CANTO XXIII
Callados, solos y sin compañía
caminábamos uno tras del otro,
lo mismo que los frailes franciscanos.
Vuelto había a la fábula de Esopo
mi pensamiento la presente riña,
donde él habló del ratón y la rana,
porque igual que «enseguida» y «al instante»,
se parecen las dos si se compara
el principio y el fin atentamente.
Y, cual de un pensamiento el otro sale,
así nació de aquel otro después,
que mi primer espanto redoblaba.
Yo así pensaba: «Si estos por nosotros
quedan burlados con daño y con befa,
supongo que estarán muy resentidos.
Si sobre el mal la ira se acrecienta,
ellos vendrán detrás con más crueldad
que el can lleva una liebre con los dientes.»
Ya sentía erizados los cabellos
por el miedo y atrás atento estaba
cuando dije: «Maestro, si escondite
no encuentras enseguida, me amedrentan
los Malasgarras: vienen tras nosotros:
tanto los imagino que los siento.»
Y él: «Si yo fuese de azogado vidrio,
tu imagen exterior no copiaría
tan pronto en mí, cual la de dentro veo;
tras mi pensar el tuyo ahora venía,
con igual acto y con la misma cara,
que un único consejo hago de entrambos.
Si hacia el lado derecho hay una cuesta,
para poder bajar a la otra bolsa,
huiremos de la caza imaginada.»
Este consejo apenas proferido,
los vi venir con las alas extendidas,
no muy de lejos, para capturarnos.
De súbito mi guía me cogió
cual la madre que al ruido se despierta
y ve cerca de sí la llama ardiente,
que coge al hijo y huye y no se para,
teniendo, más que de ella, de él cuidado,
aunque tan sólo vista una camisa.
Y desde lo alto de la dura margen,
de espaldas resbaló por la pendiente,
que cierra la otra bolsa por un lado.
No corre por la aceña agua tan rauda,
para mover la rueda del molino,
cuando más a los palos se aproxima,
cual mi maestro por aquel barranco,
sosteniéndome encima de su pecho,
como a su hijo, y no cual compañero.
Y llegaron sus pies al lecho apenas
del fondo, cuando aquéllos a la cima
sobre nosotros; pero no temíamos,
pues la alta providencia que los quiere
hacer ministros de la quinta fosa,
poder salir de allí no les permite.
Allí encontramos a gente pintada
que alrededor marchaba a lentos pasos,
llorando fatigados y abatidos.
Tenían capas con capuchas bajas
hasta los ojos, hechas del tamaño
que se hacen en Cluní para los monjes:
por fuera son de oro y deslumbrantes,
mas por dentro de plomo, y tan pesadas
que Federico de paja las puso.
¡Oh eternamente fatigoso manto!
Nosotros aún seguimos por la izquierda
a su lado, escuchando el triste lloro;
mas cansados aquéllos por el peso,
venían tan despacio, que con nuevos
compañeros a cada paso estábamos.
Por lo que dije al guía: «Ve si encuentras
a quien de nombre o de hechos se conozca,
y los ojos, andando, mueve entorno.»
Uno entonces que oyó mi hablar toscano,
de detrás nos gritó: « Parad los pasos,
los que corréis por entre el aire oscuro.
Tal vez tendrás de mí lo que buscabas.»
Y el guía se volvió y me dijo: «Espera,
y luego anda conforme con sus pasos.»
Me detuve, y vi a dos que una gran ansia
mostraban, en el rostro, de ir conmigo,
mas la carga pesaba y el sendero.
Cuando estuvieron cerca, torvamente,
me remiraron sin decir palabra;
luego a sí se volvieron y decían:
«Ése parece vivo en la garganta;
y, si están muertos ¿por qué privilegio
van descubiertos de la gran estola?»
Dijéronme: «Oh Toscano, que al colegio
de los tristes hipócritas viniste,
dinos quién eres sin tener reparo.»
«He nacido y crecido les repuse-
en la gran villa sobre el Arno bello,
y con el cuerpo estoy que siempre tuve.
¿Quién sois vosotros, que tanto os destila
el dolor, que así veo por el rostro,
y cuál es vuestra pena que reluce?»
«Estas doradas capas uno dijo-
son de plomo, tan gruesas, que los pesos
hacen así chirriar a sus balanzas.
Frailes gozosos fuimos, boloñeses;
yo Catalano y éste Loderingo
llamados, y elegidos en tu tierra,
como suele nombrarse a un imparcial
por conservar la paz; y fuimos tales
que en torno del Gardingo aún puede verse.»
Yo comencé: «Oh hermanos, vuestros males »
No dije más, porque vi por el suelo
a uno crucificado con tres palos.
Al verme, por entero se agitaba,
soplándose en la barba con suspiros;
y el fraile Catalán que lo advirtió,
me dijo: «El condenado que tú miras,
dijo a los fariseos que era justo
ajusticiar a un hombre por el pueblo.
Desnudo está y clavado en el camino
como ves, y que sienta es necesario
el peso del que pasa por encima;
y en tal modo se encuentra aquí su suegro
en este foso, y los de aquel concilio
que a los judíos fue mala semilla.»
Vi que Virgilio entonces se asombraba
por quien se hallaba allí crucificado,
en el eterno exilio tan vilmente.
Después dirigió al fraile estas palabras:
«No os desagrade, si podéis, decirnos
si existe alguna trocha a la derecha,
por la cual ambos dos salir podamos,
sin obligar a los ángeles negros,
a que nos saquen de este triste foso.»
Repuso entonces: «Antes que lo esperes,
hay un peñasco, que de la gran roca
sale, y que cruza los terribles valles,
salvo aquí que está roto y no lo salva.
Subir podréis arriba por la ruina
que yace al lado y el fondo recubre.»
El guía inclinó un poco la cabeza:
dijo después: « Contaba mal el caso
quien a los pecadores allí ensarta.»
Y el fraile: « Ya en Bolonia oí contar
muchos vicios del diablo, y entre otros
que es mentiroso y padre del embuste.»
Rápidamente el guía se marchó,
con el rostro turbado por la ira;
y yo me separé de los cargados,
detrás siguiendo las queridas plantas.