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sábado, 5 de septiembre de 2020

Castellano, purgatorio, Canto XXVII

CANTO XXVII

Igual que vibran los primeros rayos

donde esparció la sangre su Creador,

cayendo el Ebro bajo la alta Libra,


y a nona se caldea el agua al Ganges,


el sol estaba; y se marchaba el día,


cuando el ángel de Dios alegre vino.


Fuera del fuego sobre el borde estaba


y cantaba: «¡Beati mundi cordi!»


con voz mucho más viva que la nuestra.


Luego: «Más no se avanza, si no muerde


almas santas, el fuego: entrad en él


y escuchad bien el canto de ese lado.»


Nos dijo así cuanto estuvimos cerca;


por lo que yo me puse, al escucharle,


igual que aquel que meten en la fosa.


Por protegerme alcé las manos juntas


en vivo imaginando, al ver el fuego,


humanos cuerpos que quemar he visto.


Hacia mí se volvió mi buena escolta;

y Virgilio me dijo entonces: «Hijo,


puede aquí haber tormento, mas no muerte.


¡Acuérdate, acuérdate! Y si yo


sobre Gerión a salvo te conduje,


¿ahora qué haría ya de Dios más cerca?


Cree ciertamente que si en lo profundo


de esta llama aun mil años estuvieras,


no te podría ni quitar un pelo.


Y si tal vez creyeras que te engaño


vete hacia ella, vete a hacer la prueba,


con tus manos al borde del vestido.


Dejón, depón ahora cualquier miedo;


vuélvete y ven aquí. seguro entra.»


Y en contra yo de mi conciencia, inmóvil.


Al ver que estaba inmóvil y reacio,


dijo un poco turbado: «Mira, hijo:


entre Beatriz y tú se alza este muro.»


Corno al nombre de Tisbe abrió los ojos


Píramo, y antes de morir la vio,


cuando el moral se convirtió en bermejo;


así, mi obstinación más ablandada,


me volví al sabio guía oyendo el nombre


que en nú memoria siempre se renueva.


Y él movió la cabeza, y dijo: «¡Cómo!


¿quieres quedarte aquí?»; y me sonreía,

como a un niño a quien vence una manzana. 


Luego delante de mí entró en el fuego,


pidiendo a Estacio que tras mi viniese,


que en el largo camino estuvo en medio.


En el vidrio fundido, al estar dentro,


me hubiera echado para refrescarme,


pues tanto era el ardor desmesurado.


Y por reconfortarme el dulce padre,


me hablaba de Beatriz mientras andaba:


«Ya me parece que sus ojos veo.»


Nos guiaba una voz que al otro lado


cantaba y, atendiendo sólo a ella,


llegamos fuera, adonde se subía.


'¡ Venite, benedictis patris mei!'


se escuchó dentro de una luz que había,


que me venció y que no pude mirarla.


«El sol se va siguió y la tarde viene;


no os detengáis, acelerad el paso,


mientras que el occidente no se adumbre.»


Iba recto el camino entre la roca


hacia donde los rayos yo cortaba


delante, pues el Sol ya estaba bajo.


Y poco trecho habíamos subido


cuando ponerse el sol, al extinguirse


mi sombra, por detrás los tres sentimos.


Y antes que en todas sus inmensas partes


tomara el horizonte un mismo aspecto,


y adquiriese la noche su dominio,


de un escalón cada uno hizo su lecho;


que la natura del monte impedía


el poder subir más y nuestro anhelo.


Como quedan rumiando mansamente


esas cabras, indómitas y hambrientas


antes de haber pastado, en sus picachos,


tácitas en la sombra, el sol hirviendo,


guardadas del pastor que en el cayado


se apoya y es de aquellas el vigía;


y como el rabadán se alberga al raso,


y pemocta junto al rebaño quieto,


guardando que las fieras no lo ataquen;


así los tres estábamos entonces,


yo como cabra y ellos cual pastores,


aquí y allí guardados de alta gruta.


Poco podía ver de lo de afuera;


mas, de lo poco, las estrellas vi


mayores y más claras que acostumbran.


