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viernes, 2 de octubre de 2020

El Convivio, castellano, Tratado primero.

Tratado primero.

I.

Como dice el filósofo al principio de la primera filosofía, todos los hombres, por naturaleza, desean saber. La razón de lo cual puede ser el que toda cosa impulsada por providencia de su propio natural, inclínase a su perfección; de aquí que, pues la ciencia es la última perfección de nuestra alma, y en ella reside nuestra última felicidad, todos, por naturaleza, a desearla estamos sujetos. En verdad, muchos están privados de esta nobilísima perfección, por diversas causas, que dentro del hombre y fuera de él le apartan del hábito de la ciencia.

Dentro del hombre puede haber dos defectos o impedimentos: uno, por parte del cuerpo; el otro, por parte del alma. Por parte del cuerpo lo hay cuando las partes están indebidamente dispuestas, así que nada puede percibir, como son los sordos, mudos y sus semejantes. Por arte del alma lo hay cuando la malicia vence en ella, de modo que da en seguir viciosos deleites, en los cuales tanto engaño recibe, que por ellos tiene por vil toda otra cosa.

Fuera del hombre, pueden ser asimismo comprendidas dos causas, una de las cuales es inductora de necesidad, la otra de pereza. La primera son las atenciones familiares y civiles, que necesariamente sujetan al mayor número de los hombres, de modo que no pueden permanecer en ocio de especulación. La otra es el defecto del lugar donde la persona ha nacido y se ha criado, pues a veces estará, no solamente privada de todo estudio, sino lejos de gente estudiosa.

Las dos primeras de estas causas, esto es, la primera por la parte de dentro y la primera por la parte de fuera, no son vituperables, sino merecedoras de excusa y perdón; las otras dos, y aun la una más que la otra, merecen ser reprobadas y abominadas. Manifiestamente, pues, puede ver quien bien considere que pocos son aquellos a quienes les es dado lograr el hábito por todos deseado, y casi innumerables los que, privados de este alimento, viven hambrientos siempre. ¡Oh, bienaventurados aquéllos pocos que se sientan a la mesa donde el pan de los ángeles(3) se come, y míseros aquéllos que con las bestias tienen pasto común! Mas como el hombre es, por naturaleza, amigo del hombre, y todo amigo se duele de que le falte algo a quien él ama, los que en tan alta mesa se alimentan no dejan de tener misericordia de aquéllos a quienes ven andar comiendo hierba y bellotas en un pasto animal. Y, pues la misericordia es madre de beneficio, siempre aquéllos que saben, ofrecen liberalmente de sus buenas riquezas a los verdaderamente pobres, y son como fuente viva de cuya agua se refrigera la sed natural susodicha. Así yo, que no me siento a la mesa bienaventurada, pero huyendo del pasto del vulgo, a los pies de los que en ella se sientan recojo lo que dejan caer, y conozco la mísera vida de los que tras de mí he dejado por la dulzura que pruebo en lo que poco a poco recojo, movido de misericordia, no olvidándolo, he reservado para los míseros alguna cosa, que ya he mostrado varias veces a sus ojos, haciéndoles con ello más deseosos. Por lo cual, queriendo prepararlos, es mi intención hacer un general convivio de cuanto les he mostrado y del pan que es menester a tales manjares, sin el cual no podrían comerlos en este convivio: de ese pan adecuado al manjar que es mi intención que les sea suministrado.

Y por eso no quiero que nadie se siente en él que tenga sus órganos mal dispuestos, tanto los dientes cuanto la lengua y el paladar, ni ningún asentador de vicios, porque su estómago está lleno de humores venenosos y contrarios, de suerte que no resistiría mi manjar. Mas venga todo aquél que por descuido familiar o civil haya quedado con hambre humana, y siéntese a una mesa con los demás igualmente privados; y pónganse a sus pies cuantos lo hayan estado por pereza, pues que no son dignos de asiento más elevado, y aquéllos y éstos tomen mi manjar con el pan, que yo se lo haré gustar y digerir. Los manjares de este convite serán ordenados de catorce maneras, es decir, en catorce canciones, tanto de amor como de virtudes materiales, los cuales sin este pan tenían sombra de alguna oscuridad, de modo que a muchos les era más manifiesta su belleza que su bondad; pero este pan, es decir, la presente exposición, será la luz que haga visible todo color de su sentido. Y si en la obra presente, que se llama Convivio, y quiero que tal sea, se habla más virilmente que en la Vida Nueva, no es mi intención, sin embargo, derogar aquélla en parte alguna, sino antes bien beneficiaría con ésta, mostrando cuán de razón es que sea aquélla férvida y apasionada y ésta templada y viril. Pues conviene decir y hacer en una edad de diferente manera que en otra; que ciertas costumbres son idóneas y laudables en una edad e inconvenientes y reprobables en otra, tal como más abajo, en el cuarto Tratado de este libro, se mostrará por vía de razón. Hablé en aquélla(4) a la entrada de mi juventud, y en ésta ya la juventud pasada. Y como quiera que mi verdadera intención era otra que la que muestran por fuera las canciones susodichas, en mi intención mostrar aquéllas por explicación alegórica, después de expuesta la historia literal; de modo que una y otra razón darán sabor a los que están invitados a esta cena; a todos los cuales ruego que si el convite no fuese tan espléndido como conviene a su fama, imputen todo defecto, no a mi voluntad, sino a mis facultades; porque mi deseo es que mi liberalidad se cumpla.


II.

Al principio de todo banquete bien dispuesto suelen los sirvientes tomar el pan preparado y purgarlo de toda mácula; como yo, en el presente escrito,

ocupo el lugar de aquéllos, de dos máculas intento limpiar primeramente esta exposición, que hace las veces del pan en mi convite. Es la una, que no parece lícito que nadie hable de sí mismo; la otra es que no parece razonable hablar argumentando demasiado a fondo. De esta forma el cuchillo de mi juicio purga lo lícito e irracional.

No permiten los retóricos que nadie hable de sí mismo sin necesidad. Y de esto se aparta el hombre, porque no se puede hablar de nadie sin que el que habla no alabe o vitupere a aquellos de quienes habla; razones éstas ambas que hablan por sí en boca de cada cual. Así, para disipar una duda que surge en este punto, digo que peor está vituperar que alabar, pues que no se han de hacer ni una ni otra cosa. La razón de lo cual es que toda cosa vituperable por sí misma es más fea que la que lo es por accidente.

