CANTO XI
«Oh padre nuestro, que estás en los cielos,
no circunscrito, sino por más grande
amor que a tus primeras obras tienes,
alabados tu nombre y tu potencia
sean de cualquier hombre, como es justo
darle gracias a tu dulce vapor.
De tu reino la paz venga a nosotros,
que nosotros a ella no alcanzarnos,
si no viene, con todo nuestro esfuerzo.
Como por gusto suyo hacen los ángeles,
cantando osanna, a ti los sacrificios,
hagan así gustosos los humanos.
El maná cotidiano danos hoy,
sin el cual por este áspero desierto
quien más quiere avanzar más retrocede.
Y al igual que nosotros las ofensas
perdonamos a todos, sin que mires
el mérito, perdónanos, benigno.
Nuestra virtud que cae tan prontamente
no ponga a prueba el antiguo enemigo,
mas líbranos de aquel que así la hostiga.
Esta última plegaria, amado Dueño,
no se hace por nosotros, ni hace falta,
mas por aquellos que detrás quedaron.»
Para ellas y nosotros buen camino
pidiendo andaban esas sombras, bajo
un peso igual al que a veces se sueña,
angustiadas en formas desiguales
y en la primera cornisa cansadas,
purgando las calígines del mundo.
Si allí bien piden siempre por nosotros,
¿aquí qué hacer y qué pedir podrían
los que en Dios han echado sus raíces?
Debemos ayudarles a lavarse
las manchas, tal que puros y ligeros
puedan ganar las estrelladas ruedas.
«Ah, la justicia y la Piedad os libren
pronto, tal que podáis mover las alas,
que os conduzcan según vuestros deseos:
mostradnos por qué parte a la escalera
más rápido se va; y, si hay más caminos,
enseñadnos aquel menos pendiente;
pues a quien me acompaña, por la carga
de la carne de Adán con que se viste,
contra su voluntad, subir le cuesta.»
Las palabras que respondieron a éstas
que había dicho aquel que yo seguía,
de quién vinieran no lo supe; pero
dijeron: «Por la orilla a la derecha
veniros, y hallaremos algún paso
que lo pueda subir un hombre vivo.
Y si no fuese un estorbo la piedra
que mi cerviz soberbia doma, y tengo
por esto que llevar el rostro gacho,
a aquel que vive aún y no se nombra,
miraría por ver si lo conozco,
para hacer que este peso compadezca.
Latino fui, de un gran toscano hijo:
Giuglielrno Aldobrandeschi fue mi padre;
no sé si conocéis el nombre suyo.
La sangre antigua y las gloriosas obras
de mis mayores, arrogancia tanta
me dieron, que ignorando a nuestra madre
común, todos los hombres despreciaba
y por ello morí; sábenlo en Siena,
y en Campagnático todos los niños.
Soy Omberto; y no sólo la soberbia
me dañó a mí , que a todos mis parientes
ha arrastrado consigo a la desgracia.
Y aquí es preciso que este peso lleve
por ella, hasta que Dios se satisfaga:
Pues no lo hice de vivo, lo hago muerto.»
Incliné al escucharle la cabeza;
y uno de ellos, no aquel que había hablado,
se volvió bajo el peso que llevaba,
y me llamó al mirarme y conocerme,
con los ojos fijados con gran pena,
pues andaba inclinado junto a ellos.
«Oh yo le dije ¿No eres Oderisi,
honra de Gubbio, y honra de aquel arte
que se llama en París iluminar?»
«Hermano dijo ríen más las cartas
que ahora ilumina Franco, el de Bolonia;
suyo es todo el honor, y en parte, mío.
No hubiera sido yo tan generoso
mientras vivía, por el gran deseo
de superar a todos que albergaba.
De tal soberbia pago aquí la pena;
y aun no estaría aquí de no haber sido
que, pudiendo pecar, volvíme a Dios.
¡Oh, vana gloria del poder humano!
¡qué poco dura el verde de la cumbre,
si no le sigue un tiempo decadente!
Creisteis que en pintura Cimabue
tuviese el campo, y es de Giotto ahora,
y la fama de aquel ha oscurecido.
Igual un Guido al otro le arrebata
la gloria de la lengua; y nació acaso
el que arroje del nido a uno y a otro.
No es el ruido mundano más que un soplo
de viento, ahora de un lado, ahora del otro,
y muda el nombre como cambia el rumbo.
¿Qué fama has de tener, si viejo apartas
de ti la carne, como si murieras
antes de abandonar el sonajero,
cuando pasen mil años? Pues es corto
ese espacio en lo eterno, más que un guiño
en el más tardo giro de los cielos.
Aquel que va delante tan despacio
de mí, en Toscana entera era famoso;
y de él en Siena apenas cuchichean,
en donde era señor cuando abatieron
la rabia florentina, que soberbia
fue en aquel tiempo tal como ahora es puta.
Color de hierba es vuestra nombradía,
que viene y va, y el mismo la marchita
que la hace brotar verde de la tierra.»
Y yo le dije: «Tu verdad me empuja
a la humildad, y abate mi soberbia;
pero quién es aquel de quien hablabas?»
«Es respondió Provenzano Salviati:
y está aquí porque tuvo pretensiones
de llevar Siena entera entre sus manos.
Anduvo así y aún anda, sin descanso,
desde su muerte: tal moneda paga
aquel que en vida a demasiado aspira.»
Y yo: «Si aquel espíritu que deja
arrepentirse al fin de su existencia,
queda abajo y no sube sin la ayuda
de una buena oración, antes que pase
un tiempo semejante al que ha vivido,
¿Cómo le consintieron que viniese?»
«Cuando vivía más glorioso –dijo-,
en la plaza de Siena libremente
vencida su vergüenza, se plantó
y allí para salvar a cierto amigo,
en la prisión de Carlos condenado,
de tal modo actuó que tembló entero.
Más no diré y oscuro sé que hablo;
pero dentro de poco, tus vecinos
harán de modo que glosarlo puedas.
Esta acción le sacó de esos confines.»