CANTO XXXII
Mi vista estaba tan atenta y fija
por quitarme la sed de aquel decenio,
que mis demás sentidos se apagaron.
Y topaban en todas partes muros
para no distraerse ¡así la santa
sonrisa con la antigua red prendía! ;
cuando a la fuerza me hicieron girar
aquellas diosas hacia el lado izquierdo,
pues las oí decir: «¡Miras muy fijo!»;
y la disposición que hay en los ojos
que el sol ha deslumbrado con sus rayos,
sin vista me dejó por algún tiempo.
Cuando pude volver a ver lo poco
(digo «lo poco» con respecto al mucho
de la luz cuya fuerza me cegara),
vi que se retiraba a la derecha
el glorioso ejército, llevando
el sol y las antorchas en el rostro.
Cual bajo los escudos por salvarse
con su estandarte el escuadrón se gira,
hasta poder del todo dar la vuelta;
esa milicia del celeste reino
que iba delante, desfiló del todo
antes que el carro torciera su lanza.
A las ruedas volvieron las mujeres,
y la bendita carga llevó el grifo
sin que moviese una pluma siquiera.
La hermosa dama que cruzar me hizo,
Estacio y yo, seguíamos la rueda
que al dar la vuelta hizo un menor arco.
Así cruzando la desierta selva,
culpa de quien creyera a la serpiente,
ritmaba el paso un angélico canto.
Anduvimos acaso lo que vuela
una flecha tres veces disparada,
cuando del carro descendió Beatriz.
Yo escuché murmurar: «Adán» a todos;
y un árbol rodearon, despojado
de flores y follajes en sus ramas.
Su copa, que en tal forma se extendía
cuanto más sube, fuera por los indios
aun con sus grandes bosques, admirada.
«Bendito seas, grifo, porque nada
picoteas del árbol dulce al gusto,
porque mal se separa de aquí el vientre.»
Así en tomo al robusto árbol gritaron
todos ellos; y el animal biforme:
«Así de la virtud se guarda el germen.»
Y volviendo al timón del que tiraba,
junto a la planta viuda lo condujo,
y arrimado dejó el leño a su leño.
Y como nuestras plantas, cuando baja
la hermosa luz, mezclada con aquella
que irradia tras de los celestes Peces,
túrgidas se hacen, y después renuevan
su color una a una, antes que el sol
sus corceles dirija hacia otra estrella;
menos que rosa y más que violeta
color tomando, se hizo nuevo el árbol,
que antes tan sólo tuvo la enramada.
Yo no entendí, porque aquí no usa
el himno que cantaron esas gentes,
ni pude oír la melodía entera.
Si pudiera contar cómo durmieron,
oyendo de Siringa, los cien ojos
a quien tanto costó su vigilancia;
como un pintor que pinte con modelo,
cómo me adormecí dibujaría;
mas otro sea quien el sueño finja.
Por eso paso a cuando desperté,
y digo que una luz me rasgó el velo
del dormir, y una voz: «¿Qué haces?, levanta.»
Como por ver las flores del manzano
que hace ansiar a los ángeles su fruto,
y esponsales perpetuos en el cielo,
Pedro, Juan y jacob fueron llevados
y vencidos, tornóles la palabra
que sueños aún más grandes ha quebrado,
y se encontraron sin la compañía
tanto de Elías como de Moisés,
y al maestro la túnica cambiada;
así me recobré, y vi sobre mí
aquella que, piadosa conductora
fue de mis pasos antes junto al río.
Y «¿dónde está Beatriz.?», dije con miedo.
Respondió: «Véla allí, bajo la fronda
nueva, sentada sobre las raíces.
Mira la compañía que la cerca;
detrás del grifo los demás se marchan
con más dulce canción y más profunda.»
Y si fueron más largas sus palabras,
no lo sé, porque estaba ante mis ojos
la que otra cualquier cosa me impedía.
Sola sobre la tierra se sentaba,
como dejada en guardia de aquel carro
que vi ligado a la biforme fiera.
En torno suyo un círculo formaban
las siete ninfas, con las siete antorchas
que de Austro y de Aquilón están seguras
«Silvano aquí tú serás poco tiempo;
habitarás conmigo para siempre
esa Roma donde Cristo es romano.
Por eso, en pro del mundo que mal vive,
pon la vista en el carro, y lo que veas
escríbelo cuando hayas retornado.»
Así Beatríz; y yo que a pie juntillas
me encontraba sumiso a sus mandatos,
mente y ojos donde ella quiso puse.
De un modo tan veloz no bajó nunca
de espesa nube el rayo, cuando llueve
de aquel confín del cielo más remoto,
cual vi calar al pájaro de Júpiter,
rompiendo, árbol abajo, la corteza,
las florecillas y las nuevas hojas;
e hirió en el carro con toda su saña;
y él se escoró como nave en tormenta,
a babor o a estribor de olas vencida.
Y luego vi que dentro se arrojaba
de aquel carro triunfal una vulpeja,
que parecía ayuna de buen pasto;
mas, sus feos pecados reprobando,
mi dama la hizo huir de tal manera,
cuanto huesos sin carne permitían.
Y luego por el sitio que viniera,
vi descender al águila en el arca
del carro y la cubría con sus plumas;
y cual sale de un pecho que se queja,
tal voz salió del cielo que decía
«¡Oh navecilla mía, qué mal cargas!»
Luego creí que la tierra se abriera
entre ambas ruedas, y salió un dragón
que por cima del carro hincó la cola;
y cual retira el aguijón la avispa,
así volviendo la cola maligna,
arrancó el fondo, y se marchó contento.
Aquello que quedó, como de grama
la tierra, de las plumas, ofrecidas
tal vez con intención benigna y santa,
se recubrió, y también se recubrieron
las ruedas y el timón, en menos tiempo
que un suspiro la boca tiene abierta.
Al edificio santo, así mudado
le salieron cabezas; tres salieron
en el timón, y en cada esquina una.
Las primeras cornudas como bueyes,
las otras en la frente un cuerno sólo:
nunca fue visto un monstruo semejante.
Segura, cual castillo sobre un monte,
sentada una ramera desceñida,
sobre él apareció, mirando en torno;
y como si estuviera protegiéndola,
vi un gigante de pie, puesto a su lado;
con el cual a menudo se besaba.
Mas al volver los ojos licenciosos
y errantes hacia mí, el feroz amante
la azotó de los pies a la cabeza.
Crudo de ira y de recelos lleno,
desató al monstruo, y lo llevó a la selva,
hasta que de mis ojos se perdieron
la ramera y la fiera inusitada.