Mostrando entradas con la etiqueta Livio. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Livio. Mostrar todas las entradas

lunes, 31 de agosto de 2020

La Divina Comedia, castellano, Canto XXVIII

CANTO XXVIII


Aun si en prosa lo hiciese, ¿quién podría


de tanta sangre y plagas como vi


hablar, aunque contase muchas veces?


En verdad toda lengua fuera escasa


porque nuestro lenguaje y nuestra mente


no tienen juicio para abarcar tanto.


Aunque reuniesen a todo aquel gentío


que allí sobre la tierra infortunada


de Apulia, fue de su sangre doliente


por los troyanos y la larga guerra


que tan grande despojo hizo de anillos,


cual Livio escribe, y nunca se equivoca;


y quien sufrió los daños de los golpes


por oponerse a Roberto Guiscardo;


y la otra cuyos huesos aún se encuentran


en Caperano, donde fue traidor


todo el pullés; y la de Tegliacozzo,


que venció desarmado el viejo Alardo,


y cuál cortado y cuál roto su miembro


mostrase, vanamente imitaría


de la novena bolsa el modo inmundo.


Una cuba, que duela o fondo pierde,


como a uno yo vi, no se vacía,


de la barbilla abierto al bajo vientre;


por las piernas las tripas le colgaban,


vela la asadura, el triste saco


que hace mierda de todo lo que engulle.


Mientras que en verlo todo me ocupaba,

me miró y con la mano se abrió el pecho


diciendo: «¡Mira cómo me desgarro!


imira qué tan maltrecho está Mahoma!


Delante de mí Alí llorando marcha,


rota la cara del cuello al copete.


Todos los otros que tú ves aquí,


sembradores de escándalo y de cisma


vivos fueron, y así son desgarrados.


Hay detrás un demonio que nos abre,


tan crudamente, al tajo de la espada,


cada cual de esta fila sometiendo,


cuando la vuelta damos al camino;


porque nuestras heridas se nos cierran


antes que otros delante de él se pongan.


Mas ¿quién eres, que husmeas en la roca,


tal vez por retrasar ir a la pena,


con que son castigadas tus acciones?»


«Ni le alcanza aún la muerte, ni el castigo


respondió mi maestro le atormenta;


mas, por darle conocimiento pleno,


yo, que estoy muerto, debo conducirlo


por el infierno abajo vuelta a vuelta:


y esto es tan cierto como que te hablo.»


Mas de cien hubo que, cuando lo oyeron,


en el foso a mirarme se pararon


llenos de asombro, olvidando el martirio.


« Pues bien, di a Fray Dolcín que se abastezca,

tú que tal vez verás el sol en breve,


si es que no quiere aquí seguirme pronto,


tanto, que, rodeado por la nieve,


no deje la victoria al de Novara,


que no sería fácil de otro modo.»


Después de alzar un pie para girarse,


estas palabras díjome Mahoma;


luego al marcharse lo fijó en la tierra.


Otro, con la garganta perforada,


cortada la nariz hasta las cejas,


que una oreja tenía solamente,


con los otros quedó, maravillado,

y antes que los demás, abrió el gaznate,


que era por fuera rojo por completo;


y dijo: «Oh tú a quien culpa no condena


y a quien yo he visto en la tierra latina,


si mucha semejanza no me engaña,


acuérdate de Pier de Medicina,


si es que vuelves a ver el dulce llano,


que de Vercelli a Marcabó desciende.


Y haz saber a los dos grandes de Fano,


a maese Guido y a maese Angiolello,


que, si no es vana aquí la profecía,


arrojados serán de su bajel,


y agarrotados cerca de Cattolica,


por traición de tirano fementido.


Entre la isla de Chipre y de Mallorca


no vio nunca Neptuno tal engaño,


no de piratas, no de gente argólica.


Aquel traidor que ve con sólo uno,


y manda en el país que uno a mi lado


quisiera estar ayuno de haber visto,


ha de hacerles venir a una entrevista;


luego hará tal, que al viento de Focara


no necesitarán preces ni votos.»


Y yo le dije: «Muéstrame y declara,


si quieres que yo lleve tus noticias,


quién es el de visita tan amarga.»


Puso entonces la mano en la mejilla


de un compañero, y abrióle la boca,


gritando: «Es éste, pero ya no habla;


éste, exiliado, sembraba la duda,


diciendo a César que el que está ya listo


siempre con daño el esperar soporta.»


