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martes, 29 de septiembre de 2020

Castellano, paraíso, Canto XXXI

CANTO XXXI


En forma pues de una cándida rosa


se me mostraba la milicia santa


desposada por Cristo con su sangre;


mas la otra que volando ve y celebra


la gloria del señor que la enamora


y la bondad que tan alta la hizo,


cual bandada de abejas que en las flores


tan pronto liban y tan pronto vuelven


donde extraen el sabor de su trabajo,


bajaba a la gran flor que está adornada


de tantas hojas, y de aquí subía


donde su amor habita eternamente.


Sus caras eran todas llama viva,


de oro las alas, y tan blanco el resto,

que no es por nieve alguna superado.


Al bajar a la flor de grada en grada,


hablaban de la paz y del ardor


que agitando las alas adquirían.


El que se interpusiera entre la altura


y la flor tanta alada muchedumbre


ni el ver nos impedía ni el fulgor:


pues la divina luz el universo


penetra, según éste lo merece,


de tal modo que nada se lo impide.


Este seguro y jubiloso reino,


que pueblan gentes antiguas y nuevas,


vista y amor a un punto dirigía.


¡Oh llama trina que en sólo una estrella

brillando ante sus ojos, las alegras!

¡Mira esta gran tempestad en que estamos!


Si viniendo los bárbaros de donde


todos los días de Hélice se cubre,


girando con su hijo, en quien se goza,


viendo Roma y sus arduos edificios,


estupefactos se quedaban cuando


superaba Letrán toda obra humana;


yo, que desde lo humano a lo divino,


desde el tiempo a lo eterno había llegado,


y de Florencia a un pueblo sano y justo,


¡lleno de qué estupor no me hallaría!


En verdad que entre el gozo y el asombro


prefería no oír ni decir nada.


Y como el peregrino que se goza


viendo ya el templo al cual un voto hiciera,


y espera referir lo que haya visto,


yo paseaba por la luz tan viva,


llevando por las gradas mi mirada


ahora abajo, ahora arriba, ahora en redor,


veía rostros que el amor pintaba,


con su risa y la luz de otro encendidos,


y de decoro adornados sus gestos.


La forma general del Paraíso

abarcaba mi vista enteramente,

sin haberse fijado en parte alguna;


y me volví con ganas redobladas


de poder preguntar a mi señora


las cosas que a mi mente sorprendían.


Una cosa quería y otra vino:


creí ver a Beatriz y vi a un anciano


vestido cual las gentes gloriosas.


Por su cara y sus ojos difundía


una benigna dicha, y su semblante


era como el de un padre bondadoso.


«¿Dónde está ella?» Dije yo de pronto.


Y él: «Para que se acabe tu deseo


me ha movido Beatriz desde mi Puesto:


y si miras el círculo tercero


del sumo grado, volverás a verla


en el trono que en suerte le ha cabido.»


Sin responderle levanté los ojos,


y vi que ella formaba una corona


con el reflejo de la luz eterna.


De la región aquella en que más truena


el ojo del mortal no dista tanto


en lo más hondo de la mar hundido,


como allí de Beatriz la vista mía;


mas nada me importaba, pues su efigie


sin intermedio alguno me llegaba.


«Oh mujer que das fuerza a mi esperanza,


y por mi salvación has soportado


tu pisada dejar en el infierno,


de tantas cosas cuantas aquí he visto,


de tu poder y tu misericordia


la virtud y la gracia reconozco.


La libertad me has dado siendo siervo


por todas esas vías, y esos medios


que estaba permitido que siguieras.


En mí conserva tu magnificencia


y así mi alma, que por ti ha sanado,


te sea grata cuando deje el cuerpo.»


Así recé; y aquélla, tan lejana


como la vi, me sonrió mirándome;


luego volvió hacia la fuente incesante.