Despreciarse a sí propio es vituperable per se, porque el hombre debe contar al amigo su defecto secretamente, y nadie es más amigo del hombre que él mismo; de aquí que en la cámara de sus pensamientos, y no públicamente, debía reprenderse y llorar sus defectos. Con todo, por no poder y no saber conducirse bien, no es vituperado el hombre las más de las veces; mas por no querer lo es siempre, porque por nuestro querer y no querer se juzgan la malicia y la bondad. Y por eso quien a sí mismo se vitupera, demuestra que conoce su defecto y demuestra que no es bueno. Por lo cual se ha de abandonar el hablar de sí mismo con vituperio.

Se ha de huir de alabarse a sí mismo, como mal por accidente, en cuanto no se puede alabar sin que tal alabanza no sea más bien vituperio: es alabanza en la apariencia de las palabras y vituperio en su entraña. Porque las palabras están hechas para mostrar lo que no se sabe. De aquí que quien a sí mismo se alaba, demuestra que no cree ser tenido por bueno, pues que no le ocurre tal sin conciencia maliciada, la cual descubre alabándose a sí mismo y descubriéndola se vitupera.

Y aún más: han de huirse la propia alabanza y el propio vituperio igualmente, por la razón de que presta falso testimonio, porque no hay hombre que sea verdadero y justo medidor de sí mismo: tanto engaña la propia caridad. De donde se deduce que cada cual tiene en su juicio las medidas del falso mercader, que vende con una y compra con otra; y cada cual examina su mal obrar con amplia medida, y con pequeña examina el bien; de modo que el número, la cantidad y el peso del bien le parecen mayores que si fuese apreciado con justa medida, y los del mal más pequeño. Porque hablando de sí mismo con alabanza, o al contrario, o dice falsedad respecto a la cosa de que habla, o dice falsedad respecto a su opinión; que lo uno y lo otro son falsedad. Así pues, dado que el consentir es confesar, comete villanía quien alaba o vitupera a alguien en su casa, porque el que así es estimado no puede consentirlo ni negarlo sin caer en culpa de alabarse o menospreciarse Salvo la manera de la debida corrección, que no puede existir sin reproche de la falta que se propone corregir, y salvo el modo de honrar y glorificar debidamente, el cual no se puede pasar sin hacer mención de las obras virtuosas o de las dignidades virtuosamente conquistadas.

En verdad, volviendo al principal propósito, digo, como se ha indicado más arriba, que en ocasiones necesarias está permitido hablar de sí mismo. Y entre esas ocasiones necesarias, dos son más manifiestas: es la una cuando, sin hablar de sí mismo, no se puede uno defender de grande infamia y peligro, y entonces se permite, por la razón de que tomar de dos senderos el menos malo es como tomar uno bueno. Y esta necesidad movió a Boecio a hablar de sí mismo, a fin de que, bajo pretexto de consolación, disculpase la perpetua infamia de su destierro, demostrando cuán injusto era, ya que no se alzaba otro exculpador. Es la otra cuando, por hablar de sí mismo, se sigue gran utilidad a los demás por vía de doctrina; y esta razón movió a Agustín a hablar de sí mismo en las Confesiones, pues por el proceso de su vida, que fue de malo en bueno, de bueno en mejor y de mejor en óptimo, dio en ella ejemplo y doctrina, la cual no se podía aprender por testimonio más verdadero.

Por lo cual, si una y otra razón me excusan, el pan de mi levadura está purgado de su primera mácula. Muéveme temor de infamia, y muéveme el deseo de enseñar una doctrina que otro en verdad no puede ofrecer. Temo haber seguido la infamia de tanta pasión como creerá haberme dominado quien lea las susodichas canciones; la cual infamia cesa con este hablar yo de mí mismo por entero; el cual demuestra que, no la pasión, sino la virtud, ha sido la causa por que me moví. Es mi intención también mostrar el verdadero sentido de aquéllas, que nadie puede ver si yo no lo cuento, porque está oculto bajo figura de alegoría; y esto no solamente proporcionará deleite al oído, sino sutil adiestramiento para hablar así y entender los escritos ajenos.

III.

Es merecedora de grande reprensión aquella cosa que, dispuesta para quitar algún defecto, a él induce precisamente; como quien fuese enviado a apaciguar una riña, y antes de apaciguarla comenzase otra. Así pues, dado que mi pan está purgado por una parte, es preciso que lo purgue por otra, para evitar tal reproche; que mi escrito, al cual puede llamársele casi Comentario, está dispuesto para quitar los defectos de las canciones susodichas, y tal vez sea un poco duro en algún pasaje. Dureza que es aquí consciente, y no por ignorancia, sino para evitar un defecto mayor. ¡Pluguiera, ay, al Dispensador del universo que la causa de mi excusa no hubiese existido nunca! Que así nadie me hubiera faltado ni yo sufrido pena injustamente; pena, digo, de destierro y pobreza. Pues que plugo a los ciudadanos de la muy hermosa y famosísima Florencia, hija de Roma, arrojarme fuera de su dulcísimo seno -en el cual nací y me crié hasta el logro de mi vida, y en el cual, y en buena paz con aquéllos, deseo de todo corazón reposar el cansado ánimo y acabar el tiempo que me haya sido concedido- por casi todos los lugares a los cuales se extiende esta lengua, he andado mendigando, mostrando contra mi voluntad la llaga de la suerte, que suele ser imputada al llagado injustamente muchas veces. En verdad, yo he sido barco sin vela ni gobierno, llevado a diferentes puertos, hoces y playas por el viento seco que exhala la dolorosa pobreza y como vil he aparecido a los ojos de muchos, que tal vez por la fama me habían imaginado de otra forma; en opinión de los cuales, no solamente envilecí mi persona, más disminuyó de precio toda obra mía, bien de las ya hechas, ya de la que estuviese por hacer. La razón por que tal acaece -no sólo en mí, sino en todos- pláceme apuntar aquí brevemente; primero, porque la estimación sobrepuja a la verdad, y luego porque la presencia empequeñece la verdad.

La buena fama, engendrada principalmente por la buena obra en la mente del amigo, es dada a luz por ésta primeramente; que la mente del enemigo, aunque reciba la simiente, no concibe. La mente que primero la da a luz, tanto para adornar más su regalo cuanto por caridad del amigo que lo recibe, no se atiene a los términos de la verdad, sino que los exagera. Y cuando los exagera para adornar lo que dice, habla contra conciencia; cuando es engaño de caridad lo que los exagera, no habla contra ella. La segunda mente que esto recibe, no solamente se conforma con la exageración de la primera, sino que en su referencia, efecto de aquélla, procura adornarla, y haciéndolo así engañada por su propia caridad, la exagera aún más de lo que a ella le llega, y con igual concordia y discordia de conciencia que la primera. Esto hacen la tercera receptora y la cuarta, dilatándose hasta el infinito. Y así, volviendo las causas susodichas en las contrarias, puede verse como la causa de la infamia se agranda del mismo modo. Por lo cual dice Virgilio en el cuarto libro de la Eneida: «Que la Fama vive de su movimiento, y andando, aumenta. Claramente, pues, puede ver quien quiera que la imagen engendrada tan sólo por la fama, siempre es mayor que la cosa imaginada en su verdadero ser.

