de Generación. Por lo cual, cuanto la cosa deseada se acerca más al que la desea, tanto mayor es el deseo; y el alma más apasionada, cuanto más se une a la parte concupiscible, más abandona la razón; de modo que entonces no considera como hombre a la persona, sino casi como otro animal, sólo en cuanto a la apariencia, no conforme a la verdad. Y por eso es por lo que el semblante, honesto en verdad, parece desdeñoso y altivo; y conforme a semejante juicio sensual habló la Baladita. Y por ello se entiende asaz que esta canción considera a esta dama, según la verdad, por el desacuerdo en que está con ella.

Y no sin motivo digo: donde ella me oiga, y no donde yo la oiga. Mas con ello quiero dar a entender la gran virtud que sus ojos tenían sobre mí; pues, cual si hubiese sido diáfano, por todas partes me traspasaban sus rayos. Y aquí se podrían señalar razones naturales y sobrenaturales; mas baste con lo que se he dicho; en otro lugar hablaré más adecuadamente.

Luego, cuando digo: Excúsate así si lo has menester, impóngole a la canción que se disculpe con las razones apuntadas, donde haya menester, es decir, donde alguien dudase de tal contrariedad; que no hay más que decir, sino que quien dudase por el desacuerdo entre la Baladita y la canción, considera la razón expuesta. Y es muy de alabar esta figura retórica y aun necesaria, a saber: cuando las palabras se dirigen a una persona y la intención a otra; porque el advertir es siempre laudable y necesario, y no siempre está adecuadamente en toda boca. Por donde, cuando el hijo conoce el vicio del padre y el súbdito conoce el vicio del señor, y cuando conoce el amigo que aumentaría la vergüenza de su amigo amonestándole o menoscabaría su honor, o sabe que su amigo no es paciente, sino iracundo ante la admonición, esta figura es muy bella y útil, y puédese llamar simulación. Y es semejante a la obra del prudente guerrero que ataca el castillo por un lado para dejarlo indefenso por otro, de modo que no van acordes la intención del socorro y la batalla.

Y le impongo, además, que pida permiso a ésta dama para hablar de ella. Donde se puede entender que el hombre no debe ser presuntuoso en la ajena alabanza y no poner atención en si le complace tal a la persona alabada; porque muchas veces, queriendo alabar a alguien, se le censura, ya por defecto del que alaba o por culpa del oyente. Por lo cual es menester tener mucha discreción; discreción, que es como pedir licencia del modo que yo digo que lo pida esta canción. Y así termina todo el sentido literal de este Tratado, por lo cual el orden de la obra exige proceder ahora a la exposición alegórica.

XI.

Conforme exige el orden, volviendo otra vez al principio, digo que esta dama es aquella dama del intelecto que se llama Filosofía. Mas como quiera que, naturalmente, las alabanzas dan deseo de conocer a la persona alabada, y conocer la cosa es saber lo que es en sí misma considerada y por todas sus causas, como dice el filósofo al principio de la Física, y esto no lo muestra el nombre -aunque tal signifique, como se dice en el cuarto de la Metafísica, donde se dice que la definición es la razón que significa el nombre-, es menester aquí, antes de seguir adelante en sus alabanzas, mostrar y decir qué es lo que se llama Filosofía; es decir, lo que este nombre significa. Y una vez explicado esto, se tratará más eficazmente la presente alegoría. Y primero, diré quién le dio primero este nombre; luego procederé con su significación.

