CANTO XXIX
Cantando cual mujer enamorada,
al terminar de hablar continuó:
‘Beati quorum tacta sunt peccata.'
Y cual las ninfas que marchaban solas
por las sombras selváticas, buscando
cuál evitar el sol, cuál recibirlo,
se dirigió hacia el río, caminando
por la ribera; y yo al compás de ella,
siguiendo lentamente el lento paso.
Y ciento ya no había entre nosotros,
cuando las dos orillas dieron vuelta,
y me quedé mirando hacia levante.
Tampoco fue muy largo así el camino,
cuando a mí la mujer se dirigió,
diciendo: «Hermano mío, escucha y mira.»
Y se vio un resplandor súbitamente
por todas partes de la gran floresta,
que acaso yo pensé fuera un relámpago.
Pero como éste igual que viene, pasa,
y aquel, durando, más y más lucía,
decía para mí. «¿Qué cosa es ésta;?»
Resonaba una dulce melodía
por el aire esplendente; y con gran celo
yo a Eva reprochaba de su audacia,
pues donde obedecían cielo y tierra,
tan sólo una mujer, recién creada,
no consintió vivir con velo alguno;
bajo el cual si sumisa hubiera estado,
habría yo gozado esas delicias
inefables, aún antes y más tiempo.
Mientras yo caminaba tan absorto
entre tantas primicias del eterno
placer, y deseando aún más deleite,
cual un fuego encendido, ante nosotros
el aire se volvió bajo el ramaje;
y el dulce son cual canto se entendía.
Oh sacrosantas vírgenes, si fríos
por vosotras sufrí, vigilias y hambres,
razón me urge que a favor os mueva.
El manar de Helicona necesito,
y que Urania me inspire con su coro
poner en verso cosas tan abstrusas.
Más adelante, siete árboles áureos
falseaba en la mente el largo trecho
del espacio que había entre nosotros;
pero cuando ya estaba tan cercano
que el objeto que engaña los sentidos
ya no perdía forma en la distancia,
la virtud que prepara el intelecto,
me hizo ver que eran siete candelabros,
y Hosanna era el cantar de aquellas voces.
Por encima el conjunto flameaba
más claro que la luna en la serena
medianoche en el medio de su mes.
Yo me volví de admiración colmado
al bueno de Virgilio, que repuso
con ojos llenos de estupor no menos.
Volví la vista a aquellas maravillas
que tan lentas venían a nosotros,
que una recién casada las venciera.
La mujer me gritó: «¿Por qué contemplas
con tanto ardor las vivas luminarias,
y lo que viene por detrás no miras?»
Y tras los candelabros vi unas gentes
venir despacio, de blanco vestidas;
y tanta albura aquí nunca la vimos.
Brillaba el agua a nuestro lado izquierdo,
el izquierdo costado devolviéndome,
si se miraba en ella cual espejo.
Cuando estuve en un sitio de mi orilla,
que sólo el río de ellos me apartaba,
para verles mejor detuve el paso,
y vi las llamas que iban por delante
dejando tras de sí el aire pintado,
como si fueran trazos de pinceles;
de modo que en lo alto se veían
siete franjas, de todos los colores
con que hace el arco el Sol y Delia el cinto.
Los pendones de atrás eran más grandes
que mi vista; y diez pasos separaban,
en mi opinión, a los de los extremos
Bajo tan bello cielo como cuento,
coronados de lirios, veinticuatro
ancianos avanzaban por parejas.
Cantaban: «Entre todas Benedicta
las nacidas de Adán, y eternamente
benditas sean las bellezas tuyas.»
Después de que las flores y la hierba,
que desde el otro lado contemplaba,
se vieron libres de esos elegidos,
como luz a otra luz sigue en el cielo,
cuatro animales por detrás venían,
de verde fronda todos coronados.
Seis alas cada uno poseía;
con ojos en las plumas; los de Argos
tales serían, si vivo estuviese.
A describir su forma no dedico
lector, más rimas, pues que me urge otra
tarea, y no podría aquí alargarme;
pero léete a Ezequiel, que te lo pinta
como él los vio venir desde la fría
zona, con viento, con nubes, con fuego;
y como lo verás en sus escritos,
tales eran aquí, salvo en las plumas;
Juan se aparta de aquel y está conmigo.
En el espacio entre los cuatro había,
sobre dos ruedas, un carro triunfal,
que de un grifo venía conducido.
Hacia arriba tendía las dos alas
entre la franja que había en el centro
y las tres y otras tres, mas sin tocarlas.
Subían tanto que no se veían;
de oro tenía todo lo de pájaro,
y blanco lo demás con manchas rojas.
No sólo Roma en carro tan hermoso
no honrase al Africano, ni aun a Augusto,
mas el del sol mezquino le sería;
aquel del sol que ardiera, extraviado,
por petición de la tierra devota,
cuando fue Jove arcanarnente justo.
Tres mujeres en círculo danzaban
en el lado derecho; una de rojo,
que en el fuego sería confundida;
otra cual si los huesos y la carne
hubieran sido de esmeraldas hechos;
cual purísima nieve la tercera;
y tan pronto guiaba la de blanco,
tan pronto la de rojo; y a su acento
caminaban las otras, raudas, lentas.
Otras cuatro a la izquierda solazaban,
de púrpura vestidas, con el ritmo
de una de ellas que tenía tres ojos.
Detrás de todo el nudo que he descrito
vi dos viejos de trajes desiguales,
mas igual su ademán grave y honesto.
Uno se parecía a los discípulos
de Hipócrates, a quien natura hiciera
para sus animales más queridos;
contrario afán el otro demostraba
con una espada aguda y reluciente,
tal que me amedrentó desde mi orilla.
Luego vi cuatro de apariencia humilde;
y de todos detrás un viejo solo,
que venía durmiendo, iluminado.
Y estaban estos siete como el grupo
primero ataviados, mas con lirios
no adornaban en torno sus cabezas,
sino con rosas y bermejas flores;
se juraría, aun vistas no muy lejos,
que ardían por encima de los ojos.
Y cuando el carro tuve ya delante,
un trueno se escuchó, y las dignas gentes
parecieron tener su andar vedado,
y se pararon junto a las enseñas.