De este modo rumiando y contemplándolas,


me tomó el sueño; el sueño que a menudo,


antes que el hecho, sabe su noticia.


A la hora, creo, que desde el oriente


irradiaba en el monte Citerea,


en el fuego de amor siempre encendida,


joven y hermosa aparecióme en sueños


una mujer que andaba por el campo


que recogía flores; y cantaba:


«Sepan los que preguntan por mi nombre


que soy Lía, y que voy moviendo en torno


las manos para hacerme una guirnalda.


Por gustarme al espejo me engalano;


Mas mi hermana Raquel nunca se aleja


del suyo, y todo el día está sentada.


Ella de ver sus bellos ojos goza


como yo de adornarme con las manos;


a ella el mirar, a mí el hacer complace.»


Y ya en el esplendor de la alborada,


que es tanto más preciado al peregrino,


cuando al regreso duerme menos lejos,


huían las tinieblas, y con ellas


mi sueño; por lo cual me levanté,


viendo ya a los maestros levantados.


«El dulce fruto que por tantas ramas


buscando va el afán de los mortales,


hoy logrará saciar toda tu hambre.»


Volviéndose hacia mí Virgilio, estas


palabras dijo; y nunca hubo regalo


que me diera un placer igual a éste.


Tantas ansias vinieron sobre el ansia


de estar arriba ya, que a cada paso


plumas para volar crecer sentía.


Cuando debajo toda la escalera


quedó, y llegarnos al peldaño sumo,


en mi clavó Virgilio su mirada,


«El fuego temporal, el fuego eterno


has visto hijo; y has llegado a un sitio


en que yo, por mí mismo, ya no entiendo.


Te he conducido con arte y destreza;


tu voluntad ahora es ya tu guía:


fuera estás de camino estrecho o pino.


Mira el sol que en tu frente resplandece;


las hierbas, los arbustos y las flores


que la tierra produce por sí sola.


Hasta que alegres lleguen esos ojos

que llorando me hicieron ir a ti,


puedes sentarte, o puedes ir tras ellas.


No esperes mis palabras, ni consejos


ya; libre, sano y recto es tu albedrío,


y fuera error no obrar lo que él te diga:


y por esto te mitro y te corono.»

lunes, 31 de agosto de 2020

La Divina Comedia, castellano, Canto XVII

CANTO XVII


«Mira la bestia con la cola aguda,


que pasa montes, rompe muros y armas;


mira aquella que apesta todo el mundo.»


Así mi guía comenzó a decirme;


y le ordenó que se acercase al borde


donde acababa el camino de piedra.


Y aquella sucia imagen del engaño


se acercó, y sacó el busto y la cabeza,


mas a la orilla no trajo la cola.


Su cara era la cara de un buen hombre,


tan benigno tenía lo de afuera,


y de serpiente todo lo restante.


Garras peludas tiene en las axilas;


y en la espalda y el pecho y ambos flancos


pintados tiene ruedas y lazadas.


Con más color debajo y superpuesto


no hacen tapices tártaros ni turcos,


ni fue tal tela hilada por Aracne.


Como a veces hay lanchas en la orilla,


que parte están en agua y parte en seco;


o allá entre los glotones alemanes


el castor se dispone a hacer su caza,


se hallaba así la fiera detestable


al horde pétreo, que la arena ciñe.


Al aire toda su cola movía,


cerrando arriba la horca venenosa,


que a guisa de escorpión la punta armaba.


El guía dijo: «Es preciso torcer


nuestro camino un poco, junto a aquella


malvada bestia que está allí tendida.»


Y descendimos al lado derecho,


caminando diez pasos por su borde,


para evitar las llamas y la arena.


Y cuando ya estuvimos a su lado,


sobre la arena vi, un poco más lejos,


gente sentada al borde del abismo.


Aquí el maestro: «Porque toda entera

de este recinto la experiencia lleves

me dijo , ve y contempla su castigo.


Allí sé breve en tus razonamientos:


mientras que vuelvas hablaré con ésta,


que sus fuertes espaldas nos otorgue.»