Y el santo anciano: «A fin de que concluyas


perfectamente dijo, tu camino,


al que un ruego y un santo amor me envían,


vuelven tus ojos por estos jardines;


que al mirarlos tu vista se prepara


más a subir por el rayo divino.


Y la reina del cielo, en el cual ardo


por completo de amor, dará su gracia,


pues soy Bernardo, de ella tan devoto.»


Igual que aquel que acaso de Croacia,


viene por ver el paño de Verónica,


a quien no sacia un hambre tan antigua,


mas va pensando mientras se la enseñan:


«Mi señor Jesucristo, Dios veraz,


¿de esta manera fue vuestro semblante?»;


estaba yo mirando la ferviente


caridad del que aquí en el bajo mundo,


de aquella paz gustó con sus visiones.


«Oh hijo de la gracia, el ser gozoso


-empezó no es posible que percibas,


si no te fijas más que en lo de abajo;


pero mira hasta el último los círculos,


hasta que veas sentada a la reina


de quien el reino es súbdito y devoto.»


Alcé los ojos; y cual de mañana


la porción oriental del horizonte,


está más encendida que la otra,


así, cual quien del monte al valle observa,


vi al extremo una parte que vencía


en claridad a todas las restantes.


Y como allí donde el timón se espera


que mal guió Faetonte, más se enciende,


y allá y aquí su luz se debilita,


así aquella pacífica oriflama


se encendía en el medio, y lo restante


de igual manera su llama extinguía;


y en aquel centro, con abiertas alas,


la celebraban más de un millar de ángeles,

distintos arte y luz de cada uno.


Vi con sus juegos y con sus canciones


reír a una belleza, que era el gozo


en las pupilas de los otros santos;


y aunque si para hablar tan apto fuese


cual soy imaginando, no osaría


lo mínimo a expresar de su deleite.


Cuando Bernardo vio mis ojos fijos


y atentos en lo ardiente de su fuego,


a ella con tanto amor volvió los suyos,


que los míos ansiaron ver de nuevo.

lunes, 28 de septiembre de 2020

Castellano, paraíso, canto XI

CANTO XI


¡Oh cuán vano el afán de los mortales,


qué mezquinos son esos silogismos


que las alas te arrastran por el suelo!


Tras de los aforismos o los Iura


iban unos, o tras del sacerdocio


o del mandar por fuerza o por sofismas.


tras negocios civiles o robando,


o envueltos en el gozo de la carne


se fatigaban, o en la vida ociosa,


cuando, de todas estas cosas libre,


con Beatriz por el cielo caminaba


de forma tan gloriosa recibido.


Después que cada uno volvió al punto

del círculo en el que antes se encontraba,


se detuvo, cual vela en candelero.


Y yo escuché dentro de esa lumbrera


que antes me había hablado, sonriendo,


palabras que le daban aún más lustre:


«Igual que yo con sus rayos me enciendo,


así, mirando en esa luz eterna,


adivino el porqué de lo que piensas.


Tú dudas y deseas que te aclare


con un lenguaje claro y manifiesto,


para entender aquello que te digo,


donde antes dije: «Por donde se avanza»,


o donde dije: «No nació un segundo»;


y es necesario distinguir en esto.


La Providencia que gobierna el mundo


de modo que derrota a cualquier mente


creada, antes que llegue a ver el fondo,


para que caminase a su deleite


la esposa de quien quiso desposarla


con su bendita sangre a grandes voces,


sintiéndose más fiel y más segura,


dos príncipes mandó para ayudarla,


y en una cosa y otra la guiasen.


Todo en fuego seráfico uno ardía;


por su saber el otro fue en la tierra


de querúbica luz un resplandor.


De uno hablaré, si bien de ambos se habla

alabando a cualquiera de los dos,


puesto que a un mismo fin se encaminaron.


Entre Tupino y el agua que baja


de la cima escogida por Ubaldo,


fértil ladera pende de alto monte,


que el frío y el calor manda a Perugia


por la Puerta del Sol; y detrás lloran


Nocera y Gualdo su pesado yugo.