¡Oh cuán acobardado parecía,


con la lengua cortada en la garganta,


Curión que en el hablar fue tan osado!


Y uno, con una y otra mano mochas,


que alzaba al aire oscuro los muñones,


tal que la sangre le ensuciaba el rostro,


gritó: «Te acordarás también del Mosca,


que dijo: “Lo empezado fin requiere”,


que fue mala simiente a los toscanos.»


Y yo le dije: «Y muerte de tu raza


Y él, dolor a dolor acumulado,


se fue como persona triste y loca.


Mas yo quedé para mirar el grupo,


y vi una cosa que me diera miedo,


sin más pruebas, contarla solamente,


si no me asegurase la conciencia,


esa amiga que al hombre fortifica


en la confianza de sentirse pura.


Yo vi de cierto, y parece que aún vea,


un busto sin cabeza andar lo mismo


que iban los otros del rebaño triste;


la testa trunca agarraba del pelo,


cual un farol llevándola en la mano;


y nos miraba, y «¡Ay de mí!» decía.


De sí se hacía a sí mismo lucerna,


y había dos en uno y uno en dos:


cómo es posible sabe Quien tal manda.


Cuando llegado hubo al pie del puente,


alzó el brazo con toda la cabeza,


para decir de cerca sus palabras,


que fueron: «Mira mi pena tan cruda


tú que, inspirando vas viendo a los muertos;


mira si alguna hay grande como es ésta.


Y para que de mí noticia lleves


sabrás que soy Bertrand de Born, aquel


que diera al joven rey malos consejos.


Yo hice al padre y al hijo enemistarse:


Aquitael no hizo más de Absalón


y de David con perversas punzadas:


Y como gente unida así he partido,


partido llevo mi cerebro, ¡ay triste!,


de su principio que está en este tronco.


Y en mí se cumple la contrapartida.»

domingo, 30 de agosto de 2020

La Divina Comedia, castellano, Canto IV

CANTO IV


Rompió el profundo sueño de mi mente


un gran trueno, de modo que cual hombre


que a la fuerza despierta, me repuse;


la vista recobrada volví en torno


ya puesto en pie, mirando fijamente,


pues quería saber en dónde estaba.


En verdad que me hallaba justo al borde


del valle del abismo doloroso,


que atronaba con ayes infinitos.


Oscuro y hondo era y nebuloso,


de modo que, aun mirando fijo al fondo,


no distinguía allí cosa ninguna.


«Descendamos ahora al ciego mundo


dijo el poeta todo amortecido :


yo iré primero y tú vendrás detrás.»


Y al darme cuenta yo de su color,


dije: « ¿Cómo he de ir si tú te asustas,


y tú a mis dudas sueles dar consuelo?»


Y me dijo: «La angustia de las gentes


que están aquí en el rostro me ha pintado


la lástima que tú piensas que es miedo.


Vamos, que larga ruta nos espera.»


Así me dijo, y así me hizo entrar


al primer cerco que el abismo ciñe.


Allí, según lo que escuchar yo pude,

llanto no había, mas suspiros sólo,

que al aire eterno le hacían temblar.


Lo causaba la pena sin tormento


que sufría una grande muchedumbre


de mujeres, de niños y de hombres.


El buen Maestro a mí: «¿No me preguntas


qué espíritus son estos que estás viendo?


Quiero que sepas, antes de seguir,


que no pecaron: y aunque tengan méritos,


no basta, pues están sin el bautismo,


donde la fe en que crees principio tiene.


Al cristianismo fueron anteriores,


y a Dios debidamente no adoraron:


a éstos tales yo mismo pertenezco.


Por tal defecto, no por otra culpa,


perdidos somos, y es nuestra condena


vivir sin esperanza en el deseo.»


Sentí en el corazón una gran pena,


puesto que gentes de mucho valor


vi que en el limbo estaba suspendidos.


«Dime, maestro, dime, mi señor


yo comencé por querer estar cierto


de aquella fe que vence la ignorancia :


¿salió alguno de aquí, que por sus méritos


o los de otro, se hiciera luego santo?»


Y éste, que comprendió mi hablar cubierto,


respondió: «Yo era nuevo en este estado,


cuando vi aquí bajar a un poderoso,


coronado con signos de victoria.


