CANTO XV
La buena voluntad donde se licúa
siempre el amor que inspira lo que es recto,
como en la inicua la pasión insana,
silencio impuso a aquella dulce lira,
aquietando las cuerdas que la diestra
del cielo pulsa y luego las acalla.
¿Cómo estarán a justas preces sordas
esas sustancias que, por darme aliento
para que hablase, a una se callaron?
Bien está que sin término se duela
quien, por amor de cosas que no duran,
de ese amor se despoja eternamente.
Cual por los cielos puros y tranquilos
de cuando en cuando cruza un raudo fuego,
y atrae la vista que está distraída,
y es como un astro que de sitio mude,
sino que en el lugar donde se enciende
no se pierde ninguno, y dura poco:
tal desde el brazo que a diestra se extiende
hasta el pie de la cruz, corrió una estrella
de la constelación que allí relumbra;
no se apartó la gema de su cinta,
mas pasó por la línea radial
cual fuego por detrás del alabastro.
Fue tan piadosa la sombra de Anquises,
si a la más alta musa damos fe,
reconociendo a su hijo en el Elíseo.
«O sanguis meus, o superinfusa
gratia Dei, sicut tibi cui
bis unquam celi ianua reclusa?»
Dijo esa luz llamando mi atención;
luego volví la vista a mi señora,
y una y otra dejáronme asombrado;
pues ardía en sus ojos tal sonrisa,
que pensé que los míos tocarían
el fondo de n ú gloria y paraíso.
Luego gozoso en vista y en palabras,
el espíritu dijo aún otras cosas
que no las entendí, de tan profundas;
Y no es que por su gusto lo escondiera,
mas por necesidad, pues su concepto
al ingenio mortal se superpone.
Y cuando el arco del afecto ardiente
se calmó, y se abajaron sus palabras
a la diana de nuestro intelecto,
la cosa que escuché primeramente
«¡Bendito seas fue tú, el uno y trino,
que tan cortés has sido con mi estirpe!»
Y siguió: «Un grato y lejano deseo,
tomado de leer el gran volumen
del cual el blanco y negro no se mudan,
has satisfecho, hijo, en esa luz
desde la cual te hablo, gracias a ésa
que alas te dio para tan alto vuelo.
Tú crees que a mí llegó tu pensamiento
de aquel que es el primero, como sale
del uno, al conocerlo, el seis y el cinco;
y por ello quién soy, y por qué causa
más alegre me ves, no me preguntas,
que algunos otros de este alegre grupo.
Crees bien; pues los menores y mayores
de esta vida se miran al espejo
que muestra el pensamiento antes que pienses;
mas por que el sacro amor en que yo veo
con perpetua vista, y que me llena
de un dulce desear, mejor se calme,
¡segura ya tu voz, alegre y firme
suene tu voluntad, suene tu anhelo,
al que ya decretada es mi respuesta!»
Me volví hacia Beatriz, que antes que hablara
me escuchó, y sonrió con un semblante
que hizo crecer las alas del deseo.
Dije después: «El juicio y el afecto,
pues que gozáis de la unidad primera,
en vosotros operan de igual modo,
porque el sol que os prendió y en el que ardisteis,
en su calor y luz es tan igual,
que otro símil sería inoportuno.
Mas querer y razón, en los mortales,
por causas de vosotros conocidas,
tienen las alas de diversas plumas;
y yo, que soy mortal, me siento en esta
desigualdad, y por ello agradezco
sólo de corazón esta acogida.
Te imploro con fervor, vivo topacio,
precioso engaste de esta joya pura,
que me quede saciado de tu nombre.»
«¡Oh fronda mía, que eras mi delicia
aguardándote, yo fui tu raíz!»:
comenzó de este modo a responderme.
Luego me dijo: «Aquel de quien se toma
tu apellido, y cien años ha girado
y más el monte en la primera cornisa,
fue mi hijo, y fue tu bisabuelo:
y es conveniente que tú con tus obras
a su larga fatiga des alivio.
Florencia dentro de su antiguo muro,
donde ella toca aún a tercia y nona,
en paz estaba, sobria y pudorosa.
No tenía coronas ni pulseras,
ni faldas recamadas, ni cintillos
que gustara ver más que a las personas.
Aún no le daba miedo si nacía
la hija al padre, pues la edad y dote
ni una ni otra excedían la medida.
No había casas faltas de familia;
aún no había enseñado Sardanápalo
lo que se puede hacer en una alcoba.
Aún no estaba vencido Montemalo
por vuestro Uccelatoio, que cayendo
lo vencerá al igual que en la subida.
Vi andar ceñido a Belincione Berti
con piel de oso, y volver del espejo
a su mujer sin la cara pintada;
y vi a los Nerli alegres y a los Vechio
de vestir simples pieles, y a la rueca
atendiendo y al huso sus esposas.
¡Oh afortunadas! estaban seguras
del sepulcro, y ninguna aún se encontraba
abandonada por Francia en el lecho.
Una cuidaba atenta de la cuna,
y, por consuelo, usaba el idioma
que divierte a los padres y a las madres;
otra, tirando a la rueca del pelo,
charloteaba con sus familiares
de Fiésole, de Roma, o los troyanos.
Entonces por milagro se tendrían
una Cianghella, un Lapo Saltarello,
como ahora Cornelia o Cincinato.
A un tan hermoso, a un tan apacible
vivir de ciudadano, a una tan fiel
ciudadanía, y a un tan dulce albergue,
me dio María, a gritos invocada;
y en el antiguo bautisterio vuestro
fui cristiano a la par que Cacciaguida.
Moronto fue mi hermano y Eliseo;
desde el valle del Po vino mi esposa,
de la cual se origina tu apellido.
Luego seguí al emperador Conrado;
y él me armó caballero en su milicia,
tan de su agrado fueron mis hazañas.
Marché tras él contra la iniquidad
de aquella secta cuyo pueblo usurpa,
por culpa del pastor, vuestra justicia.
Allí fui yo por esas torpes gentes,
ya desligado del mundo falaz,
cuyo amor muchas almas envilece;
y vine hasta esta paz desde el martirio.