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martes, 29 de septiembre de 2020

Castellano, paraíso, Canto XXVI

CANTO XXVI


Mientras yo deslumbrado vacilaba,


de la fúlgida llama deslumbrante


salió una voz a la que me hice atento.


«En tanto que retorna a ti la vista

que por mirarme dijo,  has consumido,


bueno será que hablando la compenses.


Empieza pues; y di a dónde diriges


tu alma, y date cuenta que tu vista


está en ti desmayada y no difunta:


porque la dama que por la sagrada


región te lleva, en la mirada tiene


la virtud de la mano de Ananías.»


«A su gusto -repuse pronto o tarde


venga el remedio, pues que fueron puertas

que ella cruzó con fuego en que ardo siempre 


El bien que hace la dicha de esta corte,


es Alfa y es O de cuanta escritura


lee en mí el Amor o fuerte o levemente.»


Aquella misma voz que los temores


del súbito cegar me hubo quitado,


a que siguiese hablando me animaba;


y dijo: «Por aún más angosta criba


te conviene cerner; decirnos debes


quién a tal blanco dirigió tu arco.»


Y yo: «Por filosóficas razones


y por la autoridad que de ellas baja


tal amor ha debido en mí imprimirse:


que el bien en cuanto bien, al conocerse,


nos enciende el amor, tanto más grande


cuanta mayor bondad en sí retiene.


Y así a una esencia que es tan ventajosa,


que todo bien que esté fuera de ella


no es nada más que un brillo de su rayo,


más que a otra es preciso que se mueva


la mente, amando, de los que conocen


la verdad que esta prueba fundamenta.


Tal verdad demostró a mi entendimiento


aquel que me enseñó el amor primero


de todas las sustancias sempiternas.


Lo demostró la voz del Creador


que a Moisés dijo hablando de sí mismo:


«Yo haré que veas el poder supremo.»


Y tú lo demostraste, al comenzar

el alto pregón que grita el arcano


de aquí allá abajo más que cualquier otro.


Y escuché: «Por la humana inteligencia


y por la autoridad con él concorde,


de tu amor tiende a Dios lo soberano.


Mas dime aún si sientes otras cuerdas


que a él te atraigan, de modo que me digas


con cuántos dientes este amor te muerde.»


No estaba oculta la santa intención


del Águila de Cristo, y me di cuenta


a qué tema quería conducirme.


Por eso repliqué: «Cuantos mordiscos


pueden volver a Dios un corazón,


juntos mi caridad han fomentado:


que el que yo exista y el que exista el mundo, 

la muerte que Él sufrió y por la que vivo,


y lo que esperan como yo los fieles,


con el conocimiento que antes dije,


me han sacado del mar del falso amor,


y del derecho me han puesto en la orilla.


Las frondas que enfrondecen todo el huerto

del eterno hortelano, yo amo tanto,

cuanto es el bien que de Él desciende a ellas.» 


Cuando callé, un dulcísimo canto


resonó por el cielo, y mi señora


«Santo, santo», decía con los otros.


Y como ahuyenta el sueño una luz viva,


pues la vista se acerca al resplandor


que atraviesa membrana tras membrana,


y al despertado aturde lo que mira,


pues tan torpe es la súbita vigilia


mientras la estimativa no le ayuda;


lo mismo de mis ojos cualquier mota


me quitaron los ojos de Beatriz,


con rayos que mil millas refulgían:


y vi después mucho mejor que antes;


y casi estupefacto pregunté


por una cuarta luz tras de nosotros.


Y mi señora: «Dentro de ese rayo

goza de su hacedor la primer alma


que hubo creado la primer potencia.»


Como la fronda que inclina su copa


del viento atravesada, y la levanta


por la misma virtud que la endereza,


hice yo mientras ella estaba hablando,


asombrado, y después me recobré


con las ganas de hablar en las que ardía.


«Oh fruto que maduro únicamente


fuiste creado -dije , antiguo padre


de quien cualquier esposa es hija y nuera,


con la más grande devoción te pido


que me hables: advierte mi deseo,


que no lo expreso para oírte antes.»


