Sonetos:
Guido amigo: tú, Lapo y yo, quisiera
Fuésemos, presa de un encantamiento,
Llevados a un bajel que a todo viento
A nuestro antojo por el mar corriera,
De modo que ni dicha ni quimera
Nos pudiese traer impedimento;
Antes, siempre viviendo al mismo intento,
El goce de estar juntos se acreciera.
Y monna Vanna y monna Bice y quien
Por su beldad logró el número treinta,
Nos hicieran el tiempo encantador.
Y que todos hablásemos de amor
Y cada una sintiérase contenta,
Cual los tres lo estuviésemos también.
Los ojos de mi amada hablan de amor
Y enloquecen a todo lo que mira;
Todo el que pasa vuélvese y la admira,
Y su saludo da un dulce temblor.
Se humilla la mirada y la color,
Ya al ver su pequeñez uno suspira:
Ante ella huye el desdén y huye la ira;
Ayudadme, doncellas, en su honor.
Nace, oyéndola hablar, del corazón
Una humilde dulzura deliciosa,
Y es feliz quien la logra contemplar.
No se puede decir ni imaginar
Cuán dulce es sonriendo su expresión.
¡Tanto es u gentileza milagrosa!
Ve el mismo paraíso claramente
Quien a mi dama entre otras damas ve,
Y gracias deben dar al dios clemente
Las que con ella van, por tal merced
Es u beldad tan llana y complaciente,
Que de envidia no da a las otras sed;
Cada una se reviste reverente
De nobleza, candor, amor y fé.
Todo se hace modesto en su presencia,
Y no sólo en sí misma se hace afable,
Mas trueca a las demás en su favor;
Y es en todo tan dulce su clemencia,
Que nadie evoca su recuerdo amable
Que no suspire de ilusión de amor.
Dice el vate que son la misma cosa
El puro amor y el noble corazón,
Y se hallan, si uno estar sin otro osa,
Cual la alma racional sin la razón.
Natura da, mostrándose amorosa,
Por dueño a Amor y al pecho por mansión,
Y en ésta aquél confiado se reposa
Una lenta o rápida estación.
Mas se hace la beldad mujer discreta,
Y es al pecho tan grata, que éste impone
Su deseo de amarla en posesión.
Y es tan constante y tanto el alma inquieta
Que a ésta a veces al fin se sobrepone;
Tal la mujer en frente a la pasión.
Vi una banda de ninfas, hechicera,
A principios del próximo pasado,
Y una de ellas venía primera
Conduciendo al Amor del diestro lado.
De sus ojos salía una lumbrera,
A modo de un espíritu inflamado,
Y tanto la miré y de tal manera,
Que en su rostro vi un Ángel figurado.
Al que era digno, dábale salud;
Con sus ojos, no exentos de firmeza,
Llenaba corazones de virtud.
Debió bajar del cielo esa belleza
Y hoy nos viene a salvar su juventud.
Feliz, pues, quien con ella se tropieza.
A aquellos que saluda, les parece
Mi amada tan gentil y recogida,
Que quedan con la lengua enmudecida,
Y absorta su mirada permanece.
De todos alabanzas mil merece
Al irse, siempre de humildad vestida,
Y del cielo a la tierra ser venida
Sólo un milagro por mostrar, parece.
Muéstrase tan graciosa a quien la mira,
Que cede al corazón una dulzura
Que no puede entender quien no la prueba;
Y en sus ojos parece que se mueva
Un espíritu suave de ternura
Que va diciendo al ánima: suspira
Canción.
¡Oh damas que sabéis lo que es amor,
A hablaros voy en loanza de mi amada,
Y no por pretender hacerla honor,
Mas por dejar mi mente así aliviada!
Digo, pues, que, pensando en su candor,
Tan dulce amor instígame a sentir,
Que si entonces puediéselo decir
A la gente dejara enamorada.
Mas no haré esta canción tan elevada
Que por querer alzarla quede vil
Hablaré de su espíritu gentil
-Con la sinceridad ella obligada-
¡Oh damas y doncellas, con vosotras,
Que no dijera cuanto os digo a otras!
Llama un ángel al célico intelecto,
Y le dice: “En el mundo verse puede
Un ser maravilloso, que procede
De un alma cuya luz hasta aquí explende”.
El cielo, en que no había más defecto,
Pide a Dios si tal dicha le concede,
Los santos le suplican tal mercede,
Y aun nuestra parte la Piedad defiende.
Mas la voz del Señor dulce se extiende:
“Sufrid, amados míos, con paciencia,
que no venta tan presto a mi presencia;
Alguien hay que quedársela pretende,
Y dirá en el infierno a los malvados:
Vi el cielo de los bienaventurados”.
Por mi amada suspiran en el cielo.
Su virtud, pues, os quiero hacer saber:
Quien quiera gentil dama parecer
La acompañe. Durante su salida
Pone el pecho vil Amor un hielo,
Que hace al mal pensamiento perecer.
Todo aquel que consigue al fin la vez
O se ennoblece o bien queda sin vida,
Y si es digno de ver la faz querida,
Prueba inmediatamente su virtud
Que su alma queda henchida de salud,
Y humíllase y la ofensa se le olvida
Y aun otra inmensa gracia Dios le ha dado:
No puede mal morir el que la ha hablado.
Dice de ella el Amor: “Siendo mortal,
¿Cómo tan bella ser puede y tan pura?
Mas la mira de nuevo y asegura
Que sólo es Dios capaz de una tal prueba.
Tiene un vago color de perla, cual
Conviene a una tal suerte de hermosura:
Es ella lo mejor que hizo Natura,
Y aun la verdad en ella se comprueba.
De sus ojos, según sus luces mueva,
Surgen de amor espíritus radiosos
Que hieren en la vista a los curiosos,
Y en el pecho, que al punto se renueva.
Amor se espeja en su sonrisa errante;
Sólo puede mirársela un instante.
¡Oh canción mía! Sé que irás hablando
A muchas damas, cuando estés lanzada;
Te ruego, pues que estás aleccionada
Como hija del amor, sencilla y llana,
Que a quien halles le digas suplicando:
“Enseñadme la senda: voy mandada
A aquella en cuya loa soy loada”
Mas para que tu acción no sea vana,
Procura, si imposible no te es,
Ir sólo con mujer u hombre cortés,
Y ellos te indicarán la senda arcana.
Allí con ella a Amor encontrarás,
Y con ellos por mí intercederás.