Por donde esta ladera disminuye


su pendiente, nacióle un sol al mundo,


como hace a veces éste sobre el Ganges.


Y así pues quien a aquel lugar nombrara

que no le llama Asís, pues esto es poco,


sino Oriente, si quiere ser exacto.


No se hallaba del orto muy distante,


cuando a la tierra por su gran virtud


logró hacer que sintiese algún consuelo;


que por tal dama, aún jovencito, en guerra


con su padre incurrió, a la cual las puertas


del gozo, cual a muerte, no abre nadie;


y ante toda su corte espiritual


et coram patrem a ella quiso unirse;


luego la amó más fuerte cada día.


Ésta, privada del primer marido,


mil cien años y más vivió olvidada


sin que nadie, hasta aquél, la convidase;


no valió oír que al lado de Amiclates


segura la encontró, al oír sus voces,


aquel que fue el terror del mundo entero;


ni le valió haber sido tan constante


y firme, que al quedar María abajo,


ella sobre la cruz lloró con Cristo.


Pero para no hablarte tan oscuro,


Francisco y la Pobreza estos amantes


has de saber que son de los que te hablo.


Su concordia y sus rostros tan felices,


amor y maravilla y gestos dulces,


inspiraban muy santos pensamientos;


tanto que aquel Bernardo venerable


se descalzó, y detrás de tanta paz


corrió, y corriendo tardo se creía.


¡Oh secreta riqueza! ¡Oh bien fecundo!


Egidio se descalza, el buen Silvestre,


tras del esposo, así a la esposa place


De allí se fue aquel padre, aquel maestro


con su mujer y su demás familia


que el humilde cordón ya se ceñía.


No le inclinó la frente la vergüenza


de ser hijo de Pietro Bernardone,


ni porque pareciera despreciable;


mas dignamente su dura intención


a Inocencio le abrió, y de aquél obtuvo


el permiso primero de su orden.


Después creciendo ya los pobrecillos


detrás de aquél, cuya admirable vida


mejor gloriando al cielo se cantara,


de segunda corona el Santo Espíritu


ciñó, por mediación de Honorio, aquel

Honorio II aprobó definitivamente la Orden en 

santo deseo de este archimandrita.


Y después que, sediento de martirio,


en la presencia del Sultán soberbia


predicó a Cristo y quienes le siguieron,


y encontrando a esas gentes demasiado


reacias, para no estar inactivo,


volvióse al fruto del huerto de Italia,


en el áspero monte entre Arno y Tiber


de Cristo recibió el último sello,


que sus miembros llevaron por dos años.


Cuando el que a tanto bien le destinara

quiso hacerle subir al galardón

que él mereció por hacerse pequeño,


a sus hermanos, como justa herencia,


recomendó su dama más querida,


y les mandó que fielmente la amasen;


y de su seno el ánima preclara


quiso salir y volver a su reino,


y para el cuerpo otra caja no quiso.


Ahora piensa en quien fuese aquel colega


digno con él de mantener la barca


de Pedro en alta mar derechamente;


y este segundo fue nuestro patriarca;


por lo cual, quien le sigue, como él manda,


sabe que carga buenas mercancías.


Mas su rebaño, de nuevas viandas


se encuentra tan ansioso, que es difícil


que por pastos errados no se pierda;


y cuanto sus ovejas más se apartan


y más lejos de aquél vagabundean,


más tornan al redil faltas de leche.


Aún hay algunos que temen el daño


y a su pastor se estrechan; mas tan pocas


que a sus capas les basta poca tela.


Ahora, si te han bastado mis palabras


y si me has escuchado atentamente,


si recuerdas aquello que te he dicho,


en parte habrás tus ganas satisfecho

al ver por qué la planta se marchita,

y verás por qué causa yo te dije

"Que hace avanzar a quien no se extravía".

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