IV.

Mostrada ya la razón de por qué la fama dilata el bien y el mal más de su verdadera cantidad, resta mostrar en este capítulo las razones que hacen ver por qué la presencia los restringe por el contrario; y una vez mostradas, vendremos luego al propósito principal, es decir, a la excusa susodicha. Digo, pues, que por tres causas la presencia hace a la persona de menos valor del que tiene. Una de las cuales es la puericia, no digo de edad, sino de ánimo; la segunda es la envidia: y éstas están en el que juzga; la tercera es la humana impureza, y ésta está en el que es juzgado.

La primera puede razonarse brevemente de este modo: la mayor parte de los hombres viven guiados de los sentidos y no conforme a razón, a guisa de párvulos; y estos tales no conocen las cosas sino simplemente por fuera; y no ven su bondad, a cual está ordenada a determinado fin, porque tienen cerrados los ojos de la razón, los cuales sí la ven. De aquí que luego ven cuanto pueden y juzgan según lo que han visto. Y como se forma una opinión de oídas, acerca de la fama de los otros, y la presencia está en desacuerdo con el juicio imperfecto que, no conforme a razón sino conforme al sentido juzga solamente, casi reputan mentira lo que primero han oído, y desprecian a la persona apreciada primero. De aquí que, según éstos que son como casi todos, la presencia restringe una y otra cualidad. Estos tales, tan pronto están deseosos como hartos; tan pronto alegres como tristes, con breves deleites y pesares; tan pronto amigos como enemigos: que todo lo hacen como párvulos, sin uso de razón.

La segunda se ve por estas razones: que toda comparación es para los viciosos motivo de envidia, y la envidia motivo de mal juicio, ya que no deja argumentar a la razón en favor de la cosa envidiada; así que la potencia juzgadora es entonces como el juez que oye solamente a una de las partes. De aquí que cuando estos tales ven a la persona famosa, al punto están ya envidiosos, porque ven que les iguala en prendas y dominio, y temen por la excelencia de aquélla ser menospreciados. Y éstos no solamente juzgan mal en su apasionamiento, pero difamando hacen juzgar mal a los demás. Por lo cual, la presencia disminuye lo bueno y lo malo de cada uno de los presentes; y digo lo malo, porque muchos, complaciéndose en las malas obras, tienen envidia a los que obran mal.

Es la tercera la humana impureza que se descubre por el propio a quien se juzga, y nunca cuando no hay con él trato ni conversación. Para evidenciar tal se ha de saber que el hombre está manchado por muchas partes; y que, como dice Agustín, «nada hay sin mancha». El hombre está manchado, ya por alguna pasión a la cual no puede a veces resistir, ya por algún miembro deforme, ya por algún golpe de la fortuna, ya por la infamia de sus padres o de algún pariente. Cosas que la fama no lleva consigo, mas sí la presencia, y por su conversación las descubre: estas máculas arrojan alguna sombra sobre la claridad de la bondad, de suerte que la hacen parecer menos clara y de menos valor. Y por eso es por lo que todo profeta es menos honrado en su patria; por eso es por lo que el hombre bueno debe conceder a pocos su presencia, y su familiaridad a menos aún, a fin de que su nombre sea reverenciado y no despreciado. Y esta tercera causa tanto puede estar en el mal cuanto en el bien, volviendo tales razones en sus contrarias. De aquí se ve por modo manifiesto que por la impureza, sin la cual no hay nadie, la presencia disminuye lo malo y lo bueno de cada uno más de lo que la verdad requiere.

De aquí pues que como se ha dicho más arriba, yo me he hecho presente a casi todos los itálicos, por lo cual, no sólo a aquéllos hasta quienes había corrido mi fama, mas también a los demás, tal vez les parezco más vil de lo que soy en verdad, por lo que tal vez mis cosas han parecido más livianas al presentarme yo, es preciso que en la obra presente, con más elevado estilo, dé muestra de cierta gravedad, que autoridad parezca; y baste esta excusa a la dificultad de mi Comentario.

V.

Toda vez que está ya purgado este pan de las máculas accidentales, queda por excusar en él un elemento, esto es, el que sea vulgar y no latino; que por

semejanza se puede decir de avena y no de trigo. Y de ello lo excusan brevemente tres motivos que me movieron a preferir éste al otro. Procede el uno del temor de desorden inconveniente; el otro, de prontitud de liberalidad; el tercero, del natural amor al habla propia. Y estas causas y sus razones, para satisfacción de lo que se pudiese reprochar por la razón ya notada, es mi intención argumentar en esta forma.

La cosa que más adorna y encomia las obras humanas, y que las lleva más derechamente a buen fin, es el hábito de aquellas disposiciones que están ordenadas a ese fin, del mismo modo que la serenidad de ánimo y fortaleza de cuerpo están ordenadas a fin caballeresco. Y así, quien está dispuesto al servicio ajeno, debe tener aquellas disposiciones ordenadas a tal fin, cuales son sujeción, conocimiento y obediencia, sin las cuales nadie está preparado para servir bien. Porque si no tiene cuantas condiciones se requieren, procede siempre en su servicio con trabajo y lentitud, y rara vez lo cumple. Y si no es obediente no sirve sino a su antojo y según su voluntad; lo cual es más servicio de amigo que de siervo. Por lo tanto, este Comentario es conveniente para evitar tal desorden, pues que es hacer las veces de siervo a las canciones infrascritas el estar sujeto a ellas en todos sus órdenes; y debe conocer las necesidades de su señor y serle obediente. Las cuales disposiciones hubiéranle faltado todas si hubiese sido latino y vulgar, ya que las canciones son vulgares.

Porque, primeramente, si hubiese sido latino, no era súbdito, sino soberano, tanto por nobleza como por virtud y belleza. Por nobleza, porque el latín es perpetuo e incorruptible, y el vulgar es inestable y corruptible. Por lo cual vemos que las escrituras antiguas de las comedias y tragedias latinas no se pueden trasmutar, lo mismo que tenemos hoy; lo cual no sucede en el vulgar, que se transforma por placentero artificio. De aquí que veamos en las ciudades de Italia, si lo consideramos bien, de cincuenta años a la fecha, cómo se han apagado, nacido y variado muchos vocablos; con que, si el poco tiempo así transforma, mucho más transforma mayor tiempo. Así que yo digo que si los que se partieron de esta vida hace mil años tornasen a sus ciudades, creeríanlas ocupadas por gente extranjera, dado lo que su lengua se desemeja de la de ellos. De esto se hablará en otra parte más cumplidamente, en un libro que es mi intención hacer, Deo concedente del Habla vulgar.