Digo, pues, que antiguamente en Italia, casi por los comienzos de la Constitución de Roma, que fue setecientos cincuenta años, sobre poco más o menos, antes de la venida del Salvador -escribió Paulo Orosio-, hacia el tiempo de Numa Pompilio, segundo rey de los romanos, vivía un nobilísimo filósofo que se llamó Pitágoras. Y de que viviese en aquel tiempo parece apuntar algo Tito Livio, incidentalmente, en la primera parte de su volumen. Y antes de éste, los secuaces de la ciencia eran llamados, no filósofos, sino sabios, como lo fueron aquellos siete antiquísimos sabios que aún nombra la gente por su fama; el primero de los cuales tuvo por nombre Solón; el segundo, Chilón; el tercero, Periandro; el cuarto, Tales; el quinto, Cleóbulo; el sexto, Biante; el séptimo, Pitaco. En cuanto a Pitágoras, preguntado si se reputaba sabio, se negó a sí mismo tal dictado, y dijo que él no era sabio, sino amante de la sabiduría. Y de aquí nació luego que todo aficionado a saber fuese llamado amante de la sabiduría, es decir, filósofo; que tanto vale decir filos en griego como amante en latín; y, por la tanto, nosotros decimos filos por amante, y sofía por sabiduría; por dende tanto valen filos y sofía, cuanto amante de la sabiduría; por lo cual se ve que el vocablo nada tiene de arrogante, sino de humilde. De esto nace el vocablo por su propio acto, filosofía, del mismo modo que de amigo nace el vocablo de su acto propio, la amistad. Por donde puede verse, considerando la significación del primero y del segundo vocablo, que filosofía no es otra cosa que afición a la sabiduría, o, más bien, al saber; por lo cual, en cierto modo todo el mundo puede decirse filósofo, según el natural amor que en todos engendra deseo de saber. Pero, como quiera que las pasiones esenciales son comunes a todos, no se habla de ellas con ningún vocablo distintivo que participe de aquella esencia; por lo cual no decimos Juan, amigo de Martín, queriendo significar tan sólo la amistad natural, por la cual todos somos amigos de todos, mas la amistad engendrada sobre la natural, que es propia y distintiva en cada persona. Así no se llama a nadie filósofo por el amor común.

Es la intención de Aristóteles en el octavo de la Ética, que se llame amigo aquel cuya amistad no se le oculta a la persona amada, y de quien la persona amada es también amiga, de modo que haya benevolencia por ambas partes; y esto ha de ser por utilidad, por deleite o por honestidad. Así para ser filósofo hay que tener amor a la sabiduría, que hace benévola a una de las partes; hay que tener deseo y solicitud, que hace benévola también a la otra parte; de modo que nace entre ellas la familiaridad y la manifestación de benevolencia. Por lo cual, sin amor y sin afición no se puede llamar filósofo, sino que conviene que haya uno y otra. Y del mismo modo que la amistad hecha por deleite o por utilidad no es amistad verdadera, sino por accidente, como demuestra la Ética, así la Filosofía por deleite o por utilidad no es verdadera filosofía, sino por accidente. Por lo cual no se debe llamar filósofo a nadie, que por deleitarse un tanto con la sabiduría sea su amigo en cierto modo; como hay muchos que se deleitan en decir canciones y estudiar en ellas, y que se complacen en estudiar Retórica y Música, y huyen y abandonan las demás ciencias, que son todas miembros de la sabiduría. No se debe llamar verdadero filósofo al que es amigo de sabiduría por utilidad, como lo son legistas y médicos, y casi todos los religiosos, que no estudian por saber, sino por adquirir dineros y dignidades; y si les diesen lo que pretenden adquirir, no recurrirían al estudio. Y del mismo modo que de las especies de amistad la que menos se puede decir tal es la que lo es por utilidad, así estos tales participan menos que ninguna otra gente del nombre de filósofo. Por lo cual, del mismo modo que la amistad hecha honestamente es verdadera, perfecta y perpetua, así es verdadera y perfecta la filosofía engendrada honestamente, sin ninguna otra consideración, solamente por la bondad del alma amiga, con recto deseo y derecha razón. Así puede decirse aquí -igual que la verdadera amistad de los hombres entre sí es que cada cual ame en todo a cada cual- que el verdadero filósofo ama cada parte de la sabiduría, y la sabiduría cada parte del filósofo, en cuanto lo reduce todo a él, y en manera ninguna deja que su pensamiento se extienda a otras cosas. Por lo cual dice esa sabiduría en los Proverbios de Salomón: «Yo amo a quienes me aman». Y del mismo modo que la verdadera amistad, abstraída del ánimo, considerada únicamente en sí misma, tiene por objeto el conocimiento de la buena obra y por forma el deseo de aquélla, así la Filosofía, fuera del alma, considerada en sí misma, tiene por objeto el entender, y por forma, como un divino amor, al intelecto. Y así como la virtud es causa eficiente de la verdadera amistad, la verdad es causa eficiente de la Filosofía, y del mismo modo que el fin de la amistad verdadera es la buena elección, que procede de convivir conforme a humanidad, es decir, conforme a razón, como parece ser el sentir de Aristóteles en el noveno de la Ética, así el fin de la Filosofía, es aquel excelentísimo deleite que no padece intermisión ni defecto alguno; es decir, la verdadera felicidad que se adquiere por contemplación de la verdad. Y así puede verse quién es esta mi dama, por sus causas y su razón; y por qué se llama Filosofía, y quién es verdadero filósofo, y quién lo es por accidente.

