CANTO V
Así bajé del círculo primero
al segundo que menos lugar ciñe,
y tanto más dolor, que al llanto mueve.
Allí el horrible Minos rechinaba.
A la entrada examina los pecados;
juzga y ordena según se relíe.
Digo que cuando un alma mal nacida
llega delante, todo lo confiesa;
y aquel conocedor de los pecados
ve el lugar del infierno que merece:
tantas veces se ciñe con la cola,
cuantos grados él quiere que sea echada.
Siempre delante de él se encuentran muchos;
van esperando cada uno su juicio,
hablan y escuchan, después las arrojan.
«Oh tú que vienes al doloso albergue
me dijo Minos en cuanto me vio,
dejando el acto de tan alto oficio ;
mira cómo entras y de quién te fías:
no te engañe la anchura de la entrada.»
Y mi guta: «¿Por qué le gritas tanto?
No le entorpezcas su fatal camino;
así se quiso allí donde se puede
lo que se quiere, y más no me preguntes.»
Ahora comienzan las dolientes notas
a hacérseme sentir; y llego entonces
allí donde un gran llanto me golpea.
Llegué a un lugar de todas luces mudo,
que mugía cual mar en la tormenta,
si los vientos contrarios le combaten.
La borrasca infernal, que nunca cesa,
en su rapiña lleva a los espíritus;
volviendo y golpeando les acosa.
Cuando llegan delante de la ruina,
allí los gritos, el llanto, el lamento;
allí blasfeman del poder divino.
Comprendí que a tal clase de martirio
los lujuriosos eran condenados,
que la razón someten al deseo.
Y cual los estorninos forman de alas
en invierno bandada larga y prieta,
así aquel viento a los malos espíritus:
arriba, abajo, acá y allí les lleva;
y ninguna esperanza les conforta,
no de descanso, mas de menor pena.
Y cual las grullas cantando sus lays
largas hileras hacen en el aire,
así las vi venir lanzando ayes,
a las sombras llevadas por el viento.
Y yo dije: «Maestro, quién son esas
gentes que el aire negro así castiga?»
«La primera de la que las noticias
quieres saber me dijo aquel entonces¬-
fue emperatriz sobre muchos idiomas.
Se inclinó tanto al vicio de lujuria,
que la lascivia licitó en sus leyes,
para ocultar el asco al que era dada:
Semíramis es ella, de quien dicen
que sucediera a Nino y fue su esposa:
mandó en la tierra que el sultán gobierna.
Se mató aquella otra, enamorada,
traicionando el recuerdo de Siqueo;
la que sigue es Cleopatra lujuriosa.
A Elena ve, por la que tanta víctima
el tiempo se llevó, y ve al gran Aquiles
que por Amor al cabo combatiera;
ve a Paris, a Tristán.» Y a más de mil
sombras me señaló, y me nombró, a dedo,
que Amor de nuestra vida les privara.
Y después de escuchar a mi maestro
nombrar a antiguas damas y caudillos,
les tuve pena, y casi me desmayo.
Yo comencé: «Poeta, muy gustoso
hablaría a esos dos que vienen juntos
y parecen al viento tan ligeros.»
Y él a mí: «Los verás cuando ya estén
más cerca de nosotros; si les ruegas
en nombre de su amor, ellos vendrán.»
Tan pronto como el viento allí los trajo
alcé la voz: «Oh almas afanadas,
hablad, si no os lo impiden, con nosotros.»
Tal palomas llamadas del deseo,
al dulce nido con el ala alzada,
van por el viento del querer llevadas,
ambos dejaron el grupo de Dido
y en el aire malsano se acercaron,
tan fuerte fue mi grito afectuoso:
«Oh criatura graciosa y compasiva
que nos visitas por el aire perso
a nosotras que el mundo ensangrentamos;
si el Rey del Mundo fuese nuestro amigo
rogaríamos de él tu salvación,
ya que te apiada nuestro mal perverso.
De lo que oír o lo que hablar os guste,
nosotros oiremos y hablaremos
mientras que el viento, como ahora, calle.
La tierra en que nací está situada
en la Marina donde el Po desciende
y con sus afluentes se reúne.
Amor, que al noble corazón se agarra,
a éste prendió de la bella persona
que me quitaron; aún me ofende el modo.
Amor, que a todo amado a amar le obliga,
prendió por éste en mí pasión tan fuerte
que, como ves, aún no me abandona.
El Amor nos condujo a morir juntos,
y a aquel que nos mató Caína espera.»
Estas palabras ellos nos dijeron.
Cuando escuché a las almas doloridas
bajé el rostro y tan bajo lo tenía,
que el poeta me dijo al fin: «¿Qué piensas?»
Al responderle comencé: «Qué pena,
cuánto dulce pensar, cuánto deseo,
a éstos condujo a paso tan dañoso.»
Después me volví a ellos y les dije,
y comencé: «Francesca, tus pesares
llorar me hacen triste y compasivo;
dime, en la edad de los dulces suspiros
¿cómo o por qué el Amor os concedió
que conocieses tan turbios deseos?»
Y repuso: «Ningún dolor más grande
que el de acordarse del tiempo dichoso
en la desgracia; y tu guía lo sabe.
Mas si saber la primera raíz
de nuestro amor deseas de tal modo,
hablaré como aquel que llora y habla:
Leíamos un día por deleite,
cómo hería el amor a Lanzarote;
solos los dos y sin recelo alguno.
Muchas veces los ojos suspendieron
la lectura, y el rostro emblanquecía,
pero tan sólo nos venció un pasaje.
Al leer que la risa deseada
era besada por tan gran amante,
éste, que de mí nunca ha de apartarse,
la boca me besó, todo él temblando.
Galeotto fue el libro y quien lo hizo;
no seguimos leyendo ya ese día.»
Y mientras un espiritu así hablaba,
lloraba el otro, tal que de piedad
desfallecí como si me muriese;
y caí como un cuerpo muerto cae.