Además, el latín no sería súbdito, sino soberano, por virtud. Toda cosa es por naturaleza virtuosa en cuanto hace aquello a que está ordenada; y cuanto mejor lo hace, tanto más virtuosa es. Por lo cual decimos hombre virtuoso a aquél que vive en vida contemplativa o activa, a las cuales está naturalmente ordenado; decimos a un caballo virtuoso, porque corre mucho y fuerte, cosa a la cual está ordenado; decimos virtuosa a una espada que corta bien las cosas duras, a lo cual está ordenada. Así, el lenguaje que está ordenado para expresar el pensamiento humano es virtuoso cuando tal hace, y aquel que lo hace mejor, más virtuoso es. De aquí que, pues el latín expresa muchas cosas concebidas en la mente, que no puede hacer el vulgar -como saben los que poseen uno y otro lenguaje- es más su virtud que la del vulgar.

Además, no sería súbdito, sino soberano, por belleza. El hombre dice que es bella toda cosa cuyas partes se corresponden debidamente, porque de su armonía resulta complacencia. De aquí que el hombre parezca bello cuando sus miembros se corresponden debidamente; y decimos bello al canto, cuando sus voces, según las reglas del arte, son correspondientes entre sí. Con que es más bello aquel discurso en el que se corresponden más adecuadamente; y se corresponden más adecuadamente en latín que en vulgar, porque el vulgar obedece al uso y el latín al arte, por lo cual repútasele por más bello, más virtuoso y más noble. De aquí se concluye el propósito principal, es decir, que el comentario latino no hubiera sido súbdito de las canciones, sino soberano.

VI.

Demostrado ya cómo el presente Comentario no hubiese sido súbdito de las canciones vulgares de haber sido latino, queda por demostrar cómo no hubiese sido conocedor ni obediente de aquéllas; y luego se verá en conclusión cómo para que cesasen inconvenientes desórdenes, fue menester hablar vulgarmente. Digo, pues, que el latín no hubiera sido siervo conocedor de su señor por esta razón:

Requiérese el conocimiento del siervo principalmente para conocer dos cosas por modo perfecto. Es la una el natural del señor, ya que hay señores de tan asnal naturaleza, que mandan lo contrario de lo que quieren; y otros que sin decir nada quieren ser servidos y comprendidos; y otros que no quieren que el siervo se mueva para hacer sus menesteres, si no se lo mandan. No es mi intención mostrar ahora la razón de estas variaciones -porque multiplicaría harto la digresión -sino en tanto hablo en general, que estos tales son como bestias a los cuales hace poco provecho la razón. De aquí que si el siervo no conoce el natural de su señor, es manifiesto que no le puede servir perfectamente. La otra cosa es que conviénele al siervo conocer a los amigos de su señor; que de otro modo no los podría honrar ni servir y así no serviría perfectamente a su señor, como quiera que son los amigos como parte de un todo, porque su todo es un querer y un no querer.

Y aún más: el Comentario latino no habría tenido el mismo conocimiento de estas cosas que el vulgar. Que el latín no conoce al vulgar y sus amigos, se prueba de esta suerte: el que conoce una cosa en general no la conoce perfectamente; así como quien ve de lejos un animal no lo conoce perfectamente, porque no sabe si es perro, lobo o carnero. El latín conoce al vulgar en general, pero no en particular; que si lo conociese en particular, conocería todos los vulgares, porque no hay razón de que conozca uno más que otro. Y así todo hombre que tuviese el hábito del latín, tendría el hábito de conocer todos los vulgares. Mas no es así: que un habituado al latín no distingue, si es de Italia, el vulgar alemán, el vulgar itálico o el provenzal. Por donde se manifiesta que el latín no conoce el vulgar. Y aún más, no conoce a sus amigos; porque es imposible conocer a los amigos no conociendo al principal; de aquí que si el latín no conoce el vulgar, como se ha probado más arriba, le es imposible conocer a sus amigos; y el latín no tiene conversación en lengua alguna con tantos como tiene el vulgar de aquella de quien todos son amigos, y, por consiguiente, no puede conocer a los amigos del vulgar. Y no hay contradicción al decir que el latín conversa también con algunos amigos del vulgar; porque, sin embargo, no es familiar de todos, y así no conoce a los amigos perfectamente; porque se requiere conocimiento perfecto y no defectivo.

VII.

Probado que el Comentario latino no hubiera sido siervo conocedor, diré cómo no hubiera sido obediente. Obediente es aquel que tiene la buena disposición que se llama obediencia. La verdadera obediencia ha menester tres cosas, sin las cuales no puede existir: ser dulce, y no amarga; bien mandada por entero, y no espontánea, y con medida, y no desmesurada. Las cuales tres cosas érale imposible tener al Comentario latino; y por eso era imposible que fuese obediente. Que al latino le hubiese sido imposible ser obediente, se manifiesta por esta razón:

Toda cosa que de orden perverso procede, es laboriosa, y, por consiguiente, amarga, y no dulce; así como dormir por el día y velar por la noche, y andar hacia atrás y no hacia adelante. Mandar el súbdito al soberano procede de orden perverso; que el orden derecho es que el soberano mande al súbdito: así que es amargo y no dulce. Mas como es imposible obedecer dulcemente al amargo mandato, es imposible que cuando el súbdito manda sea dulce la obediencia del soberano. Por lo tanto, si el latín es soberano del vulgar, como más arriba se ha demostrado con varias razones, y las canciones, que hacen las veces de comandantes, son vulgares, es imposible que su razón sea dulce.

Además, la obediencia es bien mandada por entero, y de ningún modo espontánea, cuando aquello que por obediencia hace no lo hubiera hecho sin mandato, por propia voluntad, ni en todo ni en parte. Y así, si a mí me fuese mandado llevar puestos dos tabardos, y sin que me lo mandaran me pusiera uno, digo que mi obediencia no es enteramente bien mandada, sino espontánea en parte. Tal hubiera sido la del Comentario latino; y, por consiguiente, no hubiera sido obediencia enteramente bien mandada. Que tal hubiera sido, dedúcese de que el latino, sin el mandato de su señor, hubiera explicado muchas partes de su sentido -y explica quien bien considera los escritos latinos- lo cual hace el vulgar en parte alguna.