Mas como quiera que a veces en el fervor del ánimo a los términos de los actos y de las pasiones se les llama con el vocablo del acto y de la pasión mismos, como hace Virgilio en el segundo de la Eneida, que llama a Eneas: «¡Oh, luz! -que era acto-. ¡Oh, esperanza de los troyanos!» -que es pasión -; el cual no era ni luz ni esperanza, sino término por donde les venía la luz del consuelo, y era término en donde descansaba toda la esperanza de su salvación; como dice Estacio en el quinto del Thebaidos, cuando dícele Isífilis a Arquemoro, «¡Oh, consuelo de las cosas y de la patria perdida! ¡Oh, honor de mi servicio!, como cuotidianamente decímosle al amigo: «ve mi amistad», y el padre le dice al hijo: «amor mío» por antigua costumbre, las ciencias en las cuales pone su vista con más fervor la filosofía, son llamadas por su nombre, como la ciencia natural, la moral y la metafísica; la cual porque más necesariamente y con más fervor pone su vista en aquélla, es llamada filosofía. Por donde se puede ver por qué en segundo lugar llámaseles a las ciencias filosofía. Una vez que se ha visto cómo la primera es verdadera filosofía en esencia -la cual es la dama de quien hablo-, y como su noble nombre se ha comunicado por la costumbre a las demás ciencias, seguiré adelante con sus alabanzas.

XII.

En el primer capítulo de este Tratado se ha razonado tan cumplidamente la causa que me movió a hacer esta canción, que no es menester explicarla más; porque asaz fácilmente puede reducirse a la exposición hecha. Y así, conforme a las divisiones hechas, recorreré con ésta el sentido literal, cambiando el sentido de la letra allí donde sea menester.

Digo: Amor que en la mente me habla. Entiendo por amor el estudio que yo ponía para conquistar el amor de esta dama. Donde es preciso saber que estudio se puede considerar aquí de dos maneras. Es un estudio el que lleva al hombre al hábito del arte y de la ciencia; y otro estudio el que emplea en el hábito adquirido al ejercitar aquél; y el primero, es el que yo llamo aquí amor, el cual infundía en mi mente continuas, nuevas y altísimas consideraciones acerca de esta dama que arriba se ha explicado; del mismo modo que suele hacer el estudio que se emplea en conquistar una amistad, que deseándola, primero considera muchas cosas de ella. Es éste el estudio y la afición que suele preceder en los hombres al nacimiento de la amistad, cuando ya ha nacido por una parte el amor y se desea y procura que lo haya en la otra; porque, como más arriba se dice, hay filosofía cuando el alma y la sabiduría se han hecho amigas, de modo que la una sea amada por entero de la otra, del modo que más arriba se ha dicho. Y no es menester razonarlo por la presente exposición, que a modo de proemio fue explicado en la exposición literal; porque por su primera razón fácilmente puede lograrse la comprensión de esta segunda.

