CANTO XVII
«Mira la bestia con la cola aguda,
que pasa montes, rompe muros y armas;
mira aquella que apesta todo el mundo.»
Así mi guía comenzó a decirme;
y le ordenó que se acercase al borde
donde acababa el camino de piedra.
Y aquella sucia imagen del engaño
se acercó, y sacó el busto y la cabeza,
mas a la orilla no trajo la cola.
Su cara era la cara de un buen hombre,
tan benigno tenía lo de afuera,
y de serpiente todo lo restante.
Garras peludas tiene en las axilas;
y en la espalda y el pecho y ambos flancos
pintados tiene ruedas y lazadas.
Con más color debajo y superpuesto
no hacen tapices tártaros ni turcos,
ni fue tal tela hilada por Aracne.
Como a veces hay lanchas en la orilla,
que parte están en agua y parte en seco;
o allá entre los glotones alemanes
el castor se dispone a hacer su caza,
se hallaba así la fiera detestable
al horde pétreo, que la arena ciñe.
Al aire toda su cola movía,
cerrando arriba la horca venenosa,
que a guisa de escorpión la punta armaba.
El guía dijo: «Es preciso torcer
nuestro camino un poco, junto a aquella
malvada bestia que está allí tendida.»
Y descendimos al lado derecho,
caminando diez pasos por su borde,
para evitar las llamas y la arena.
Y cuando ya estuvimos a su lado,
sobre la arena vi, un poco más lejos,
gente sentada al borde del abismo.
Aquí el maestro: «Porque toda entera
de este recinto la experiencia lleves
me dijo , ve y contempla su castigo.
Allí sé breve en tus razonamientos:
mientras que vuelvas hablaré con ésta,
que sus fuertes espaldas nos otorgue.»
Así pues por el borde de la cima
de aquel séptimo círculo yo solo
anduve, hasta llegar a los penados.
Ojos afuera estallaba su pena,
de aquí y de allí con la mano evitaban
tan pronto el fuego como el suelo ardiente:
como los perros hacen en verano,
con el hocico, con el pie, mordidos
de pulgas o de moscas o de tábanos.
Y después de mirar el rostro a algunos,
a los que el fuego doloroso azota,
a nadie conocí; pero me acuerdo
que en el cuello tenía una bolsa
con un cierto color y ciertos signos,
que parecían complacer su vista.
Y como yo anduviéralos mirando,
algo azulado vi en una amarilla,
que de un león tenía cara y porte.
Luego, siguiendo de mi vista el curso,
otra advertí como la roja sangre,
y una oca blanca más que la manteca.
Y uno que de una cerda azul preñada
señalado tenía el blanco saco,
dijo: «¿Qué andas haciendo en esta fosa?
Vete de aquí; y puesto que estás vivo,
sabe que mi vecino Vitaliano
aquí se sentará a mi lado izquierdo;
de Padua soy entre estos florentinos:
y las orejas me atruenan sin tasa
gritando: “¡Venga el noble caballero
que llenará la bolsa con tres chivos!”»
Aquí torció la boca y se sacaba
la lengua, como el buey que el belfo lame.
Y yo, temiendo importunar tardando
a quien de no tardar me había advertido,
atrás dejé las almas lastimadas.
A mi guía encontré, que ya subido
sobre la grupa de la fiera estaba,
y me dijo: «Sé fuerte y arrojado.
Ahora bajamos por tal escalera:
sube delante, quiero estar en medio,
porque su cola no vaya a dañarte.»
Como está aquel que tiene los temblores
de la cuartana, con las uñas pálidas,
y tiembla entero viendo ya el relente,
me puse yo escuchando sus palabras;
pero me avergoncé con su advertencia,
que ante el buen amo el siervo se hace fuerte.
Encima me senté de la espaldaza:
quise decir, mas la voz no me vino
como creí: «No dejes de abrazarme.»
Mas aquel que otras veces me ayudara
en otras dudas, luego que monté,
me sujetó y sostuvo con sus brazos.
Y le dijo: «Gerión, muévete ahora:
las vueltas largas, y el bajar sea lento:
piensa en qué nueva carga estás llevando.»
Como la navecilla deja el puerto
detrás, detrás, así ésta se alejaba;
y luego que ya a gusto se sentía,
en donde el pecho, ponía la cola,
y tiesa, como anguila, la agitaba,
y con los brazos recogía el aire.
No creo que más grande fuese el miedo
cuando Faetón abandonó las riendas,
por lo que el cielo ardió, como aún parece;
ni cuando la cintura el pobre Ícaro
sin alas se notó, ya derretidas,
gritando el padre: «¡Mal camino llevas!»;
que el mío fue, cuando noté que estaba
rodeado de aire, y apagada
cualquier visión que no fuese la fiera;
ella nadando va lenta, muy lenta;
gira y desciende, pero yo no noto
sino el viento en el rostro y por debajo.
Oía a mi derecha la cascada
que hacía por encima un ruido horrible,
y abajo miro y la cabeza asomo.
Entonces temí aún más el precipicio,
pues fuego pude ver y escuchar llantos;
por lo que me encogí temblando entero.
Y vi después, que aún no lo había visto,
al bajar y girar los grandes males,
que se acercaban de diversos lados.
Como el halcón que asaz tiempo ha volado,
y que sin ver ni señuelo ni pájaro
hace decir al halconero: «¡Ah, baja!»,
lento desciende tras su grácil vuelo,
en cien vueltas, y a lo lejos se pone
de su maestro, airado y desdeñoso,
de tal modo Gerión se posó al fondo,
al mismo pie de la cortada roca,
y descargadas nuestras dos personas,
se disparó como de cuerda tensa.