Hay además obediencia con mesura, y no desmesurada, cuando va al término del mandato, y no más allá; así como la naturaleza particular, obedece a la universal, cuando hácele al hombre treinta y dos dientes, y no más ni menos, y cuando le hace cinco dedos en la mano, y no más ni menos; y el hombre es obediente a la justicia cuando manda al pecador. Y esto tampoco lo hubiera hecho el latino; mas hubiera faltado, no sólo por defecto o sólo por exceso, sino por ambos; y así, su obediencia no hubiese sido mesurada, sino desmesurada, y, por consiguiente, no hubiera sido obediente. Que no hubiese sido el latino cumplidor del mandato de su señor, y que se hubiera excedido, puede demostrarse brevemente. Este señor, es decir, estas canciones a las cuales este Comentario está ordenado como siervo, mandan y quieren ser explicadas a todos aquellos a los cuales puede llegar su intelecto para que cuando hablen sean entendidas. Y nadie duda que si mandasen con la voz, no sería éste su mandato. Y el latino no las habría expuesto sino a los letrados; que los demás no las hubieran entendido así. De aquí que, pues son muchos más los no letrados que quieren entender aquéllas que los letrados, se sigue que no tendría eficacia su mandato como el vulgar, entendido de letrados y no letrados. A más de que el latino las hubiera expuesto a gente de otra lengua, como alemanes, ingleses y otros, y aquí hubiérase excedido ya de su mandato. Porque contra su voluntad, hablando ampliamente, sería argumentado su sentido allí donde no pudieran llegar con su belleza. Mas sepan todos que ninguna cosa armonizada por musaico enlace se puede traducir de su habla a otra, sin romper toda su dulzura y armonía. Y ésta es la razón por la cual Homero no se tradujo del griego al latín, como los demás escritos que de ellos tenemos; y ésta es la razón por la cual los versos del Salterio no tienen dulzura de música ni de armonía; porque fueron traducidos del hebreo al griego y del griego al latín, y en la primera traducción vino a menos toda aquella dulzura. Así, pues, conclúyese de aquí lo que se prometió en el principio del capítulo anterior deste último.

VIII.

Una vez demostrado con razones suficientes, cuan convenía porque cesasen inconvenientes desórdenes para esclarecer y demostrar las dichas canciones, comentario vulgar y no latino, es mi intención demostrar cómo también fue pronta liberalidad lo que hizo elegir entre éste y abandonar el otro. Puédese, pues, notar la pronta liberalidad en tres cosas, las cuales obedecen al vulgar y no hubieran obedecido al latino. Es la primera, dar a muchos; la segunda es dar cosas útiles; es la tercera, sin ser pedida la dádiva, darla. Porque dar en provecho de uno es un bien; mas dar en provecho de muchos es un bien pronto, en cuanto toma semejanza de los beneficios de Dios, que es el bienhechor universal por excelencia. Y, además, es imposible dar a muchos sin dar a uno, puesto que uno va incluido entre muchos; mas muy bien se puede dar a uno sin dar a muchos. Por eso quien beneficia a muchos hace uno y otro bien; quien beneficia a uno, hace sólo un bien; de aquí que veamos a los hacedores de las leyes fijar sus ojos principalmente en los bienes comunes al componer aquéllas.

Además, dar cosas inútiles al que la recibe es, con todo, un bien, en cuanto el que da muéstrale al menos ser su amigo; pero no es un bien perfecto, y así, no es pronto; como cuando un caballero diese a un médico un escudo, y cuando el médico diese a un caballero escritos los Aforismos de Hipócrates o los de Galeno; porque dicen los sabios que el rostro de la dádiva debe ser semejante del que la recibe; es decir, que le convenga y le sea útil; por eso se llama liberalidad pronta del que así discierne al dar.

Mas dado que los razonamientos morales suelen dar deseo de ver su origen, es mi intención mostrar brevemente en este capítulo cuatro razones, por las cuales, necesariamente, para que haya pronta liberalidad en la dádiva, ha de ser útil para quien la reciba.

Primeramente, porque la virtud debe ser alegre y no triste en ninguna de sus obras. De aquí que si la dádiva no es alegre, ya en el dar, ya en el recibir, no hay en ella virtud perfecta ni pronta. Esta alegría no puede dar sino utilidad, que queda en el dador con dar y va al que la recibe por recibir. El dador, pues, debe proveer de suerte que quede de su parte la utilidad de la honestidad que está sobre toda otra utilidad; y hacer de suerte que vaya al que la recibe la utilidad del uso de la cosa donada; y así uno y otro estarán contentos, y, por consiguiente, habrá más pronta liberalidad.

Segundo, porque la virtud debe llevar las cosas cada vez a mejor. Así como sería obra vituperable hacer un azadón de una hermosa espada o hacer una hermosa alcuza de una hermosa cítara, del mismo modo es vituperable quitar una cosa de un lugar donde sea útil y llevarla adonde sea menos útil. De aquí que para que sea laudable el mudar las cosas, conviene siempre que sea a mejor, por lo que debe ser sobremanera laudable; y esto no puede hacerlo la dádiva, si al transmutarse no se hace más cara; ni puede hacerse más cara, si no le es más útil su uso al que la recibe que al que la da. Por lo cual se infiere que la dádiva ha de ser útil para quien la reciba, a fin de que haya en ella pronta liberalidad.

Tercero, porque la obra de la virtud por sí misma debe adquirir amigos, dado que nuestra vida necesita de ellos y que es el fin de la virtud que nuestra vida sea alegre. De aquí que, para que la dádiva haga amigo al que la recibe, ha de ser útil, puesto que la utilidad sella la memoria con la imagen de la dádiva; la cual es alimento de la amistad, tanto más fuerte cuanto mejor es; de aquí que suele decir Martín: «No se apartará de mi mente el regalo que me hizo Juan». Por lo cual, para que en la dádiva esté su virtud, que es la liberalidad, y que ésta sea pronta, ha de serle útil a quien la reciba.

Últimamente, porque la virtud debe obrar libremente y no por la fuerza. Hay acto libre cuando una persona va con su gusto a cualquier parte, la cual muestra con dirigir la vista hacia ella; hay acto forzado, cuando va a disgusto, lo cual muestra con no mirar adonde va. Así, pues, mira la dádiva hacia esa parte cuando considera la necesidad del que la recibe. Y como no puedo considerarla si no es útil, es menester, para que la virtud proceda con acto libre, que esté libre la dádiva en el lugar adonde va con el que la recibe, y, por consiguiente, ha de haber en la dádiva utilidad para el que la recibe, a fin de que haya allí pronta liberalidad.

La tercera cosa en que puede notarse la pronta liberalidad, es en dar sin petición; porque lo pedido es por una parte no virtud, sino mercadería; porque el que recibe compra todo aquello que el dador no vende; por lo cual dice Séneca que nada se compra tan caro como aquello en que se gastan ruegos. De aquí que para que en la dádiva haya pronta liberalidad, y que se pueda notar en ella, es menester que esté limpia de toda mercadería; y así, la dádiva

no ha de ser pedida. En cuanto a por qué es tan caro lo que se pide, no es mi intención hablar de ello aquí, ya que suficientemente se explicará en el último tratado de este libro.