Por lo cual hay que proceder con el segundo verso, en el cual comienza el Tratado, donde digo: No ve ese sol que en torno al mundo gira. Aquí se ha de saber que del mismo modo que al tratar de cosa sensible es menester explicar insensible, así es menester tratar de cosa inteligible por medio de cosa no inteligible. Y luego, del mismo modo que en la exposición literal se habla comenzando por el sol corporal y sensible, así ora se ha de explicar por el sol espiritual e inteligible, que es Dios. Nada sensible hay en el mundo más digno de ser tomado como ejemplo de Dios que el sol, el cual ilumina con luz sensible primero a sí mismo y luego a todos los demás cuerpos celestiales y elementales; así Dios iluminase Él primero con luz intelectual y luego a los celestiales y demás inteligibles. El sol, con su calor, todas las cosas vivifica, y si alguna corrompe con ello, no es intención de la causa, sino accidental efecto; así Dios todas las cosas vivifica en bondad, y si alguna es mala, no se debe a la intención divina, mas porque así es menester que sea, por cualquier accidente en el proceso del efecto propuesto. Porque si Dios hizo los ángeles buenos y los malos, no hizo lo uno y lo otro intencionadamente, sino sólo los buenos; se siguió luego, ajena a su intención, la malicia de los malos; mas no tan ajena a su intención que Dios no supiese de antemano su malicia. Pero tanta fue la afición a producir la criatura espiritual, que la presciencia de algunos que habían de venir a mal fin, no debía ni podía retraer a Dios de tal producción; que no sería de alabar la naturaleza, si sabiendo que las flores de un árbol habían de perderse en parte no produjese flores en él, y por los estériles abandonase la producción de los fructíferos. Digo, por lo tanto, que Dios, que todo lo entiende -pues que su girar es entender- no ve cosa tan gentil cuanto ve al mirar do está la filosofía; que aunque Dios, mirándose a sí mismo; véalo todo en conjunto, en cuanto en él reside la distinción de las cosas del mismo modo que el efecto en la causa, las ve distintas. Ve pues a ésta la más noble de todas en absoluto, en cuanto la ve perfectísimamente, en Sí y en su Esencia. Porque si se trae a la memoria cuanto se ha dicho más arriba, filosofía es amoroso ejercicio de sabiduría, el cual está principalmente en Dios, porque en Él hay suma sabiduría, sumo amor y acto sumo, que no puede haber en parte alguna sino en cuanto de Él procedan. Es, por lo tanto, la divina filosofía esencia divina, puesto que en Él no puede haber cosa añadida a su esencia; y es la más noble, porque nobilísima es la esencia divina y existe en él por modo perfecto y verdadero, como por eterno matrimonio. En las demás inteligencias la hay por modo inferior, a manera de concubina, en la que ningún amante se complace cumplidamente, sino que en su semblante contenta sus ansias, por lo cual puede decirse que Dios no ve, es decir, no entiende cosa alguna tan gentil como ésta; digo cosa alguna en cuanto ve y distingue las demás cosas, como se ha dicho, viéndose causa de todo. ¡Oh, nobilísimo y excelentísimo corazón que se entiende en la esposa del Emperador del Cielo! Y no solamente esposa, sino hermana e hija dilectísima.

XIII.

Una vez visto cómo en el principio de las alabanzas de ésta se dice sutilmente que está parte de la divina substancia, en cuanto primeramente se la considera, hemos de proceder a ver, como digo en segundo lugar, que está en las inteligencias causadas. Digo por lo tanto: Todo intelecto de allá arriba mírala; donde se ha de saber que digo de allá arriba, refiriéndome a Dios, como antes se ha hecho mención. Y por eso se excluyen que están desenterradas de la patria suprema, las cuales no pueden filosofar, puesto que el amor hace del todo apagado en ellas, y para filosofar, como ya he dicho, es menester amor. Por lo cual se ve que las inteligencias infernales están privadas de la vista de esta hermosa; y como quiera que esa vista es bienaventuranza del intelecto, su privación es amarguísima y llena de toda suerte de tristezas.

Luego, cuando digo: Y la gente que aquí se enamora, desciendo a explicar cómo llega en segundo lugar a la humana inteligencia, con la cual filosofía humana sigo después en el Tratado encomiando aquélla. Digo pues, que la gente que se enamora aquí, es decir, en esta vida, la siente en su pensamiento, no siempre, sino cuando Amor hace sentir su paz. Donde hay que ver tres cosas, que en este texto se apuntan. Es la primera, cuando dice: la gente que aquí se enamora, por lo cual parece hacerse una distinción en el género humano; y necesariamente es menester que se haga, porque, según se ve manifiestamente y en el siguiente Tratado es mi intención explicar, la mayor parte de los hombres viven más según el sentido que conforme a razón. Y los que viven según su sentido, es imposible que se enamoren de ésta, porque no pueden tener de ella la menor idea. La segunda es cuando dice: cuando amor deja sentir su paz, etc., donde parece que se hace una distinción de tiempo, cosa que, además, aunque las inteligencias separadas miren continuamente a esta dama, la humana inteligencia no puede hacer tal, puesto que la humana naturaleza, ajena a la especulación -en la que se satisfacen el intelecto y la razón-, ha menester muchas cosas para su sostenimiento; porque nuestra sabiduría es a veces habitual tan sólo y no actual. Y no se encuentra tal en las demás inteligencias, que solamente son perfectas en su naturaleza intelectiva. De aquí que cuando en nuestra alma no hay acto de especulación, no se puede decir verdaderamente que haya filosofía, sino cuanto tiene el hábito de ella y el poder de despertarla; y por eso algunas veces la hay en la gente que aquí abajo se enamora, y a veces no. La tercera es cuando dice el momento en que esa gente la tiene; a, saber: cuando Amor deja sentir su paz; lo cual no quiere decir sino cuando el hombre está actualmente en especulación; porque el estudio no hace sentir la paz de esta dama sino en el acto de la especulación. Y así se ve que esta dama es primeramente de Dios, en segundo lugar de las demás inteligencias separadas con continuo mirar, y después de la humana inteligencia, con mirar discontinuo.