Un animal a veces en un saco


se revuelve de modo que sus ansias


se advierten al mirar lo que le cubre;


y de igual forma el ánima primera


escondida en su luz manifestaba


cuán gustosa quería complacerme.


Y dijo: «Sin que lo hayas proferido,


mejor he comprendido tu deseo


que tú cualquiera cosa verdadera;


porque la veo en el veraz espejo


que hace de sí reflejo en otras cosas,


mas las otras en él no se reflejan.


Quieres oír cuánto hace que me puso


Dios en el bello Edén, desde donde ésta


a tan larga subida te dispuso,


y cuánto fue el deleite de mis ojos,


y la cierta razón de la gran ira,


y el idioma que usé y que inventé.


Ahora, hijo mío, no el probar del árbol


fue en sí misma ocasión de tanto exilio,


mas sólo el que infringiese lo ordenado.


Donde tu dama sacara a Virgilio,


cuatro mil y tres cientas y dos vueltas


de sol tuve deseos de este sitio;


y le vi que volvía novecientas

treinta veces a todas las estrellas


de su camino, cuando en tierra estaba.


La lengua que yo hablaba se extinguió


aun antes que a la obra inconsumable


la gente de Nembrot se dedicara:


que nunca los efectos racionales,


por el placer humano que los muda


siguiendo al cielo, duran para siempre.


Es obra natural que el hombre hable;


pero en el cómo la naturaleza


os deja que sigáis el gusto propio.


Antes que yo bajase a los infiernos,


I se llamaba en tierra el bien supremo


de quien viene la dicha que me embarga;


Y Él después se llamó: y así conviene,


que es el humano uso como fronda


en la rama, que cae y que otra brota.


En el monte que más del mar se alza,

con vida pura y deshonesta estuve,

desde la hora primera a la que sigue

a la sexta en que el sol cambia el cuadrante.» 

lunes, 31 de agosto de 2020

La Divina Comedia, castellano, Canto XXXI

CANTO XXXI


La misma lengua me mordió primero,


haciéndome teñir las dos mejillas,


y después me aplicó la medicina:


así escuché que solía la lanza


de Aquiles y su padre ser causante


primero de dolor, después de alivio,


Dimos la espalda a aquel mísero valle


por la ribera que en torno le ciñe,


y sin ninguna charla lo cruzamos.


No era allí ni de día ni de noche,


y poco penetraba con la vista;


pero escuché sonar un alto cuerno,


tanto que habría a los truenos callado,


y que hacia él su camino siguiendo,


me dirigió la vista sólo a un punto.


Tras la derrota dolorosa, cuando


Carlomagno perdió la santa gesta,


Orlando no tocó con tanta furia.


A poco de volver allí mi rostro,


muchas torres muy altas creí ver;


y yo: «Maestro, di, ¿qué muro es éste?»


Y él a mí: «Como cruzas las tinieblas


demasiado a lo lejos, te sucede


que en el imaginar estás errado.


Bien lo verás, si llegas a su vera,


cuánto el seso de lejos se confunde;


así que marcha un poco más aprisa.»


Y con cariño cogióme la mano,


y dijo: «Antes que hayamos avanzado,


para que menos raro te parezca,


sabe que no son torres, mas gigantes,


y en el pozo al que cerca esta ribera


están metidos, del ombligo abajo.»


Como al irse la niebla disipando,


la vista reconoce poco a poco


lo que esconde el vapor que arrastra el aire,


así horadando el aura espesa y negra,


más y más acercándonos al borde,


se iba el error y el miedo me crecía;


pues como sobre la redonda cerca


Monterregión de torres se corona,


así aquel margen que el pozo circunda


con la mitad del cuerpo torreaban


los horribles gigantes, que amenaza


aún desde el cielo Júpiter tronando.


Y yo miraba ya de alguno el rostro,


la espalda, el pecho y gran parte del vientre,


y los brazos cayendo a los costados.


Cuando dejó de hacer Naturaleza


aquellos animales, muy bien hizo,


porque tales ayudas quitó a Marte;


Y si ella de elefantes y ballenas


no se arrepiente, quien atento mira,


más justa y más discreta ha de tenerla;


pues donde el argumento de la mente


al mal querer se junta y a la fuerza,


el hombre no podría defenderse.