IX.

De las tres condiciones susodichas, que han de concurrir a fin de que haya pronta liberalidad en el beneficio, estaba apartado el Comentario latino, y el vulgar está de acuerdo con ellas, como se ve manifiestamente de este modo: el latino no hubiera servido para muchos; porque si traemos a la memoria lo que más arriba se ha dicho, los letrados extraños a la lengua itálica no hubieran podido obtener este servicio. Y los de esta lengua, si consideramos bien quiénes son, encontraremos que de mil, uno hubiera sido razonablemente servido, porque no lo habrían recibido; tan predispuestos están a la avaricia, que los aparta de toda nobleza de ánimo, la cual desea principalmente este alimento. Y en su vituperio digo que no se deben llamar letrados, porque no adquieren la letra para su uso, sino en cuanto por ella ganan dineros o dignidades; así como no se debe llamar citarista a quien tiene la cítara en casa para prestarla mediante un precio y no para usarla tocando. Volviendo, pues, al motivo principal, digo que puede verse manifiestamente cómo el latín hubiera beneficiado a pocos; más que el vulgar, servirá, en verdad, a muchos. Pues la bondad de ánimo que espera este servicio reside en aquellos que por torpe abandono del mundo han dejado la literatura a quienes la han convertido de dama en meretriz; y estos nobles son príncipes, barones y caballeros, y otra mucha gente noble, no solamente hombres, sino mujeres, que son muchos y muchas en esta lengua, vulgares y no letrados.

Además, el latín no hubiera sido el donante de útil dádiva, que será el vulgar; porque no hay cosa alguna útil, sino en cuanto se usa, ni está su bondad en potencia, lo cual no es existir perfectamente, como el oro, la margarita y los demás tesoros que están enterrados, porque los que están a mano del avaro están en más bajo lugar, que no hay tierra allí donde está escondido el tesoro. La verdadera dádiva de este Comentario es el sentido de las canciones a las cuales se hace, porque intenta principalmente inducir a los hombres a la ciencia y a la virtud, como se verá por el proceso de su tratado. No pueden tener el hábito de este sentido, sino aquellos en quienes está sembrada la verdadera nobleza del modo que se dirá en el cuarto Tratado; y éstos son casi todos vulgares, como lo son los nobles más arriba nombrados en este capítulo. Y no hay contradicción porque algún letrado sea de aquéllos, que, como dice mi maestro Aristóteles en el primer libro de la Ética: «Una golondrina no hace verano». Es, pues, manifiesto que el vulgar dará cosa útil. Y el latín no la hubiera dado.

Aún más: dará el vulgar dádiva no pedida, que no hubiera dado el latín, porque se dará a sí propio por Comentario, que nunca fue pedido por nadie, y esto no puede decirse del latín, que ha sido ya pedido por Comentario y por

glosas a muchos escritos, como en sus principios puede verse claramente en muchos. Y así manifiesto es que pronta liberalidad me inclinó al vulgar antes que al latín.

X.

Grande tiene que ser la excusa, cuando en convivio tan noble, por sus manjares y tan honroso por sus convidados, se sirve pan de avena y no de trigo; y tiene que ser una razón evidente la que le haga apartarse al hombre de aquello que por tanto tiempo han conservado los demás, como es el comentar en latín. Y así, la razón ha de ser manifiesta, pues es incierto el fin de las cosas nuevas, ya que nunca se ha tenido experiencia de ellas; de aquí que las cosas, usadas y conversadas, son comparadas en el proceso y en el fin. Por eso se movió la razón a ordenar que el hombre tuviese diligente cuidado al entrar en el nuevo camino, diciendo: «Que al estatuir las cosas nuevas, debe ser una razón evidente la que haga apartarse de lo que se ha usado por mucho tiempo». No se maraville nadie, pues, si es larga la digresión de mi excusa; antes bien, aguante como necesaria su extensión pacientemente. Prosiguiendo lo cual digo que -pues que está manifiesto cómo para que cesasen inconvenientes desórdenes, y por prontitud de liberalidad me incliné al Comentario vulgar y dejé el latino- quiere el orden de la excusa completa que demuestre yo cómo me movió a ello el natural amor del habla propia; que es la tercera y última razón que a ello me movió. Digo que el natural amor mueve principalmente al amador a tres cosas: es la una, magnificar al amado; la otra, ser celoso de él; la tercera, defenderlo, como puede verse que continuamente sucede. Y estas tres cosas me hicieron adoptarlo, es decir, a nuestro vulgar, al cual natural y accidentalmente amo y he amado.

Movióme a ello primeramente el magnificarlo. Y que con ello lo magnífico puede verse por esta razón: dado que por muchas condiciones de grandeza se pueden magnificar las cosas, es decir, hacerlas grandes, nada engrandece tanto como la grandeza de la propia bondad, la cual es madre y conservadora de las demás grandezas. De aquí que ninguna mayor grandeza puede tener el hombre que la de la obra virtuosa, que es su propia bondad, por la cual las grandezas de las verdaderas dignidades y de los verdaderos honores, del verdadero poderío, de las verdaderas riquezas, de los verdaderos amigos, de la fama clara y verdadera, son adquiridas y conservadas. Y yo doy esta grandeza a este amigo, en cuanto la bondad que tenía en potencia y oculta yo la reduzco en acto, y mostrándose en su obra propia, que es manifestar el sentido concebido.

Moviéronme a ello, en segundo lugar, los celos. Los celos del amigo hacen al hombre solícito y providente. De aquí que, pensando que por el deseo de entender estas canciones, algún iletrado tal vez hiciera traducir el Comentario latino al vulgar, y temiendo que el vulgar fuese empleado por alguien que le hiciera parecer feo, como hizo el que tradujo el latín de la Etica, me decidí a emplearlo yo, fiándome de mí más que de otro cualquiera.

Movióme a ello, además, el defenderlo de muchos acusadores, los cuales menosprécianle a él y encomian los otros, principalmente al de lengua de Oc, diciendo que es más bello y mejor aquél que éste, apartándose con ello de la verdad. Que por este Comentario se verá la gran bondad del vulgar de Sí, pues que -como se expresan con él casi como con el latín conveniente, adecuada y suficientemente altísimos y novísimos conceptos- su virtud no se puede manifestar bien en las cosas rimadas, por los adornos accidentales que en ellas están permitidos, es decir, la rima, el ritmo y el número regulado, del mismo modo que la belleza de una dama, cuando los adornos del tocado y de los vestidos hacen que se la admire más que a ella misma. De aquí que quien quiera juzgar bien a una dama la mire sólo cuando su natural belleza está sin compañía de ningún adorno accidental; así como estará este Comentario, en el cual se verá la ligereza de sus sílabas, la propiedad de sus condiciones y las suaves oraciones que de él se hacen; las cuales, quien bien considere, verá estar llenas de dulcísima y amabilísima belleza. Mas ya que es sobremanera virtuoso mostrar en la intención el defecto y la malicia del acusador, diré, para confusión de los que acusan al habla itálica, qué es lo que a hacer tal les mueve; y de ello haré ahora capítulo especial, por que más se denote su infamia.

