CANTO XIV
«¿Quién es éste que sube nuestro monte
antes de que la muerte alas le diera,
y abre los ojos y los cierra a gusto?»
«No sé quién es, mas sé que no está sólo;
interrógale tú que estás más cerca,
y recíbelo bien, para que hable.»
Así dos, apoyado uno en el otro,
conversaban de mí a mano derecha;
luego los rostros, para hablar alzaron.
Y dijo uno: «Oh alma que ligada
al cuerpo todavía, al cielo marchas,
por caridad consuélanos y dinos
quién eres y de dónde, pues nos causas
con tu gracia tan grande maravilla,
cuanto pide una cosa inusitada.»
Y yo: «Se extiende en medio de Toscana
un riachuelo que nace en Falterona,
y no le sacian cien millas de curso.
junto a él este cuerpo me fue dado;
decir quién soy sería hablar en balde,
pues mi nombre es aún poco conocido.»
«Si he penetrado bien lo que me has dicho
con mi intelecto me repuso entonces
el que dijo primero hablas del Arno.»
Y el otro le repuso: «¿Por qué esconde
éste cuál es el nombre de aquel río,
cual hace el hombre con cosas horribles?»
y la sombra de aquello preguntada
así le replicó: «No sé, mas justo
es que perezca de tal valle el nombre;
porque desde su cuna, en que el macizo
del que es trunco el Peloro, tan preñado
está, que en pocos sitios le superan,
hasta el lugar aquel donde devuelve
lo que el sol ha secado en la marina,
de donde toman su caudal los ríos,
es la virtud enemiga de todos
y la huyen cual la bicha, o por desgracia
del sitio, o por mal uso que los mueve:
tanto han cambiado su naturaleza
los habitantes del mísero valle,
cual si hechizados por Circe estuvieran.
Entre cerdos, más dignos de bellotas
que de ningún otro alimento humano,
su pobre curso primero endereza.
Chuchos encuentra luego, en la bajada,
pero tienen más rabia que fiereza,
y desdeñosa de ellos tuerce el morro.
Va descendiendo; y cuanto más se acrece,
halla que lobos se hicieron los perros,
esa maldita y desgraciada fosa.
Bajando luego en más profundos cauces,
halla vulpejas llenas de artimañas,
que no temen las trampas que las cacen.
No callaré por más que éste me oiga;
y será al otro útil, si recuerda
lo que un veraz espíritu me ha dicho.
Yo veo a tu sobrino que se vuelve
cazador de los lobos en la orilla
del fiero río, y los espanta a todos.
Vende su carne todavía viva;
luego los mata como antigua fiera;
la vida a muchos, y él la honra se quita.
Sangriento sale de la triste selva;
y en tal modo la deja, que en mil años
no tomará a su estado floreciente.»
Como al anuncio de penosos males
se turba el rostro del que está escuchando
de cualquier parte que venga el peligro,
así yo vi turbar y entristecerse
a la otra alma, que vuelta estaba oyendo,
cuando hubo comprendido las palabras.
A una al oírla y a la otra al mirarla,
me dieron ganas de saber sus nombres,
e híceles suplicante mi pregunta;
por lo que el alma que me habló primero
volvió a decir: «Que condescienda quieres
y haga por ti lo que por mí tú no haces.
Mas porque quiere Dios que en ti se muestre
tanto su gracia, no seré tacaño;
y así sabrás que fui Guido del Duca.
Tan quemada de envidia fue mi sangre.
que si dichoso hubiese visto a alguno,
cubierto de livor me hubieras visto.
De mi simiente recojo tal grano;
¡Oh humano corazón, ¿por qué te vuelcas
en bienes que no admiten compañía?
Este es Rinieri, prez y mayor honra
de la casa de Cálboli, y ninguno
de sus virtudes es el heredero.
Y no sólo su sangre se ha privado,
entre el monte y el Po y el mar y el Reno,
del bien pedido a la verdad y al gozo;
pues están estos límites tan llenos
de plantas venenosas, que muy tarde,
aun labrando, serían arrancadas.
¿Dónde están Lizio, y Arrigo Mainardi,
Pier Traversaro y Guido de Carpigna?
¡Bastardos os hicisteis, romañoles!
¿Cuando renacerá un Fabbro en Bolonia?
¿cuando en Faenza un Bernardín de Fosco,
rama gentil aun de simiente humilde?
No te asombres, toscano, si es que lloro
cuando recuerdo, con Guido da Prata,
a Ugolin d’Azzo que vivió en Romagna,
Federico Tignoso y sus amigos,
a los de Traversara y Anartagi
(sin descendientes unos y los otros),
a damas y a galanes, las hazañas,
los afanes de amor y cortesía,
donde ya tan malvadas son las gentes.
¿Por qué no te esfumaste, oh Brettinoro,
cuando se hubo marchado tu familia,
y mucha gente por no ser perversa?
Bien hizo Bagnacaval, ya sin hijos;
e hizo mal Castrocaro, y peor Conio,
que tales condes en prohijar se empeña.
Bien harán los Pagan, cuando al fin pierdan
su demonio; si bien ya nunca puro
ha de quedar de aquellos el recuerdo.
Oh Ugolino dei Fantolín, seguro
está tu nombre y no se espera a nadie
que, corrompido, oscurecerlo pueda.
Y ahora vete, toscano, que deseo
más que hablarte, llorar; así la mente
nuestra conversación me ha obnubilado.»
Sabíamos que aquellas caras almas
nos oían andar, y así, callando,
hacían confiarnos del camino.
Nada más avanzar, ya los dos solos,
igual que un rayo que en el aire hiende,
se oyó una voz venir en contra nuestra:
«Que me mate el primero que me encuentre»;
y huyó como hace un trueno que se escapa,
si la nube de súbito se parte.
Apenas tregua tuvo nuestro oído,
y otra escuchamos con tan grande estrépito,
que pareció un tronar que al rayo sigue.
«Yo soy Aglauro, que tornóse en piedra»,
y por juntarme entonces al poeta,
un paso di hacia atrás, y no adelante.
Quieto ya el aire estaba en todas partes;
y me dijo: «Aquel debe ser el freno
que contenga en sus límites al hombre.
Pero mordéis el cebo, y el anzuelo
del antiguo adversario, y os atrapa;
y poco vale el freno y el reclamo.
El cielo os llama y gira en torno vuestro,
mostrando sus bellezas inmortales,
y poneis en la tierra la mirada;
y así os castiga quien todo conoce.»