CANTO IX
Del anciano Titón la concubina
emblanquecía en el balcón de oriente,
fuera ya de los brazos de su amigo;
en su frente las gemas relucían
puestas en forma del frío animal
que con la cola a la gente golpea;
la noche, de los pasos con que asciende,
dos llevaba en el sitio en donde estábamos,
y el tercero inclinaba ya las alas;
cuando yo, que de Adán algo conservo,
adormecido me tumbé en la hierba
donde los cinco estábamos sentados.
Cuando a sus tristes layes da comienzo
la golondrina al tiempo de alborada,
acaso recordando el primer llanto,
y nuestra mente, menos del pensar
presa, y más de la carne separada,
casi divina se hace a sus visiones,
creí ver, en un sueño, suspendida
un águila en el cielo, de áureas plumas,
con las alas abiertas y dispuesta
a descender, allí donde a los suyos
dejara abandonados Ganimedes,
arrebatado al sumo consistorio.
¡Acaso caza ésta por costumbre
aquí –pensé-, y acaso de otro sitio
desdeña arrebatar ninguna presa!
Luego me pareció que, tras dar vueltas,
terrible como el rayo descendía,
y que arriba hasta el fuego me llevaba.
Allí me pareció que ambos ardíamos;
y el incendio soñado me quemaba
tanto, que el sueño tuvo que romperse.
No de otro modo se inquietara Aquiles,
volviendo en torno los despiertos ojos
y no sabiendo dónde se encontraba,
cuando su madre de Quirón a Squira
en sus brazos dormido le condujo,
donde después los griegos lo sacaron;
cual yo me sorprendí, cuando del rostro
el sueño se me fue, y me puse pálido,
como hace el hombre al que el espanto hiela.
Sólo estaba a mi lado mi consuelo,
y el sol estaba ya dos horas alto,
y yo la cara al mar tenía vuelta.
«No tengas miedo mi señor me dijo ;
cálmate, que a buen puerto hemos llegado;
no mengües, mas alarga tu entereza.
Acabas de llegar al Purgatorio:
ve la pendiente que en redor le cierra;
y ve la entrada en donde se interrumpe.
Antes, al alba que precede al día,
cuando tu alma durmiendo se encontraba,
sobre las flores que aquel sitio adornan,
vino una dama, y dijo: «Soy Lucía;
deja que tome a éste que ahora duerme;
así le haré más fácil el camino.»
Sordello se quedó, y las otras formas;
Te cogió y cuando el día clareaba,
vino hacia arriba y yo tras de tus pasos.
Te dejó aquí, mas me mostraron antes
sus bellos ojos esa entrada; y luego
ella y tu sueño a una se marcharon.»
Como un hombre que sale de sus dudas
y que cambia en sosiego sus temores,
después que la verdad ha descubierto,
cambié yo; y como sin preocupaciones
me vio mi guía, por la escarpadura
anduvo, y yo tras él hacia lo alto.
Lector, observarás cómo realzo
mis argumentos, y aún con más arte
si los refuerzo, no te maravilles.
Nos acercamos hasta el mismo sitio
que antes me había parecido roto,
como una brecha que un muro partiera,
vi una puerta, y tres gradas por debajo
para alcanzarla, de colores varios,
y un portero que aún nada había dicho.
Y como yo aún los ojos más abriera,
le vi sentado en la grada más alta,
con tal rostro que no pude mirarlo;
y una espada tenía entre las manos,
que los rayos así nos reflejaba,
que en vano a ella dirigí mi vista.
«Decidme desde allí: ¿Qué deseáis
él comenzó a decir ¿y vuestra escolta?
No os vaya a ser dañosa la venida.»
«Una mujer del cielo, que esto sabe,
le respondió el maestro nos ha dicho
antes, id por allí, que está la puerta.»
«Y ella bien ha guiado vuestros pasos
cortésmente el portero nos repuso :
venid pues y subid los escalones.
Allí subimos; y el primer peldaño
era de mármol blanco y tan pulido,
que en él me espejeé tal como era.
Era el segundo oscuro más que el perso
hecho de piedra áspera y reseca,
agrietado a lo largo y a lo ancho.
El tercero que encima descansaba,
me pareció tan llameante pórfido,
cual la sangre que escapa de las venas.
Encima de éste colocaba el ángel
de Dios, sus plantas, al umbral sentado,
que piedra de diamante parecía.
Por los tres escalones, de buen grado,
el guía me llevó, diciendo: «Pide
humildemente que abran el cerrojo.»
A los pies santos me arrojé devoto;
y pedí que me abrieran compasivos,
mas antes di tres golpes en mi pecho.
Siete P, con la punta de la espada,
en mi frente escribió: «Lavar procura
estas manchas me dijo cuando entres.»
La ceniza o la tierra seca eran
del color mismo de sus vestiduras;
y de debajo se sacó dos llaves.
Era de plata una y la otra de oro;
con la blanca y después con la amarilla
algo que me alegró le hizo a la puerta.
«Cuando cualquiera de estas llaves falla,
y no da vueltas en la cerradura
dijo él esta entrada no se abre.
Más rica es una; pero la otra, antes
de abrir, requiera más ingenio y arte,
porque es aquella que el nudo desata.
Me las dio Pedro; y díjome que errase
antes en el abrirla que en cerrarla,
mientras la gente en tierra se prosterne.»
Después empujó la puerta sagrada,
diciéndonos: «Entrad, pero os advierto
que vuelve afuera aquel que atrás mirase.»
Y al girar en sus goznes las esquinas
de aquellas sacras puertas, que de fuertes
y sonoros metales están hechas,
no rechinó ni se mostró tan dura
Tarpeya, cuando al bueno de Metelo
la arrebataron, y quedó arruinada.
Yo me volví con el sonar primero,
y Te Deum Laudamus parecía
escucharse en la voz y en dulces sones.
Tal imagen al punto me venía
de lo que oía, como la que suele
cuando cantar con órgano se escucha;
que ahora no, que ahora sí, se entiende el texto.