CANTO XII
Era el lugar por el que descendimos
alpestre y, por aquel que lo habitaba,
cualquier mirada hubiéralo esquivado.
Como son esas ruinas que al costado
de acá de Trento azota el río Adigio,
por terremoto o sin tener cimientos,
que de lo alto del monte, del que bajan
al llano, tan hendida está la roca
que ningún paso ofrece a quien la sube;
de aquel barranco igual era el descenso;
y allí en el borde de la abierta sima,
el oprobio de Creta estaba echado
que concebido fue en la falsa vaca;
cuando nos vio, a sí mismo se mordía,
tal como aquel que en ira se consume.
Mi sabio entonces le gritó: «Por suerte
piensas que viene aquí el duque de Atenas,
que allí en el mundo la muerte te trajo?
Aparta, bestia, porque éste no viene
siguiendo los consejos de tu hermana,
sino por contemplar vuestros pesares.»
Y como el toro se deslaza cuando
ha recibido ya el golpe de muerte,
y huir no puede, mas de aquí a allí salta,
así yo vi que hacía el Minotauro;
y aquel prudente gritó: «Corre al paso;
bueno es que bajes mientras se enfurece.»
Descendimos así por el derrumbe
de las piedras, que a veces se movían
bajo mis pies con esta nueva carga.
Iba pensando y díjome: «Tú piensas
tal vez en esta ruina, que vigila
la ira bestial que ahora he derrotado.
Has de saber que en la otra ocasión
que descendí a lo hondo del infierno,
esta roca no estaba aún desgarrada;
pero sí un poco antes, si bien juzgo,
de que viniese Aquel que la gran presa
quitó a Dite del círculo primero,
tembló el infecto valle de tal modo
que pensé que sintiese el universo
amor, por el que alguno cree que el mundo
muchas veces en caos vuelve a trocarse;
y fue entonces cuando esta vieja roca
se partió por aquí y por otros lados.
Mas mira el valle, pues que se aproxima
aquel río sangriento, en el cual hierve
aquel que con violencia al otro daña.»
¡Oh tú, ciega codicia, oh loca furia,
que así nos mueves en la corta vida,
y tan mal en la eterna nos sumerges!
Vi una amplia fosa que torcía en arco,
y que abrazaba toda la llanura,
según lo que mi guía había dicho.
Y por su pie corrían los centauros,
en hilera y armados de saetas,
como cazar solían en el mundo.
Viéndonos descender, se detuvieron,
y de la fila tres se separaron
con los arcos y flechas preparadas.
Y uno gritó de lejos: «¿A qué pena
venís vosotros bajando la cuesta?
Decidlo desde allí, o si no disparo.»
«La respuesta le dijo mi maestro¬-
daremos a Quirón cuando esté cerca:
tu voluntad fue siempre impetuosa.»
Después me tocó, y dijo: «Aquel es Neso,
que murió por la bella Deyanira,
contra sí mismo tomó la venganza.
Y aquel del medio que al pecho se mira,
el gran Quirón, que fue el ayo de Aquiles;
y el otro es Folo, el que habló tan airado.
Van a millares rodeando el foso,
flechando a aquellas almas que abandonan
la sangre, más que su culpa permite.»
Nos acercamos a las raudas fieras:
Quirón cogió una flecha, y con la punta,
de la mejilla retiró la barba.
Cuando hubo descubierto la gran boca,
dijo a sus compañeros; «¿No os dais cuenta
que el de detrás remueve lo que pisa?
No lo suelen hacer los pies que han muerto.»
Y mi buen guía, llegándole al pecho,
donde sus dos naturas se entremezclan,
respondió: «Está bien vivo, y a él tan sólo
debo enseñarle el tenebroso valle:
necesidad le trae, no complacencia.
Alguien cesó de cantar Aleluya,
y ésta nueva tarea me ha encargado:
él no es ladrón ni yo alma condenada.
Mas por esta virtud por la cual muevo
los pasos por camino tan salvaje,
danos alguno que nos acompañe,
que nos muestre por dónde se vadea,
y que a éste lleve encima de su grupa,
pues no es alma que viaje por el aire.»
Quirón se volvió atrás a la derecha,
y dijo a Neso: «Vuelve y dales guía,
y hazles pasar si otro grupo se encuentran.»
Y nos marchamos con tan fiel escolta
por la ribera del bullir rojizo,
donde mucho gritaban los que hervían.
Gente vi sumergida hasta las cejas,
y el gran centauro dijo: « Son tiranos
que vivieron de sangre y de rapiña:
lloran aquí sus daños despiadados;
está Alejandro, y el feroz Dionisio
que a Sicilia causó tiempos penosos.
Y aquella frente de tan negro pelo,
es Azolino; y aquel otro rubio,
es Opizzo de Este, que de veras
fue muerto por su hijastro allá en el mundo.»
Me volví hacia el poeta y él me dijo:
«Ahora éste es el primero, y yo el segundo.»
Al poco rato se fijó el Centauro
en unas gentes, que hasta la garganta
parecían, salir del hervidero.
Díjonos de una sombra ya apartada:
«En la casa de Dios aquél hirió
el corazón que al Támesis chorrea.»
Luego vi gentes que sacaban fuera
del río la cabeza, y hasta el pecho;
y yo reconocí a bastantes de ellos.
Asi iba descendiendo poco a poco
aquella sangre que los pies cocía,
y por allí pasamos aquel foso.
«Así como tú ves que de esta parte
el hervidero siempre va bajando,
dijo el centauro quiero que conozcas
que por la otra más y más aumenta
su fondo, hasta que al fin llega hasta el sitio
en donde están gimiendo los tiranos.
La diving justicia aquí castiga
a aquel Atila azote de la tierra
y a Pirro y Sexto; y para siempre ordeña
las lágrimas, que arrancan los hervores,
a Rinier de Corneto, a Rinier Pazzo
qué en los caminos tanta guerra hicieron.»
Volvióse luego y franqueó aquel vado.