CANTO XV
Cuanto hay entre el final de la hora tercia
y el principio de día en esa esfera,
que al igual que un chiquillo juega siempre
tanto ya parecía que hacia el véspero
aún le faltaba al sol de su camino:
allí la tarde, aquí era medianoche.
En plena cara heríannos los rayos,
pues giramos el monte de tal forma,
que al ocaso derechos caminábamos,
cuando sentí en mi frente pesadumbre
de un resplandor mucho mayor que el de antes,
al que ha bajado, y es tan diferente
del caer de la piedra en igual caso,
como experiencia y arte lo demuestran;
así creí que la luz reflejada
por delante de mí me golpease;
y en apartarse fue rauda mi vista.
«¿Quién es, de quien no puedo, dulce padre,
la vista resguardar, por más que hago,
y parece venir hacia nosotros?»
«Si celestial familia aún te deslumbra
respondió no te asombres: mensajero
es que viene a invitar a que subamos.
Dentro de poco el mirar estas cosas
no será grave, mas será gozoso
cuanto natura dispuso que sientas.»
Cuando cerca del ángel estuvimos
«Entrad aquí nos dijo dulcemente
donde hay una escalera menos dura.»
Subíamos, dejando el sitio aquel
y cantar “Beati misericordes”
escuchamos, y “Goza tú que vences”
Mi maestro y yo solos caminábamos
hacia la altura; y yo al andar pensaba
sacar de su palabra algún provecho;
y a él me dirigí y le pregunté:
«¿Qué ha querido decir el de Romaña.
con bienes que no admiten compañía?»
Y él contestó: «De su mayor defecto
conoce el daño, así que no te admires
si es reprendido por que más no llore.
Porque si vuestro anhelo se dirige
a lo que compartido disminuye,
hace la envidia que suspire el fuelle.
Mas si el amor de la esfera suprema
los deseos volviera hacia lo alto,
tal temor no tendría vuestro pecho;
pues, cuanto más allí se dice "nuestro",
tanto del bien disfruta cada uno,
y más amor aún arde en ese claustro.»
«Estoy de estar contento más ayuno
dije- que si no hubiera preguntado,
y aún más dudas me asaltan en la mente.
¿Cómo puede algún bien, distribuido
en muchos poseedores, aún más ricos
hacer de él, que si pocos lo tuvieran?»
Y aquel me contestó: «Como no pones
la mente más que en cosas terrenales,
sacas tinieblas de luz verdadera.
Ese bien inefable e infinito
que arriba está, al amor tal se apresura
corno a un lúcido cuerpo viene el rayo.
Tanto se da cuanto encuentra de ardor;
y al aumentarse así la caridad,
sobre ella crece la eterna virtud.
Y así cuanta más gente ama allá arriba,
hay allí más amor, y más se ama,
y unos y otros son como los espejos.
Y si lo que te digo no te sacia,
verás a Beatriz que plenamente
este o cualquier deseo ha de quitarte.
Procura pues que pronto se te extingan,
como han sido ya dos, las cinco heridas
que cicatrizan al estar contrito.»
Cuando decir quería: «Me aplacaste»,
me vi llegado al círculo de arriba,
y me hizo callar la vista ansiosa.
Allí me pareció en una visión
estática de súbito estar puesto,
y ver muchas personas en un templo;
y una mujer decía en los umbrales,
con dulce gesto maternal: «Oh hijo,
¿por qué has obrado esto con nosotros?
Tu padre y yo angustiados estuvimos
buscándote.» Y como ella se callara,
se me borró lo que veía antes.
Después me vino otra, con el agua
que en sus mejillas el dolor destila,
que un gran despecho hacia otros nos provoca
diciendo: «Si eres sir de la ciudad,
por cuyo nombre dioses contendieron,
y donde toda ciencia resplandece,
véngate de esos brazos atrevidos
que a mi hija abrazaron, Pisistrato.»
Y el Señor, que benigno parecía,
le respondía con templado rostro:
«¿Qué haremos a quien males nos desea,
si a aquellos que nos aman condenarnos?»
Luego vi gente ardiendo en fuego de ira,
a pedradas matando a un jovencito,
gritando: «Martiriza, martiriza»,
y al joven inclinarse, por la muerte
que le apesadumbraba, hacia la tierra,
mas sus ojos alzaba siempre al cielo,
pidiendo al alto Sir, en guerra tanta,
que perdonase a sus perseguidores,
con ese aspecto que a piedad nos mueve.
Cuando volvió mi alma hacia las cosas
que son, fuera de ella, verdaderas,
supe que mis errores no eran falsos.
Mi guía entonces, que me contemplaba
como a aquel que del sueño se despierta,
dijo: «¿Qué tienes que te tambaleas,
y has caminado más de media legua
con los ojos cerrados, dando tumbos,
a guisa de quien turban sueño o vino?»
«Oh dulce padre mío, si me escuchas
te contaré le dije lo que he visto,
cuando las piernas me fueron tan flojas.»
Y él dijo: «Si cien máscaras tuvieses
sobre el rostro, cerrados no tendría
tus pensamientos, aun los más pequeños.
Es lo que viste para que no excuses
al agua de la paz abrir el pecho,
que de la eterna fuente se derrama.
No pregunté “qué tienes”, como hiciera
quien mira, sin ver nada, con los ojos,
cuando desanimado el cuerpo yace;
mas pregunté para animar tus pasos
tal conviene avivar al perezoso,
que tardo emplea al despertar su tiempo.»
Por el ocaso andábamos, mirando
hasta donde alcanzaba nuestra vista
contra la luz radiante y vespertina.
Y vimos poco a poco una humareda
venir hacia nosotros, cual la noche;
ni un sitio había para resguardarnos:
el aire puro nos quitó y la vista.