XI.

Para perpetua infamia y demérito de los hombres malvados de Italia, que encomia el vulgar ajeno y el propio desprecian, digo que su actitud proviene de cinco abominables causas. La primera es ceguedad de discreción; la segunda, excusa maliciosa; la tercera, ansia de vanagloria; la cuarta, argumento de envidia; la quinta y última, vileza de ánimo, es decir, pusilanimidad. Y cada una de estas maldades tiene tan gran secuela, que pocos son los que están libres de ellas.

De la primera se puede argumentar así: de igual manera que la parte sensitiva del alma tiene sus ojos, con los cuales aprende la diferencia de las cosas, en cuanto están por fuera coloreadas, así la parte racional tiene su vista, con la cual aprende la diferencia de las cosas, en cuanto están ordenadas a un fin; y ésta es la discreción. Y así como el que está ciego de los ojos sensibles anda siempre discerniendo el mal y el bien según los demás, así el que está ciego de la luz de la discreción anda siempre en su juicio según la opinión, derecho o torcido. De aquí que si el que guía es ciego, como ahora, es fatal que tanto él como el ciego que en él se apoya vayan a mal fin. Por eso está escrito que «el ciego servirá de guía al ciego, y ambos caerán en la fosa». Esta opinión ha estado mucho tiempo contra nuestro vulgar, por las razones que más abajo se dirán. Según ello, los ciegos arriba mencionados, que son casi infinitos, con la mano en el hombro de estos falsarios, han caído en la fosa de la falsa opinión, de la cual no saben salir. Del hábito de esta luz discrecional carecen principalmente las gentes del pueblo, porque, ocupadas desde el principio de su vida en algún oficio, a él enderezan su ánimo, por la fuerza de la necesidad, de tal suerte que no entienden de otra cosa. Y como el hábito de la virtud, tanto moral como intelectual, no se puede tener súbitamente, sino que conviene que por el uso se adquiera, y ellos ponen su costumbre en algún arte y no se curan de discernir las demás cosas, les es imposible tener discreción. Porque acaece que muchas veces gritan: «Viva su muerte y muera su vida», sólo con que uno a decir tal comience. Y es este peligrosísimo defecto en su ceguedad. Por lo cual Boecio considera vana la gloria popular, porque lo ve sin discreción. Éstos habían de llamarse borregos, y no hombres; porque si una oveja se arrojase de una altura de mil pasos, todas las demás iríanse tras ella; y si una oveja, por cualquier causa, salta al atravesar un camino, saltan todas las demás, aun no viendo nada que saltar, y yo vi tiempo ha tirarse muchas a un pozo, porque una saltó dentro de él, tal vez creyendo saltar una pared, no obstante el pastor, llorando y gritando, poníase delante con brazos y pecho.

La segunda conjura contra nuestro vulgar se hace por una excusa maliciosa. Son muchos los que quieren mejor ser tenidos por maestros que serlo; y para evitar lo contrario, es decir, el no ser tenidos, echan siempre la culpa a la materia del arte preparado o al instrumento; así como el mal herrero maldice del hierro que se le ofrece, el mal citarista maldice la cítara, creyendo echar la culpa del mal cuchillo o del tocar mal, al hierro y a la cítara y quitársela a él. Así son algunos, y no pocos, que quieren que los hombres les tengan por escritores; y por excusarse del no escribir o del escribir mal, acusan y culpan a la materia, es decir, al vulgar propio, y encomian el ajeno, el fabricar el cual no es su cometido. Y quien quiera ver cómo se ha de culpar al hierro, mire qué obras hacen los buenos artífices y conocerá la malicia de éstos que, maldiciendo, de él, creen excusarse. Contra estos tales exclama Tulio al principio de un libro suyo que se llama libro Del fin de los bienes, porque en su tiempo maldecían del latín romano y encomiaban la gramática griega, por parecidas causas a las que, según éstos, hacen vil el lenguaje itálico y precioso el de Provenza.

La tercera conjura contra nuestro vulgar se hace por deseo de vanagloria. Son muchos los que por exponer cosas escritas en lengua ajena y encomiarla, creen ser más admirados que sacándolas de la suya. Y sin duda que merece alabanza el aprender bien una lengua extraña; pero es vituperable el encomiarla más de lo justo por vanagloriarse de tal adquisición.

La cuarta se hace por un argumento de envidia. Como se ha dicho más arriba, siempre hay envidia donde hay alguna paridad. Entre los hombres de una misma lengua hay la paridad del vulgar; y porque el uno no sabe usarlo como el otro, nace la envidia. El envidioso argumenta luego, no censurando al que escribe por no saber escribir, mas vituperando aquello que es materia de su obra, para quitar -despreciando la obra por aquel lado- al que la escribe honra y fama, como el que condenase el hierro de una espada, no por condenar el hierro, sino toda la obra del maestro.

La quinta y última conjura procede de vileza de ánimo. El magnánimo siempre se magnifica en su corazón; y así el pusilánime, por el contrario, siempre se tiene en menos de lo que es. Y, como magnificar y empequeñecer siempre hacen referencia a alguna cosa, por comparación con la cual el magnánimo se engrandece y el pusilánime se empequeñece, sucede que el magnánimo siempre hace a los demás más pequeños de lo que son y el pusilánime siempre mayores. Y como con la medida que el hombre se mide a sí mismo mide sus cosas, que son como parte de sí mismo, sucede que al magnánimo sus cosas le parecen siempre mejores de lo que son y las ajenas menos buenas; el pusilánime cree que sus cosas valen poco y las ajenas mucho. De aquí que, muchos por esta cobardía desprecian su vulgar propio y aprecian el otro; y todos estos tales son los abominables malvados de Italia, que tienen por vil a este precioso vulgar, el cual, si en algo es vil, no sino en cuanto suena en la boca meretriz de estos adúlteros, conducidos por los cuales van los ciegos de quienes hice mención en la primera causa.

XII.

Si manifiestamente por las ventanas de una casa saliesen llamas de fuego y alguien preguntase si allí dentro había fuego, y otro le respondiese que sí, no sabría discernir cuál de los dos merecía mayor desprecio. Y no de otro modo sería la pregunta y la respuesta de quien me preguntase si le tengo amor al habla propia, y yo le respondiera que sí, según las razones arriba propuestas. Mas con todo hay que mostrar que le tengo, no sólo amor, sino amor perfectísimo, y para condenar aún más a sus adversarios. Lo cual, mostrando a quien lo entienda, diré cómo de aquélla me hice amigo y cómo se confirmó la amistad.