Su cara parecía larga y gruesa


como la Piña de San Pedro, en Roma,


y en esta proporción los otros huesos;


y así la orilla, que les ocultaba


del medio abajo, les mostraba tanto


de arriba, que alcanzar su cabellera


tres frisones en vano pretendiesen;


pues treinta grandes palmos les veía


de abajo al sitio en que se anuda el manto.


«Raphel may amech zabi almi»,


a gritar empezó la fiera boca,


a quien más dulces salmos no convienen.


Y mi guía hacia él: « ¡Alma insensata,


coge tu cuerno, y desfoga con él


cuanta ira o pasión así te agita!


Mirate al cuello, y hallarás la soga


que amarrado lo tiene, alma turbada,


mira cómo tu enorme pecho aprieta.»


Después me dijo: «A sí mismo se acusa.


Este es Nembrot, por cuya mala idea


sólo un lenguaje no existe en el mundo.


Dejémosle, y no hablemos vanamente,


porque así es para él cualquier lenguaje,


cual para otros el suyo: nadie entiende.»


Seguimos el viaje caminando


a la izquierda, y a un tiro de ballesta,

otro encontramos más feroz y grande.


Para ceñirlo quién fuera el maestro,


decir no sé, pero tenía atados


delante el otro, atrás el brazo diestro,


una cadena que le rodeaba


del cuello a abajo, y por lo descubierto


le daba vueltas hasta cinco veces.


«Este soberbio quiso demostrar


contra el supremo Jove su potencia


dijo mi guía y esto ha merecido.


Se llama Efialte; y su intentona hizo


al dar miedo a los dioses los gigantes:


los brazos que movió, ya más no mueve.»


Y le dije: «Quisiera, si es posible,


que del desmesurado Briareo


puedan tener mis ojos experiencia.»


Y él me repuso: «A Anteo ya verás


cerca de aquí, que habla y está libre,


que nos pondrá en el fondo del infierno.


Aquel que quieres ver, está muy lejos,


y está amarrado y puesto de igual modo,


salvo que aún más feroz el rostro tiene.»


No hubo nunca tan fuerte terremoto,


que moviese una torre con tal fuerza,


como Efialte fue pronto en revolverse.


Más que nunca temí la muerte entonces,


y el miedo solamente bastaría


aunque no hubiese visto las cadenas.


Seguimos caminando hacia adelante


y llegamos a Anteo: cinco alas


salían de la fosa, sin cabeza.


«Oh tú que en el afortunado valle


que heredero a Escipión de gloria hizo,


al escapar Aníbal con los suyos,


mil leones cazaste por botín,


y que si hubieses ido a la alta lucha


de tus hermanos, hay quien ha pensado


que vencieran los hijos de la Tierra;

bájanos, sin por ello despreciarnos,

donde al Cocito encierra la friura.


A Ticio y a Tifeo no nos mandes;


éste te puede dar lo que deseas;


inclínate, y no tuerzas el semblante.


Aún puede darte fama allá en el mundo,


pues que está vivo y larga vida espera,


si la Gracia a destiempo no le llama.»


Así dijo el maestro; y él deprisa

tendió la mano, y agarró a mi guía,

con la que a Hércules diera el fuerte abrazo.


Virgilio, cuando se sintió cogido,


me dijo: «Ven aquí, que yo te coja»;


luego hizo tal que un haz éramos ambos.


Cual parece al mirar la Garisenda


donde se inclina, cuando va una nube


sobre ella, que se venga toda abajo;


tal parecióme Anteo al observarle


y ver que se inclinaba, y fue en tal hora


que hubiera preferido otro camino.


Mas levemente al fondo que se traga


a Lucifer con Judas, nos condujo;


y así inclinado no hizo más demora,


y se alzó como el mástil en la nave.

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       Ramón Guimerá Lorente Beceite blog, Beseit Beseit en chapurriau yo parlo lo chapurriau  y lo escric Chapurriau al Wordpress Lo Decame...