CANTO XIX
Apareció ante mí la bella imagen
con las alas abiertas, que formaban
las almas agrupadas en su dicha;
un rubí parecía cada una
donde un rayo de sol ardiera tanto,
que en mis ojos pudiera reflejarse.
Y lo que debo de tratar ahora
ni referido nunca fue, ni escrito,
ni concebido por la fantasía;
pues vi y también oí que hablaba el pico,
y que la voz decía «mío» y «yo»
y debía decir «nuestro» y «nosotros».
Y comenzó: «Por ser justo y piadoso
estoy aquí exaltado a aquella gloria
que vencer no se deja del deseo;
y dejé tan completa mi memoria
en la tierra, que abajo los malvados
aun sin seguir su ejemplo, la veneran.»
Como un solo calor de muchas brasas,
de entre muchos amores, de igual modo,
salía un solo son de aquella imagen.
Y entonces respondí. «Oh perpetuas flores
de la alegría eterna, que uno sólo
me hacéis aparecer vuestros aromas,
aclaradme, espirando, el gran ayuno
que largamente en hambre me ha tenido,
pues ningún alimento hallé en la tierra.
Bien sé que si en el cielo de otro reino
la justicia divina hace su espejo
veladamente el vuestro no la mira.
Sabéis que atentamente me: dispongo
a escucharos; sabéis cuál es la duda
que en ayunas me tuvo tanto tiempo.»
Como halcón al que quitan la capucha,
que mueve la cabeza y bate alas
ganas mostrando y haciéndose hermoso,
contemplé a aquella imagen, que con loas
a la divina gracia era formada,
con cantos que conoce el que lo goza.
Dijo después: «El que volvió el compás
hasta el confín del mundo, y dentro de éste
guardó lo manifiesto y lo secreto,
no podía imprimir su poderío
en todo el universo, de tal modo
que su verbo no fuese aún infinito.
Y esto confirma que el primer soberbio,
que de toda criatura fue la suma,
por no esperar la luz cayó inmaduro;
mostrando que cualquier naturaleza
menor, es sólo un corto receptáculo
del bien que no se acaba y no se mide.
Por lo cual nuestra vista, que tan sólo
ha salido de un rayo de la mente
de que todas las cosas están llenas,
no puede valer tanto por sí misma,
que no sepa que está mucho más lejos
su principio de lo que se le muestra.
Por eso en la justicia sempiterna
la vista que recibe vuestro mundo,
igual que el ojo por el mar, se adentra;
que, aunque en la orilla puede ver el fondo,
no lo ve en alta mar; y no está menos
allí, pero lo esconde el ser profundo.
No hay luz, si no procede de la calma
imperturbable; y fuera es la tiniebla,
o sombra de la carne, o su veneno.
Bastante ya te he abierto el escondrijo
que te escondía la justicia viva,
que con tanta frecuencia cuestionaste;
diciendo: "Un hombre nace en la ribera
del Indo, y no hay allí nadie que hable
de Cristo ni leyendo ni escribiendo;
y todos sus deseos y actos buenos,
por lo que entiende la razón del hombre,
están sin culpa en vida y en palabras.
Y muere sin la fe y sin el bautismo:
¿Dónde está la justicia al condenarle?
¿y dónde está su culpa si él no cree?"
¿Quién eres tú para querer sentarte
a juzgar a mil millas de distancia
con tu vista que sólo alcanza un palmo?
Cierto que quien conmigo sutiliza,
si sobre él no estuviera la Escritura,
su dudar llegaría hasta el asombro.
¡Oh animales terrenos! ¡Mentes zafias!
La voluntad primera, por sí buena,
de sí, que es sumo bien, nunca se mueve.
Sólo es justo lo que a ella se conforma:
ningún creado bien puede atraerla,
pero aquella, esplendiendo, los produce.»
Igual que sobre el nido vuela en círculos
tras cebar a sus hijos la cigüeña,
y como la contempla el ya cebado;
hizo así, y yo los ojos levanté,
esa bendita imagen, que las alas
movió impulsada por tantos espíritus.
Dando vueltas cantaba, y me decía:
«Lo mismo que mis notas, que no entiendes,
tal es el juicio eterno a los mortales.»
Al aquietarse las lucientes llamas
del Espíritu Santo, aún en el signo
que a Roma hizo temible en todo el mundo,
volvió a decir aquél: «No sube a este reino,
quien no creyera en Cristo, antes
o después de clavarle en el madero.
Mas sabe: muchos gritan "¡Cristo, Cristo!"
y estarán en el juicio menos prope de aquel,
que otros que a Cristo no conocen;
serán por el etíope afrentados
cuando los dos colegios se separen,
los para siempre ricos y los pobres.
¿A vuestros reyes qué dirán los persas
al contemplar abierto el libro donde
escritos se hallan todos sus pecados?
La que muy pronto moverá las plumas
y que devastará el reino de Praga,
de Alberto podrá verse entre las obras.
La pena podrá verse que en el Sena
causará, la moneda falseando,
quien por un jabalí hallará la muerte.
La insaciable soberbia podrá verse,
que al de Inglaterra y al de Escocia ciega,
sin poder aguantarse en sus fronteras.
Veráse la lujuria y vida muelle
de aquel de España y del de la Bohemia,
que ni supo ni quiso del valor.
Veráse al cojo de Jerusalén
su bondad señalada con la I,
y con la M el contrario señalado.
Veráse la avaricia y la vileza
de quien guardando está la isla del fuego,
donde Anquises su larga edad dejara;
en abreviadas letras su escritura
para dar a entender cuán poco vale,
que mucho anotarán en poco espacio.
Enseñará las obras indecentes
de su tío y su hermano, que una estirpe
tan egregia y dos tronos ensuciaron.
El que está en Portugal y el de Noruega
allí se encontrarán, y aquel de Rascia
que mal ha visto el cuño de Venecia.
¡Dichosa Hungría, si es que no se deja
mal conducir! ¡y dichosa Navarra,
si se armase del monte que la cerca!
Y creer se debiera como muestra
de esto, que Nicosia y Famagusta
se reprueban y duelen de su bestia,
que del lado de aquéllas no se aparta.