CANTO XIII
Neso no había aún vuelto al otro lado,
cuando entramos nosotros por un bosque
al que ningún sendero señalaba.
No era verde su fronda, sino oscura;
ni sus ramas derechas, mas torcidas;
sin frutas, mas con púas venenosas.
Tan tupidos, tan ásperos matojos
no conocen las fieras que aborrecen
entre Corneto y Cécina los campos.
Hacen allí su nido las arpías,
que de Estrófane echaron al Troyano
con triste anuncio de futuras cuitas.
Alas muy grandes, cuello y rostro humanos
y garras tienen, y el vientre con plumas;
en árboles tan raros se lamentan.
Y el buen Maestro: «Antes de adentrarte,
sabrás que este recinto es el segundo
me comenzó a decir y estarás hasta
que puedas ver el horrible arenal;
mas mira atentamente; así verás
cosas que si te digo no creerías.»
Yo escuchaba por todas partes ayes,
y no vela a nadie que los diese,
por lo que me detuve muy asustado.
Yo creí que él creyó que yo creía
que tanta voz salía del follaje,
de gente que a nosotros se ocultaba.
Y por ello me dijo: «Si tronchases
cualquier manojo de una de estas plantas,
tus pensamientos también romperias.»
Entonces extendí un poco la mano,
y corté una ramita a un gran endrino;
y su tronco gritó: «¿Por qué me hieres?
Y haciéndose después de sangre oscuro
volvió a decir: «Por qué así me desgarras?
¿es que no tienes compasión alguna?
Hombres fuimos, y ahora matorrales;
más piadosa debiera ser tu mano,
aunque fuéramos almas de serpientes.»
Como. una astilla verde que encendida
por un lado, gotea por el otro,
y chirría el vapor que sale de ella,
así del roto esqueje salen juntas
sangre y palabras: y dejé la rama
caer y me quedé como quien teme.
«Si él hubiese creído de antemano
le respondió mi sabio , ánima herida,
aquello que en mis rimas ha leído,
no hubiera puesto sobre ti la mano:
mas me ha llevado la increible cosa
a inducirle a hacer algo que me pesa:
mas dile quién has sido, y de este modo
algún aumento renueve tu fama
alli en el mundo, al que volver él puede.»
Y el tronco: «Son tan dulces tus lisonjas
que no puedo callar; y no os moleste
si en hablaros un poco me entretengo:
Yo soy aquel que tuvo las dos llaves
que el corazón de Federico abrían
y cerraban, de forma tan suave,
que a casi todos les negó el secreto;
tanta fidelidad puse en servirle
que mis noches y días perdí en ello.
La meretriz que jamás del palacio
del César quita la mirada impúdica,
muerte común y vicio de las cortes,
encendió a todos en mi contra; y tanto
encendieron a Augusto esos incendios
que el gozo y el honor trocóse en lutos;
mi ánimo, al sentirse despreciado,
creyendo con morir huir del desprecio,
culpable me hizo contra mí inocente.
Por las raras raíces de este leño,
os juro que jamás rompí la fe
a mi señor, que fue de honor tan digno.
Y si uno de los dos regresa al mundo,
rehabilite el recuerdo que se duele
aún de ese golpe que asesta la envidia.»
Paró un poco, y después: «Ya que se calla,
no pierdas tiempo díjome el poeta -
habla y pregúntale si más deseas.»
Yo respondí: «Pregúntale tú entonces
lo que tú pienses que pueda gustarme;
pues, con tanta aflicción, yo no podría.»
Y así volvió a empezar: «Para que te haga
de buena gana aquello que pediste,
encarcelado espíritu, aún te plazca
decirnos cómo el alma se encadena
en estos troncos; dinos, si es que puedes,
si alguna se despega de estos miembros.»
Sopló entonces el tronco fuertemente
trocándose aquel viento en estas voces:
«Brevemente yo quiero responderos;
cuando un alma feroz ha abandonado
el cuerpo que ella misma ha desunido
Minos la manda a la séptima fosa.
Cae a la selva en parte no elegida;
mas donde la fortuna la dispara,
como un grano de espelta allí germina;
surge en retoño y en planta silvestre:
y al converse sus hojas las Arpías,
dolor le causan y al dolor ventana.
Como las otras, por nuestros despojos,
vendremos, sin que vistan a ninguna;
pues no es justo tener lo que se tira.
A rastras los traeremos, y en la triste
selva serán los cuerpos suspendidos,
del endrino en que sufre cada sombra.»
Aún pendientes estábamos del tronco
creyendo que quisiera más contarnos,
cuando de un ruido fuimos sorprendidos,
Igual que aquel que venir desde el puesto
escucha al jabalí y a la jauría
y oye a las bestias y un ruido de frondas;
Y miro a dos que vienen por la izquierda,
desnudos y arañados, que en la huida,
de la selva rompían toda mata.
Y el de delante: «¡Acude, acude, muerte!»
Y el otro, que más lento parecía,
gritaba: «Lano, no fueron tan raudas
en la batalla de Toppo tus piernas.»
Y cuando ya el aliento le faltaba,
de él mismo y de un arbusto formó un nudo.
La selva estaba llena detrás de ellos
de negros canes, corriendo y ladrando
cual lebreles soltados de traílla.
El diente echaron al que estaba oculto
y lo despedazaron trozo a trozo;
luego llevaron los miembros dolientes.
Cogióme entonces de la mano el guía,
y me llevó al arbusto que lloraba,
por los sangrantes rotos, vanamente.
Decía: «Oh Giácomo de Sant' Andrea,
¿qué te ha valido de mí hacer refugio?
¿qué culpa tengo de tu mala vida?»
Cuando el maestro se paró a su lado,
dijo: «¿Quién fuiste, que por tantas puntas
con sangre exhalas tu habla dolorosa?»
Y él a nosotros: «Oh almas que llegadas
sois a mirar el vergonzoso estrago,
que mis frondas así me ha desunido,
recogedlas al pie del triste arbusto.
Yo fui de la ciudad que en el Bautista
cambió el primer patrón: el cual, por esto
con sus artes por siempre la hará triste;
y de no ser porque en el puente de Arno
aún permanece de él algún vestigio,
esas gentes que la reedificaron
sobre las ruinas que Atila dejó,
habrían trabajado vanamente.
Yo de mi casa hice mi cadalso.»