En verdad, al hombre que siempre tiene esta dama hásele de llamar filósofo, no obstante no esté todavía en el último acto de filosofía, puesto que por el hábito sólo había de llamársele con otro nombre. De aquí que llamemos virtuoso, no solamente cuando ejercita la virtud, sino con que tenga el hábito de la virtud; y decimos facundo a un hombre, no solamente cuando habla, sino por el hábito de la facundia, es decir, del bien hablar. Y de esta filosofía, en cuanto participa de ella la humana inteligencia, serán los elogios siguientes, para demostrar cómo gran parte de su bondad ha sido concedida a la humana naturaleza. Digo, por lo tanto, después: Su ser tanto complace a Aquel que se lo dio, del cual como de la primera fuente, se deriva, por lo que siempre atrae la capacidad de nuestra naturaleza, la cual hace bella y virtuosa. De aquí que, puesto que al hábito de aquélla lleguen algunos, no llega ninguno a tanto que se pueda decir hábito propiamente, porque el primer estudio, es decir, aquel por el cual se engendra el hábito, no puede conquistarla perfectamente. Y aquí se ve su última alabanza: que perfecta o imperfecta, no pierde su nombre de perfección. Por ésta su desmesura se dice que el alma de la filosofía lo manifiesta en cuanto consigo lleva, es decir, que Dios pone siempre en ella algo de su luz. Donde se quiere recordar lo que antes se ha dicho de que Amor es forma de la filosofía; y por eso aquí se le llama su alma. El cual amor está manifiesto en el ejercicio de la sabiduría, ejercicio que lleva consigo admirables bellezas, es decir, contentamiento en toda condición de tiempo y desprecio de todas aquellas cosas que se adueñan de los demás. Por lo cual sucede que los demás míseros que tal consideran pensando en su falta, luego del deseo de perfección, cae en trabajo de suspiros; y esto es aquello que dice: Y los ojos de los que están donde ella luce, mensajeros envían al corazón lleno de deseos, que toman aire y se transforman en suspiros.

XIV.

De igual manera que en la exposición literal después de las alabanzas generales se desciende a las especiales, primero en lo que se refiere al alma, después en lo que se refiere al cuerpo, así ahora se propone el texto después de los encomios generales descender a los especiales. De aquí que, como se ha dicho más arriba, la filosofía tiene por objeto material la sabiduría, por forma el amor y por composición de uno y otro el ejercicio de la especulación. Por donde, en el verso que a seguida empieza: A ella desciende la virtud divina, me propongo encomiar el amor, que es parte de la filosofía. Porque se ha de saber que descender la virtud de una cosa a otra no es sino reducir aquélla a su semejanza; del mismo modo que en los agentes naturales vemos manifiestamente que, descendiendo su virtud a las cosas pacientes, atraen aquéllas a su semejanza en tanto en cuanto les es posible. Por lo cual vemos que el sol, descendiendo aquí abajo sus rayos, reduce las cosas a su semejanza de luz, en cuanto aquéllas, por su predisposición, pueden por la virtud recibir luz. Así digo que Dios reduce este amor a semejanza suya, en cuanto le es posible asemejarse a Él.