Así pues por el borde de la cima


de aquel séptimo círculo yo solo


anduve, hasta llegar a los penados.


Ojos afuera estallaba su pena,


de aquí y de allí con la mano evitaban


tan pronto el fuego como el suelo ardiente:


como los perros hacen en verano,


con el hocico, con el pie, mordidos


de pulgas o de moscas o de tábanos.


Y después de mirar el rostro a algunos,


a los que el fuego doloroso azota,


a nadie conocí; pero me acuerdo


que en el cuello tenía una bolsa


con un cierto color y ciertos signos,


que parecían complacer su vista.


Y como yo anduviéralos mirando,


algo azulado vi en una amarilla,


que de un león tenía cara y porte.


Luego, siguiendo de mi vista el curso,


otra advertí como la roja sangre,


y una oca blanca más que la manteca.


Y uno que de una cerda azul preñada


señalado tenía el blanco saco,


dijo: «¿Qué andas haciendo en esta fosa?


Vete de aquí; y puesto que estás vivo,


sabe que mi vecino Vitaliano


aquí se sentará a mi lado izquierdo;


de Padua soy entre estos florentinos:


y las orejas me atruenan sin tasa


gritando: “¡Venga el noble caballero


que llenará la bolsa con tres chivos!”»


Aquí torció la boca y se sacaba


la lengua, como el buey que el belfo lame.


Y yo, temiendo importunar tardando


a quien de no tardar me había advertido,

atrás dejé las almas lastimadas.


A mi guía encontré, que ya subido


sobre la grupa de la fiera estaba,


y me dijo: «Sé fuerte y arrojado.


Ahora bajamos por tal escalera:


sube delante, quiero estar en medio,


porque su cola no vaya a dañarte.»


Como está aquel que tiene los temblores


de la cuartana, con las uñas pálidas,


y tiembla entero viendo ya el relente,


me puse yo escuchando sus palabras;

pero me avergoncé con su advertencia,

que ante el buen amo el siervo se hace fuerte. 


Encima me senté de la espaldaza:


quise decir, mas la voz no me vino


como creí: «No dejes de abrazarme.»


Mas aquel que otras veces me ayudara


en otras dudas, luego que monté,


me sujetó y sostuvo con sus brazos.


Y le dijo: «Gerión, muévete ahora:


las vueltas largas, y el bajar sea lento:


piensa en qué nueva carga estás llevando.»


Como la navecilla deja el puerto


detrás, detrás, así ésta se alejaba;


y luego que ya a gusto se sentía,


en donde el pecho, ponía la cola,


y tiesa, como anguila, la agitaba,


y con los brazos recogía el aire.


No creo que más grande fuese el miedo


cuando Faetón abandonó las riendas,


por lo que el cielo ardió, como aún parece;


ni cuando la cintura el pobre Ícaro


sin alas se notó, ya derretidas,


gritando el padre: «¡Mal camino llevas!»;


que el mío fue, cuando noté que estaba


rodeado de aire, y apagada


cualquier visión que no fuese la fiera;


ella nadando va lenta, muy lenta;

gira y desciende, pero yo no noto

sino el viento en el rostro y por debajo.


Oía a mi derecha la cascada


que hacía por encima un ruido horrible,


y abajo miro y la cabeza asomo.


Entonces temí aún más el precipicio,


pues fuego pude ver y escuchar llantos;


por lo que me encogí temblando entero.


Y vi después, que aún no lo había visto,


al bajar y girar los grandes males,


que se acercaban de diversos lados.


Como el halcón que asaz tiempo ha volado,


y que sin ver ni señuelo ni pájaro


hace decir al halconero: «¡Ah, baja!»,


lento desciende tras su grácil vuelo,


en cien vueltas, y a lo lejos se pone


de su maestro, airado y desdeñoso,


de tal modo Gerión se posó al fondo,


al mismo pie de la cortada roca,


y descargadas nuestras dos personas,


se disparó como de cuerda tensa.

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       Ramón Guimerá Lorente Beceite blog, Beseit Beseit en chapurriau yo parlo lo chapurriau  y lo escric Chapurriau al Wordpress Lo Decame...