Sacó la sombra del padre primero,


y las de Abel, su hijo, y de Noé,


del legista Moisés, el obediente;


del patriarca Abraham, del rey David,


a Israel con sus hijos y su padre,


y con Raquel, por la que tanto hizo,


y de otros muchos; y les hizo santos;


y debes de saber que antes de eso,


ni un espíritu humano se salvaba.»


No dejamos de andar porque él hablase,

mas aún por la selva caminábamos,

la selva, digo, de almas apiñadas


No estábamos aún muy alejados


del sitio en que dormí, cuando vi un fuego,


que al fúnebre hemisferio derrotaba.


Aún nos encontrábamos distantes,


mas no tanto que en parte yo no viese


cuán digna gente estaba en aquel sitio.


«Oh tú que honoras toda ciencia y arte,


éstos ¿quién son, que tal grandeza tienen,


que de todos los otros les separa?»


Y respondió: «Su honrosa nombradía,


que allí en tu mundo sigue resonando


gracia adquiere del cielo y recompensa.»


Entre tanto una voz pude escuchar:


«Honremos al altísimo poeta;


vuelve su sombra, que marchado había.»


Cuando estuvo la voz quieta y callada,


vi cuatro grandes sombras que venían:


ni triste, ni feliz era su rostro.


El buen maestro comenzó a decirme:


«Fíjate en ése con la espada en mano,


que como el jefe va delante de ellos:


Es Homero, el mayor de los poetas;


el satírico Horacio luego viene;


tercero, Ovidio; y último, Lucano.


Y aunque a todos igual que a mí les cuadra


el nombre que sonó en aquella voz,


me hacen honor, y con esto hacen bien.»


Así reunida vi a la escuela bella


de aquel señor del altísimo canto,


que sobre el resto cual águila vuela.


Después de haber hablado un rato entre ellos,

con gesto favorable me miraron:


y mi maestro, en tanto, sonreía.


Y todavía aún más honor me hicieron

porque me condujeron en su hilera,


siendo yo el sexto entre tan grandes sabios.


Así anduvimos hasta aquella luz,

hablando cosas que callar es bueno,

tal como era el hablarlas allí mismo.


Al pie llegamos de un castillo noble,


siete veces cercado de altos muros,


guardado entorno por un bello arroyo.


Lo cruzamos igual que tierra firme;


crucé por siete puertas con los sabios:


hasta llegar a un prado fresco y verde.


Gente había con ojos graves, lentos,


con gran autoridad en su semblante:


hablaban poco, con voces suaves.


Nos apartamos a uno de los lados,


en un claro lugar alto y abierto,


tal que ver se podían todos ellos.


Erguido allí sobre el esmalte verde,


las magnas sombras fuéronme mostradas,


que de placer me colma haberlas visto.


A Electra vi con muchos compañeros,


y entre ellos conocí a Héctor y a Eneas,


y armado a César, con ojos grifaños.


Vi a Pantasilea y a Camila,


y al rey Latino vi por la otra parte,


que se sentaba con su hija Lavinia.


Vi a Bruto, aquel que destronó a Tarquino,


a Cornelia, a Lucrecia, a Julia, a Marcia;


y a Saladino vi, que estaba solo;


y al levantar un poco más la vista,


vi al maestro de todos los que saben,


sentado en filosófica familia.


Todos le miran, todos le dan honra:


y a Sócrates, que al lado de Platón,


están más cerca de él que los restantes;


Demócrito, que el mundo pone en duda,


Anaxágoras, Tales y Diógenes,


Empédocles, Heráclito y Zenón;


y al que las plantas observó con tino,


Dioscórides, digo; y vi a Orfeo,


Tulio, Livio y al moralista Séneca;


al geómetra Euclides, Tolomeo, Hipócrates, Galeno y Avicena,

y a Averroes que hizo el «Comentario».


No puedo detallar de todos ellos,


porque así me encadena el largo tema,


que dicho y hecho no se corresponden.


El grupo de los seis se partió en dos:


por otra senda me llevó mi guía,


de la quietud al aire tembloroso


y llegué a un sitio en donde nada luce.

Portfolio

       Ramón Guimerá Lorente Beceite blog, Beseit Beseit en chapurriau yo parlo lo chapurriau  y lo escric Chapurriau al Wordpress Lo Decame...