Y se expone la cualidad de la recreación al decir cual sucede en el ángel que la ve. Donde también se ha de saber que el primer agente, es a saber, Dios, infunde su virtud en algunas cosas por manera de rayo directo, y en otras cosas por manera de reverberado esplendor. Por donde en las inteligencias irradia la luz divina sin intermediario, y en las demás repercute de estas inteligencias iluminadas primeramente. Mas como quiera que aquí se ha hecho mención de luz y de esplendor, para su perfecta comprensión mostraré la diferencia entre estos vocablos, según el sentir de Avicena. Digo que la costumbre de los filósofos es llamar al cielo luz, en cuanto está en el origen de su fuente; llamarle rayo, en cuanto está intermedio entre el principio y el primer cuerpo donde termina; llamarle resplandor, en cuanto está reflejado en otra parte. Digo, pues, que la divina virtud sin intermediario trae este amor a semejanza suya. Y esto puede demostrarse manifiestamente, pues que siendo el divino amor en todo eterno, así es menester que necesariamente lo sea su objeto, de modo que sean cosas eternas las que Él ama. Y así han de amar este amor; porque la sabiduría, en la cual este amor se cumple, eterna es. De aquí que, se haya escrito de ella: «Fue creada en el principio anterior a los siglos; y en el siglo que ha de venir no vendrá a menos». Y en los Proverbios de Salomón dice la propia sabiduría: «Estoy ordenada eternamente». Y en el principio del Evangelio de Juan se puede ver claramente su eternidad. De aquí se origina que allí donde este amor resplandece, todos los demás amores se oscurecen y casi se apagan, puesto que su eterno objeto vence y sobrepuja desproporcionadamente a los demás objetos. Y por eso los más excelentes filósofos lo demostraron claramente con sus actos, por los cuales sabemos que de ninguna cosa se curaban, sino de la sabiduría. Por lo cual, Demócrito, descuidando la propia persona, no se cortaba barba, cabellos ni uñas. Platón, despreciando los bienes materiales, no se curó de la dignidad real, que hijo de rey fue. Aristóteles, no curándose de ningún amigo-contra su mejor amigo después de aquélla-, luchó así contra el ya nombrado Platón. Y ¿por qué hablamos de estos tan sólo, cuando encontramos otros que por estos pensamientos despreciasen su vida, como Zenón, Sócrates, Séneca y otros muchos? Así pues, está manifiesto que la divina virtud, a manera de ángel, desciende a los hombres en este amor. Y para comprobarlo exclama el texto a seguida: Y si hay dama gentil que no lo crea, vaya con ella y contemple, etc. Por dama gentil se entiende el alma noble de ingenio y libre en su potestad, que es la razón. Por lo cual, las demás almas no se pueden decir señoras, sino siervas; porque no existen por sí ni por otras; y el filósofo dice en el segundo de la Metafísica que es libre aquella cosa que lo es por su causa y no por ajena.

Dice: Vaya con ella y contemple sus actos, esto es, acompáñese de este amor y mire a aquel que dentro de él encontrará; y en parte apunta algo cuando dice: Allí donde ella habla, desciende; es decir, donde la filosofía está en acto, desciende un celestial pensamiento, en el cual se razona que ésta es operación más que humana. Dice del cielo, para dar a entender que no solamente ella, sino los pensamientos amigos suyos, son abstraídos de las cosas bajas y terrenas.

Luego, a seguida, se dice cuán avalora y enciende el amor allí donde se muestra con la suavidad de sus actos, que son todas sus gracias honestas, dulces y sin altivez alguna. Y a seguida para persuadir más de su compañía, dice: Gentil y hermoso es cuanto en la dama se descubre cuanto a ella se asemeja. Además añade: Y puédese decir que su semblante ayuda; donde se ha de saber que el mirar a esta dama nos fue de antiguo ordenado, no sólo porque veamos el rostro que muestra, sino porque deseemos conquistar las cosas que tiene celadas. Por donde, como por ella se ve mucho de aquello por medio de la razón y, por consiguiente, lo que sin ella parece maravilla, así por ella se cree que todo milagro puede tener razón en más alto intelecto, y, por consiguiente, que puede existir. En lo cual tiene origen nuestra buena fe, por la cual viene la esperanza de desear ante lo visto, y por aquéllos nace el ejercicio de la caridad. Por las cuales virtudes se asciende a filosofar a la alma celestial, donde los estoicos, peripatéticos y epicúreos, por arte de la eterna verdad, concurren acordes en una voluntad.

XV.

