CANTO XIV
Y como el gran amor del lugar patrio
me conmovió, reuní la rota fronda,
y se la devolví a quien ya callaba.
Al límite llegamos que divide
el segundo recinto del tercero,
y vi de la justicia horrible modo.
Por bien manifestar las nuevas cosas,
he de decir que a un páramo llegamos,
que de su seno cualquier planta ahuyenta.
La dolorosa selva es su guirnalda,
como para ésta lo es el triste foso;
justo al borde los pasos detuvimos.
Era el sitio una arena espesa y seca,
hecha de igual manera que esa otra
que oprimiera Catón con su pisada.
¡Oh venganza divina, cuánto debes
ser temida de todoa quel que lea
cuanto a mis ojos fuera manifiesto!
De almas desnudas vi muchos rebaños,
todas llorando llenas de miseria,
y en diversas posturas colocadas:
unas gentes yacían boca arriba;
encogidas algunas se sentaban,
y otras andaban incesantemente.
Eran las más las que iban dando vueltas,
menos las que yacían en tormento,
pero más se quejaban de sus males.
Por todo el arenal, muy lentamente,
llueven copos de fuego dilatados,
como nieve en los Alpes si no hay viento.
Como Alejandro en la caliente zona
de la India vio llamas que caían
hasta la tierra sobre sus ejércitos;
por lo cual ordenó pisar el suelo
a sus soldados, puesto que ese fuego
se apagaba mejor si estaba aislado,
así bajaba aquel ardor eterno;
y encendía la arena, tal la yesca
bajo eslabón, y el tormento doblaba.
Nunca reposo hallaba el movimiento
de las míseras manos, repeliendo
aquí o allá de sí las nuevas llamas.
Yo comencé: «Maestro, tú que vences
todas las cosas, salvo a los demonios
que al entrar por la puerta nos salieron,
¿Quién es el grande que no se preocupa
del fuego y yace despectivo y fiero,
cual si la lluvia no le madurase?»
Y él mismo, que se había dado cuenta
que preguntaba por él a mi guía,
gritó: « Como fui vivo, tal soy muerto.
Aunque Jove cansara a su artesano
de quien, fiero, tomó el fulgor agudo
con que me golpeó el último día,
o a los demás cansase uno tras otro,
de Mongibelo en esa negra fragua,
clamando: “Buen Vulcano, ayuda, ayuda”
tal como él hizo en la lucha de Flegra,
y me asaeteara con sus fuerzas,
no podría vengarse alegremente.»
Mi guía entonces contestó con fuerza
tanta, que nunca le hube así escuchado:
«Oh Capaneo, mientras no se calme
tu soberbia, serás más afligido:
ningún martirio, aparte de tu rabia,
a tu furor dolor será adecuado.»
Después se volvió a mí con mejor tono,
«Éste fue de los siete que asediaron
a Tebas; tuvo a Dios, y me parece
que aún le tenga, desdén, y no le implora;
mas como yo le dije, sus despechos
son en su pecho galardón bastante.
Sígueme ahora y cuida que tus pies
no pisen esta arena tan ardiente,
mas camina pegado siempre al bosque.»
En silencio llegamos donde corre
fuera ya de la selva un arroyuelo,
cuyo rojo color aún me horripila:
como del Bulicán sale el arroyo
que reparten después
las pecadoras,
tal corta a través
de aquella arena.
El fondo de éste y ambas dos paredes
eran de piedra, igual que las orillas;
y por ello pensé que ése era el paso.
«Entre todo lo que yo te he enseñado,
desde que atravesamos esa puerta
cuyos umbrales a nadie se niegan,
ninguna cosa has visto más notable
como el presente río que las llamas
apaga antes que lleguen a tocarle.»
Esto dijo mi guía, por lo cual
yo le rogué que acrecentase el pasto,
del que acrecido me había el deseo.
«Hay en medio del mar un devastado
país me dijo que se llama Creta;
bajo su rey fue el mundo virtuoso.
Hubo allí una montaña que alegraban
aguas y frondas, se llamaba Ida:
cual cosa vieja se halla ahora desierta.
La excelsa Rea la escogió por cuna
para su hijo y, por mejor guardarlo,
cuando lloraba, mandaba dar gritos.
Se alza un gran viejo dentro de aquel monte,
que hacia Damiata vuelve las espaldas
y al igual que a un espejo a Roma mira.
Está hecha su cabeza de oro fino,
y plata pura son brazos y pecho,
se hace luego de cobre hasta las ingles;
y del hierro mejor de aquí hasta abajo,
salvo el pie diestro que es barro cocido:
y más en éste que en el otro apoya.
Sus partes, salvo el oro, se hallan rotas
por una raja que gotea lágrimas,
que horadan, al juntarse, aquella gruta;
su curso en este valle se derrama:
forma Aqueronte, Estigia y Flagetonte;
corre después por esta estrecha espita
al fondo donde más no se desciende:
forma Cocito; y cuál sea ese pantano
ya lo verás; y no te lo describo.»
Yo contesté: «Si
el presente riachuelo
tiene así en nuestro mundo su principio,
¿como puede encontrarse en este margen?»
Respondió: «Sabes que es redondo el sitio,
y aunque hayas caminado un largo trecho
hacia la izquierda descendiendo al fondo,
aún la vuelta completa no hemos dado;
por lo que si aparecen cosas nuevas,
no debes contemplarlas con asombro.»
Y yo insistí «Maestro, ¿dónde se hallan
Flegetonte y Leteo?; a uno no nombras,
y el otro dices que lo hace esta lluvia.»
«Me agradan ciertamente tus preguntas
dijo , mas el bullir del agua roja
debía resolverte la primera.
Fuera de aquí podrás ver el Leteo,
allí donde a lavarse van las almas,
cuando la culpa purgada se borra.»
Dijo después: «Ya es tiempo de apartarse
del bosque; ven caminando detrás:
dan paso las orillas, pues no queman,
y sobre ellas se extingue cualquier fuego.»