CANTO VIII
Digo, para seguir, que mucho antes
de llegar hasta el pie de la alta torre,
se encaminó a su cima nuestra vista,
porque vimos allí dos lucecitas,
y otra que tan de lejos daba señas,
que apenas nuestros ojos la veían.
Y yo le dije al mar de todo seso:
«Esto ¿qué significa? y ¿qué responde
el otro foco, y quién es quien lo hace?»
Y él respondió: «Por estas ondas sucias
ya podrás divisar lo que se espera,
si no lo oculta el humo del pantano.»
Cuerda no lanzó nunca una saeta
que tan ligera fuese por el aire,
como yo vi una nave pequeñita
por el agua venir hacia nosotros,
al gobierno de un solo galeote,
gritando: «Al fin llegaste, alma alevosa.»
«Flegias, Flegias, en vano estás gritando
díjole mi señor en este punto ;
tan sólo nos tendrás cruzando el lodo.»
Cual es aquel que gran engaño escucha
que le hayan hecho, y luego se contiene,
así hizo Flegias consumido en ira.
Subió mi guía entonces a la barca,
y luego me hizo entrar detrás de él;
y sólo entonces pareció cargada.
Cuando estuvimos ambos en el leño,
hendiendo se marchó la antigua proa
el agua más que suele con los otros.
Mientras que el muerto cauce recorríamos
uno, lleno de fango vino y dijo:
«¿Quién eres tú que vienes a destiempo?»
.
Y le dije: « Si vengo, no me quedo;
pero ¿quién eres tú que estás tan sucio?»
Dijo: «Ya ves que soy uno que llora.»
Yo le dije: «Con lutos y con llanto,
puedes quedarte, espíritu maldito,
pues aunque estés tan sucio te conozco.»
Entonces tendió al leño las dos manos;
mas el maestro lo evitó prudente,
diciendo: «Vete con los otros perros.»
Al cuello luego los brazos me echó,
besóme el rostro y dijo: «!Oh desdeñoso,
bendita la que estuvo de ti encinta!
Aquel fue un orgulloso para el mundo;
y no hay bondad que su memoria honre:
por ello está su sombra aquí furiosa.
Cuantos por reyes tiénense allá arriba,
aquí estarán cual puercos en el cieno,
dejando de ellos un desprecio horrible.»`
Y yo: «Maestro, mucho desearía
el verle zambullirse en este caldo,
antes que de este lago nos marchemos.»
Y él me repuso: «Aún antes que la orilla
de ti se deje ver, serás saciado:
de tal deseo conviene que goces.»
Al poco vi la gran carnicería
que de él hacían las fangosas gentes;
a Dios por ello alabo y doy las gracias.
«¡A por Felipe Argenti!», se gritaban,
y el florentino espiritu altanero
contra sí mismo volvía los dientes.
Lo dejamos allí, y de él más no cuento.
Mas el oído golpeóme un llanto,
y miré atentamente hacia adelante.
Exclamó el buen maestro: «Ahora, hijo,
se acerca la ciudad llamada Dite,
de graves habitantes y mesnadas.»
Y yo dije: «Maestro, sus mezquitas
en el valle distingo claramente,
rojas cual si salido de una fragua
hubieran.» Y él me dijo: «El fuego eterno
que dentro arde, rojas nos las muestra,
como estás viendo en este bajo infierno.»
Así llegamos a los hondos fosos
que ciñen esa tierra sin consuelo;
de hierro aquellos muros parecían.
No sin dar antes un rodeo grande,
llegamos a una parte en que el barquero
«Salid gritó con fuerza aquí es la entrada.»
Yo vi a más de un millar sobre la puerta
de llovidos del cielo, que con rabia
decían: «¿Quién es este que sin muerte
va por el reino de la gente muerta?»
Y mi sabio maestro hizo una seña
de quererles hablar secretamente.
Contuvieron un poco el gran desprecio
y dijeron: « Ven solo y que se marche
quien tan osado entró por este reino;
que vuelva solo por la loca senda;
pruebe, si sabe, pues que tú te quedas,
que le enseñaste tan oscura zona.»
Piensa, lector, el miedo que me entró
al escuchar palabras tan malditas,
que pensé que ya nunca volvería.
«Guía querido, tú que más de siete
veces me has confortado y hecho libre
de los grandes peligros que he encontrado,
no me dejies le dije así perdido;
y si seguir mas lejos nos impiden,
juntos volvamos hacia atrás los pasos.»
Y aquel señor que allí me condujera
«No temas dijo porque nuestro paso
nadie puede parar: tal nos lo otorga.
Mas espérame aquí, y tu ánimo flaco
conforta y alimenta de esperanza,
que no te dejaré en el bajo mundo.»
Así se fue, y allí me abandonó
el dulce padre, y yo me quedé en duda
pues en mi mente el no y el sí luchaban.
No pude oír qué fue lo que les dijo:
mas no habló mucho tiempo con aquéllos,
pues hacia adentro todos se marcharon.
Cerráronle las puertas los demonios
en la cara a mi guía, y quedó afuera,
y se vino hacia mí con pasos lentos.
Gacha la vista y privado su rostro
de osadía ninguna, y suspiraba:
« ¡Quién las dolientes casa me ha cerrado!»
Y él me dijo: «Tú, porque yo me irrite,
no te asustes, pues venceré la prueba,
por mucho que se empeñen en prohibirlo.
No es nada nueva esta insolencia suya,
que ante menos secreta puerta usaron,
que hasta el momento se halla sin cerrojos.
Sobre ella contemplaste el triste escrito:
y ya baja el camino desde aquélla,
pasando por los cercos sin escolta,
quien la ciudad al fin nos hará franca.