En el capítulo precedente es alabada esta gloriosa dama, según una de las partes que la componen: es, a saber: el amor; ahora en éste, en el cual es mi intención exponer el verso que comienza: Cosas se advierten en su continente, es menester hablar encomiando otra de sus partes, es decir, la Sabiduría. Dice, pues, el texto que en su rostro se ven cosas que muestran placeres del Paraíso; y distingue el lugar donde tal acaece, es decir, en los ojos y en la risa. Y aquí se ha de saber que los ojos de la sabiduría son sus muestras, con las cuales se ve la verdad continuamente; y su risa son sus persuasiones, en las cuales demuestra la luz interior de la sabiduría bajo alguna veladura; y en las dos se siente ese altísimo placer de bienaventuranza, cuyo máximo bien está en el Paraíso. Este placer no nos puede ser dado en ninguna otra cosa de aquí abajo sino en el mirar estos ojos y esa risa. Y la razón es que, como quiera que toda cosa desea por naturaleza su perfección, no puede estar contenta sin ella, que es ser bienaventurado; pues aunque tuviese las demás cosas, sin ésta quedaríale el deseo, en el cual no pueda estar con la bienaventuranza, ya que la bienaventuranza es cosa perfecta y el deseo cosa defectuosa; porque nadie desea lo que tiene, sino lo que no tiene, que es defecto manifiesto. Y con esta sola mirada se adquiere la humana perfección, es decir, la perfección de la razón, de la cual, como de parte principalísima, depende toda nuestra esencia y todas nuestras demás operaciones: sentir, alimentar; todas, en fin, existen por ésta sola, y ésta existe por sí y no por otros. De modo que una vez ésta perfecta, es perfecta aquélla, porque el hombre, en cuanto es hombre, ve cumplido todo deseo, y así es bienaventurado. Y por eso se dice en el libro de Sabiduría: «Quien arroja de sí la sabiduría y la doctrina, es infeliz», lo cual es privación de felicidad. Por el hábito de la sabiduría se sigue que se adquiere el estar feliz y contento, según la opinión del filósofo. Con lo cual se ve cómo en el continente de ésta se muestran cosas del Paraíso; y por eso se lee en el libro citado de Sabiduría, hablando de ella: «Es candor de la luz eterna, espejo sin mancha de la majestad de Dios».

Luego, cuando se dice: Deslumbran nuestro intelecto, me disculpo diciendo que poco puedo hablar de aquéllas por su sobrepujanza. Donde se ha de saber que en cierto modo estas cosas deslumbran nuestro intelecto, en cuanto ciertas cosas afirman ser lo que nuestro intelecto no puede mirar, a saber: Dios, la eternidad y la primera materia; las cuales ciertamente no se ven, y su existencia es con toda fe creída. Y aun aquello que son, no podemos entender sino negando cosas; y así se puede llegar a su conocimiento y no de otra manera. En verdad, puede aquí dudar mucho acerca de cómo puede ser que la sabiduría haga al hombre bienaventurado, no pudiendo mostrarle ciertas cosas con perfección, puesto que es natural en el hombre el deseo de saber, y sin cumplir su deseo, no puede ser bienaventurado. A esto se puede responder claramente que en toda cosa se mide el deseo natural según la posibilidad de la cosa deseada; de otro modo iría contra sí mismo, lo cual es imposible, y la naturaleza lo hubiera hecho en vano, lo cual es también imposible. «Iría en contra», porque, deseando su perfección, desearía su imperfección, puesto que desearía desearse siempre e mismo y no cumplir jamás su deseo. Y en este error cae el avaro maldito y no se da cuenta de que desea desearse siempre, al correr tras el número imposible de alcanzar. Lo habría, además, la «naturaleza hecho en vano», porque no estaría ordenado a fin alguno; y por eso el humano deseo está medido en esta vida por la ciencia que aquí se puede tener, y no pasa a aquel puesto sino por error, el cual está fuera de la intención natural. Y así está medido en la naturaleza angélica y cumplido en cuanto lo está en la sabiduría que la naturaleza de cada cual puede aprender. Y ésta es la razón de por qué los santos no se tienen envidia entre sí; porque cada cual añade el objeto de su deseo, el cual deseo está medido con la naturaleza de la bondad. De aquí que, como quiera que conocer a Dios y decir de algunas cosas lo que son no le es posible a nuestra naturaleza, nosotros, por naturaleza, no deseamos saberlo, y con esto está resuelta la duda.