Digo que -como puede verse que escribe Tulio en el tratado de la Amistad, de acuerdo con la opinión del filósofo, expuesta en el octavo y en el noveno de la Etica- la proximidad y la bondad son causas generadoras de amor; el beneficio, el deseo y la costumbre son causas acrescitivas de amor, y todas estas causas han contribuido a engendrar y confortar el amor que tengo a mi vulgar, como lo demostraré brevemente.

Tanto más próxima está la cosa cuanto de todas las cosas de su género está más unida a otra; por lo cual, de todos los hombres el hijo es el más próximo al padre, y de todas las artes, la medicina en la más próxima al médico, y la música al músico, porque están más unidas a ellos que las demás; de todas las tierras es más próxima aquella en donde está el hombre mismo, porque está más unida a él. Y así el vulgar propio está más próximo en cuanto está más unido, pues que sólo él está en la memoria antes que ningún otro; y que no está solamente unido per se, sino por accidente, en cuanto está unido con las personas más próximas, tal como los parientes y conciudadanos, y con la propia gente. Y éste es el vulgar propio, el cual no sólo está próximo, sino sobremanera próximo a todos. Por lo cual, si la proximidad es simiente de amistad, como se ha dicho arriba, está manifiesto que ha sido una de las causas del amor que yo tengo por mi habla, que está más próxima a mí que las demás. La susodicha causa, es decir, la de estar más unido aquello que está antes que nada en la memoria, originó la costumbre de la gente, que hace que sólo hereden los primogénitos, como más cercanos, y como más cercanos más amados.

Además, la bondad me hizo amigo de ella, y así debe saberse que toda bondad propia de alguna cosa es de desear en ella; tal como en la virilidad al estar bien barbado y en la feminidad estar bien limpia la barba en toda la cara; tal como en el podenco el buen olfato y en el galgo la ligereza. Y cuanto más propia es más digna de ser amada; por lo cual, dado que toda virtud es en el hombre digna de ser amada, lo es más la más humana; y tal es la justicia, la cual está solamente en la parte racional o intelectual, es decir, en la voluntad. Es ésta tan digna de ser amada que, como dice el filósofo en el quinto de la Etica, sus enemigos la aman, como lo son ladrones y robadores; y por eso vemos que su contraria, es decir, la injusticia, es manifiestamente odiada: tales la traición, la ingratitud, la falsedad, el hurto, la rapiña, el engaño y sus similares. Los cuales son pecados tan inhumanos, que, para excusarse de su infamia, permítesele al hombre, por antigua usanza, que hable de sí mismo, como se ha dicho más arriba, y pueda decir que es fiel y lea. De esta virtud hablaré más adelante plenamente en el decimocuarto tratado; y dejando esto, vuelvo a mi propósito. Está, pues, probada la bondad de la cosa que más se encomia y ama en ella, y es de ver tal cual es. Y nosotros vemos que en toda cosa de lenguaje lo más amado y encomiado es el manifestar bien el concepto; con que está es su primera bondad. Y dado que la hay en nuestro vulgar, como se ha manifestado más arriba en otro capítulo, manifiesto está que ha sido una de las causas del amor que le tengo; pues que, como se ha dicho, la bondad es causa generadora de amor.

XIII.

Dicho cómo en el habla propia están las dos cosas por las cuales me hice su amigo, es decir, proximidad a mí y bondad propia, diré cómo por beneficio y concordia de deseo y por benevolencia de antigua costumbre, la amistad se ha confirmado y hecho grande.

Digo primero que yo he recibido de ella grandísimos beneficios. Y por eso debe saberse que entre todos los beneficios es mayor aquel que es más precioso a quien lo recibe; y no hay cosa ninguna tan preciosa como aquella por la cual todas las demás se quieren; y todas las demás cosas se quieren por la perfección del que quiere. Por lo cual, dado que el hombre tiene dos perfecciones, una primera y una segunda -la primera le hace ser, la segunda le hace ser bueno-, si el habla propia hame sido causa de una y otra, he recibido de ella grandísimo beneficio. Y en cuanto a que lo haya sido de mi ser, si por mí no existiese, puede demostrarse brevemente.

¿No hay en toda cosa varias causas eficientes, aunque unas lo sean más que las otras, y de aquí que el fuego y el martillo sean causas eficientes del cuchillo, aunque principalmente lo sea el herrero? Este vulgar mío fue copartícipe con mis genitores, que en él hablaban, así como el fuego es el que prepara el hierro al herrero, que hace el cuchillo; por lo cual manifiesto está que ha concurrido a mi generación, y ha sido así causa en cierto modo de mi existencia. Además, este vulgar mío fue mi introductor en el camino de la ciencia, que es la última perfección en cuanto con él entré en el latín y con él me fue enseñado; el cual latín me fue luego camino para andar más adelante; y así está claro y por mí reconocido, que ha sido para mí un grandísimo bienhechor.

También ha sido mi compañero de deseo, y esto lo puedo demostrar así. Toda cosa desea naturalmente su conservación; de aquí que si el vulgar pudiese por sí desear, la desearía, y desearla sería el conseguir más estabilidad; y más estabilidad no podría tener sino ligándose con número y rimas. Y tal ha sido mi deseo, lo cual es tan manifiesto, que no ha menester testimonio. Por lo cual un mismo deseo ha sido el suyo y el mío; y por esta concordia la amistad se ha confirmado y acrecido.

También hemos tenido la benevolencia de la costumbre; que desde el principio de mi vida he tenido con él benevolencia y conversación, y lo he usado deliberando, interpretando y disputando. Por lo cual, si la amistad se acrece por la costumbre, como sensiblemente se demuestra, está manifiesto que en mí se ha acrecido sobremanera, ya que con el vulgar he empleado todo mi tiempo. Y así se ve que a tal amistad han concurrido todas las causas engendradoras y acrecedoras de amistad; de donde se infiere que no solamente amor, sino amor perfectísimo, es lo que yo debo tener y tengo.

Así, volviendo los ojos atrás y recogiendo las razones antedichas, puédese ver cómo el pan con que se deben comer los infrascritos manjares de las canciones está suficientemente purgado de máculas y del ser de avena; por lo cual, tiempo es ya de tratar de suministrar los manjares. Será el pan orzado, del cual se saciarán miles, y a mí me sobrarán las espuertas llenas. Será luz nueva, nuevo sol que surgirá donde el usual se ponga, y dará luz a aquellos que están en tinieblas y oscuridad, porque el sol usual no les alumbra.

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