CANTO VII
Los saludos corteses y dichosos
por tres y cuatro veces reiterados,
Sordello se apartó y dijo: «¿Quién sois?»
«Antes de que llegaran a este monte
las almas dignas de subir a Dios,
Octavio dio a mis huesos sepultura.
Yo soy Virgilio; y por culpa ninguna,
salvo el no tener fe, perdí los cielos.»
Así repuso entonces mi maestro.
Como queda quien ve súbitamente
algo maravilloso frente a él,
que cree y que no, diciendo «Es..., o no es...»,
Perdí, no por hacer, mas por no hacer,
el ver el alto sol que tú deseas,
pues que fue tarde por mí conocido.
No entristecen martirios aquel sitio
sino tinieblas sólo; y los lamentos
no suenan como ayes, son suspiros.
Allí estoy con los niños inocentes
del diente de la muerte antes mordidos
que de la humana culpa fueran libres.
Con aquellos estoy que las tres santas
virtudes no vistieron, mas sin vicio
supieron y siguieron las restantes.
Mas si sabes y puedes, un indicio
danos, con que poder llegar más pronto
a donde el purgatorio da comienzo.»
Respondió: «Un lugar fijo no me han puesto;
y me es licito andar por todos lados;
te acompaño cual gu(a mientras pueda.
Pero contempla cómo cae el día,
y subir por la noche no se puede;
será bueno pensar en un refugio.
A la derecha hay almas retiradas;
si lo permites, a ellas te conduzco,
y te dará placer el conocerlas.
«¿Cómo es eso? repuso ¿quien quisiese
subir de noche, se lo impediría
alguno, o es que él mismo no pudiera?
Y el buen Sordello en tierra pasó el dedo
diciendo: «¿Ves?, ni siquiera esta raya
pasarías después de que anochezca:
no porque haya otra cosa que te impida
subir, sino las sombras de la noche;
que, de impotencia, quitan los deseos.
Con ellas bien podrías descender
y caminar en torno de la cuesta,
mientras que al día encierra el horizonte.»
Entonces mi señor, casi admirado,
«llévanos dijo donde nos contaste,
pues podrá ser gozosa la demora».
De allí poco alejados estuvimos,
cuando noté que el monte estaba hendido,
del modo como un valle aquí los hiende.
«Allí dijo la sombra , marcharemos
donde la cuesta hace de sí un regazo;
y esperaremos allí el nuevo día.»
Entre llano y pendiente, un tortuoso
camino nos condujo hasta la parte
del valle de laderas menos altas.
Oro, albayalde, grana y plata fina,
indigo, leño lúcido y sereno,
fresca esmeralda al punto en que se quiebra,
por las hierbas y flores de aquel valle,
sus colores serían derrotados,
como el mayor derrota al más pequeño.
No pintó solamente alll natura,
mas con la suavidad de mil olores,
incógnito, indistinto, uno creaba.
Salve Regina, sobre hierba y flores
sentadas, vi a unas almas que cantaban,
que no vimos por fuera de aquel valle.
«Antes que el poco sol vuelva a su nido
comenzó nuestro guta el Mantuano-
no pretendáis que entre esos os conduzca.
Mejor desde esta loma las acciones
y los rostros veréis de cada uno,
que mezclados con ellos allá abajo.
Quien más alto se sienta y que parece
desatender aquello que debiera,
y no mueve la boca con los otros,
Rodolfo fue, que pudo, con su imperio,
sanar las plagas que han matado a Italia,
y así tarde el remedio de otros llega.
Aquel que le consuela con la vista,
rigió la tierra donde el agua nace
que al Albia el Molda, el Albia al mar se lleva.
Otocar se llamó, y desde la infancia
fue mejor que el barbudo Wenceslao,
su hijo que lujuria y ocio pace.
Y aquel chatito que charla muy junto
con aquel de un aspecto tan benigno,
murió escapando y desflorando el lirio:
¡Ved allí cómo el pecho se golpea!
Mirad al otro que ha hecho a su mano
de su mejilla, suspirando, lecho.
Del mal de Francia son el padre y suegro:
saben su villa sucia y enviciada;
de esto viene el dolor que les lancea.
Aquel tan corpulento que acompasa
su canto con aquel tan narigudo,
de toda las virtudes ciñó cuerda;
y si rey después de él hubiera sido
el jovencito sentado detrás,
iría la virtud de vaso en vaso.
No es lo mismo los otros herederos;
tienen el trono Jaime y Federico;
mas el lote mejor ninguno tiene.
Raras veces renace por las ramas
la probidad humana; y esto quiere
quien la otorga, para que la pidamos.
También esto concierne al narigudo
y no menos que a Pedro, con quien canta,
de quien Pulla y Provenza se lamentan.
Tan inferior la planta es a su grano,
cuanto, más que Beatriz y Margarita,
Constanza del marido se envanece.
Mirad al rey de la vida sencilla
sentado aparte, Enrique de Inglaterra:
el vástago mejor tiene en sus ramas.
Aquel que está más bajo echado en tierra,
mirando arriba, es Guillermo el marqués,
por quien a Alejandría y sus batallas
lloran el Canavés y Monferrato.