Luego, cuando digo: Su beldad llueve resplandores de fuego, desciendo a otro placer del Paraíso, es decir, de la felicidad secundaria en relación a esta primera, la cual de su belleza procede. Donde se ha de saber que la moralidad es la belleza de la filosofía; porque del mismo modo que la belleza del cuerpo resulta de sus miembros, en cuanto están debidamente proporcionados, así la belleza de la sabiduría, que es cuerpo de la filosofía, como se ha dicho, resulta de la proporción de las virtudes morales, que hacen gustar aquélla sensiblemente. Y por eso digo que su beldad, es decir, moralidad, llueve resplandores de fuego, es decir, recto apetito, que se engendra en el placer de la doctrina moral; el cual apetito se aparta, no sólo de los vicios naturales, sino también de los demás. Y de aquí nace esa felicidad que Aristóteles define en el primero de la Ética, diciendo que es «operación conforme a virtud en vida perfecta».

Y cuando dice: Por eso la dama que vea su belleza, sigue en alabanza de ésta. Grítole a la gente que la siga, diciéndoles su provecho; es decir, que por seguirla a ella todo el mundo llega a ser bueno. Por eso dice: La dama, es decir, el alma, que oiga censurar su belleza por no mostrarse cual conviene que se muestre, mírese en este ejemplo. Donde se ha de saber que las costumbres son bellezas del alma, y las virtudes principalmente, las cuales, a veces, ya sea por vanidad o por soberbia, parecen menos bellas o menos gratas. Y por eso digo que para huir de ello miren a ésta; es decir, allí donde es ejemplo de humildad; esto es, en aquella parte de ella que se llama filosofía moral. Y añado que mirando a ésta -a la sabiduría, digo- en esta parte, todo vicioso se volverá recto y bueno. Y por eso digo: Ésta que humilla a todo ser perverso; esto es, convierte dulcemente a quien se ha inclinado fuera del orden debido.

Por último, como máxima alabanza de la sabiduría, digo de ella que es madre de todo principio, cualquiera que sea, diciendo que con ella empezó Dios el mundo y especialmente el movimiento del cielo, el cual todas las cosas engendra y del cual toma origen y es movido todo movimiento, al decir: fue por Aquél pensada que creó el universo; esto es, por decir que en el divino pensamiento, que es ese intelecto, estaba ella cuando hizo el mundo. De donde se sigue que ella lo hizo; y por eso dijo Salomón en los Proverbios, por boca de la sabiduría: «Cuando Dios ordenaba los cielos, yo estaba presente; cuando con cierta ley y con cierto giro vallaba los abismos; cuando arriba detenía el éter y suspendía las fuentes de las aguas; cuando señalaba su límite al mar, y ponía una ley a las aguas para que no pasasen sus confines; cuando echaba cimientos de la tierra, yo estaba con Él disponiendo las cosas todas y me deleitaba diariamente».

¡Oh, peor que muertos, los que huís de la amistad de Ella! Abrid los ojos y mirad que, antes que vosotros existieseis, Ella fue vuestra amante, acomodando y ordenando vuestra formación; y luego que fuisteis hechos, para enderezaros a vuestra semejanza, vino a nosotros. Y si todos no podéis venir a su presencia, honradla en sus amigos y obedeced sus mandamientos, pues que os anuncian la voluntad de esta Emperatriz eterna. No cerréis los oídos a Salomón, que tal os dice al decir que «el camino de los justos es como luz esplendorosa que sigue y crece hasta el día de la bienaventuranza», yendo tras ellos, contemplando sus obras, que deben seros luz en el camino de esta brevísima vida. Y aquí se puede terminar el verdadero sentido de la presente canción.

En verdad, el último verso que a modo de Tornada se ha puesto, por la exposición literal, puede explicarse aquí asaz fácilmente, salvo en cuanto dice que yo llamé a esta dama altiva y desdeñosa. Pues se ha de saber que al principio la filosofía parecíame, en cuanto a su cuerpo -es decir, a la sabiduría-, altiva, porque no me sonreía en cuanto no entendía aún sus persuasiones; y desdeñosa, porque no volvía a mí los ojos; es decir, que yo no podía ver sus muestras. Y de todo esto, la falta era mía; y con esto y con lo que en el sentido literal se ha dicho, está manifiesta la alegoría de la Tornada; así que tiempo es ya, para seguir adelante, de poner fin a este Tratado.

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