CANTO XXX
Acaso a seis mil millas de distancia
hierve aquí la hora sexta, y este mundo
horizontal reclina ya la sombra,
cuando el centro del cielo, tan profundo,
se pone de tal forma, que en el fondo
van desapareciendo las estrellas;
y cuando se adelanta la sirviente
clarísima del sol, apaga el cielo
una por una hasta la más hermosa.
No de otro modo el triunfo que se goza
en torno al punto que antes me cegara,
creyéndolo incluido en lo que incluye,
se apagó poco a poco de mi vista;
por lo cual el amor y el no ver nada
me hicieron que a Beatriz volviera el rostro.
Si cuanto de ella he dicho hasta el presente
fuese encerrado todo en una loa,
poco sería a conseguir mi intento.
La belleza que vi no sobrepasa
solamente a nosotros, mas yo creo
que sólo su creador la goce entera.
Vencido me confieso en este paso
más que nunca en un punto de su obra
fue superado el trágico o el cómico:
pues, como el sol la vista menos firme,
así el recuerdo de su dulce risa
a mí mismo me priva de mi mente.
Desde el día primero que su rostro
en esta vida vi, hasta esta visión,
he podido seguirla con mi canto;
mas es forzoso que desista ahora
de seguir su belleza, poetizando,
cual todo artista que a su extremo llega.
Y ella, cual yo la dejo a voz más digna
que la de mi trompeta, que se acerca
a dar fin a materia tan difícil,
con ademán y voz de guía experto
«Hemos salido ya -volvió a decirme-
del mayor cuerpo al cielo que es luz pura:
luz intelectual, plena de amor;
amor del cierto bien, pleno de dicha;
dicha que es más que todas las dulzuras.
Aquí verás a una y otra milicia
del paraíso, y una de igual modo
que en el juicio final habrás de verla.»
Como un súbito rayo que nos ciega
los visivos espíritus, e impide
que vea el ojo aun cosas muy brillantes,
así circumbrillóme una luz viva,
y cubrióme la cara con tal velo
de su fulgor, que nada pude ver.
«El amor que este cielo tiene inmóvil
siempre recibe en él de igual manera,
por disponer una vela a su llama.»
Apenas penetraron dentro de mí
estas breves palabras, comprendí
que sobre mi virtud estaba alzado;
y de una vista nueva disfrutaba
tal, que ninguna luz es tan brillante,
que con mis ojos no la resistiera;
y vi una luz que un río semejaba
fulgiendo fuego, entre sus dos orillas
pintadas de admirable primavera.
Salían del torrente chispas vivas,
que entre las flores se desparramaban,
cual rubíes que el oro circunscribe;
después, como embriagadas del aroma,
al raudal asombroso se arrojaban
de nuevo, y si una entraba otra salía.
«El gran deseo que ahora te urge y quema,
de que te diga qué es esto que ves,
más me complace cuanto más intento;
mas de este agua es preciso que bebas
antes que tanta sed en ti se sacie.»
De este modo me habló el sol de mis ojos.
Y después: «Son el río y los topacios
que entran y salen, y el prado riente,
sólo de su verdad velados prólogos.
No que de suyo estén aún inmaduros;
más el defecto está de parte tuya,
que aún no tienes visión tan elevada.»
No hay un chiquillo que corra tan raudo
con la vista a la leche, si despierta
mucho más tarde de lo que acostumbra,
como yo, para hacer mejor espejo mis ojos,
agachándome a las ondas,
que para enmejorarnos van fluyendo;
y en el momento que bebió de aquellas
el borde de mis párpados, creí
que redonda se hacía su largura.
Después, como la gente enmascarada,
que otra que antes parece, si se quita
el semblante no suyo que la esconde,
así en mayores gozos se trocaron
las chispas, y las flores, y ver pude
las dos cortes del cielo manifiestas.
¡Oh divino esplendor por quien yo vi
el alto triunfo del reino veraz,
ayúdame a decir cómo lo vi!
Hay arriba una luz que hace visible
el Creador a aquellas criaturas
que en su visión tan sólo paz encuentran.
Y en circular figura se derrama,
tanto que al sol sería demasiado
cinturón con su gran circunferencia.
De un rayo reflejado en lo más alto
del Primer Móvil viene su apariencia,
que de él recibe su poder y vida.
Y cual loma en el agua de su base
se espejea cual viéndose adornada,
cuando de hierba y flores es más rica,
superando a la luz en torno suyo,
vi espejearse en más de mil peldaños
cuanto arriba volvió de entre nosotros.
Y si el último grado luz tan grande
abarca, ¡cuál la anchura no sería
de esta rosa en las hojas más lejanas!
Mi vista ni en lo ancho ni en lo alto
desfallecía, comprendiendo todo
el cuánto y cómo de aquella alegría.
Allí el cerca ni el lejos quita o pone:
que donde Dios sin ministros gobierna,
las leyes naturales nada pueden.
A lo amarillo de la rosa eterna,
que se degrada y se extiende y transmina
loas al sol que siempre es primavera,
como a aquel que se calla y quiere hablar
me llevó Beatriz y dijo: «¡Mira
el gran convento de las vestes blancas!
Ve cómo abre su círculo este reino,
mira nuestros escaños tan repletos,
que poca gente más aquí se espera.
Y en el gran trono en que pones los ojos,
por la corona que está sobre él puesta,
antes de que a estas bodas te conviden,
vendrá a sentarse el alma, abajo augusta,
del gran Enrique, que a guiar a Italia
vendrá sin que a ésta encuentre preparada.
Esa ciega codicia que os enferma
os ha vuelto lo mismo que al chiquillo
que muere de hambre y echa a la nodriza.
Y habrá un prefecto en el foro divino
entonces tal, que oculto o manifiesto,
no seguirá con él la misma ruta.
Mas Dios lo aguantará por poco tiempo
en la santa tarea, y será echado
donde Simón el mago el premio tiene,
y hará al de Anagni hundirse más abajo.