martes, 1 de septiembre de 2020

Divina Comedia, castellano, purgatorio, canto II

CANTO II


Ya había el sol llegado al horizonte


que cubre con su cerco meridiano


Jerusalén en su más alto punto;


y la noche, que a él opuesta gira,


del Ganges se salía con aquellas


balanzas, que le caen cuando ha triunfado;


tal que la blanca y sonrosada cara,


donde yo estaba, de la bella Aurora


mientras crecía se tornaba de oro.


A la orilla del mar nos encontrábamos,


como aquel que pensara su camino,


que va en corazón y en cuerpo se queda.


Y entonces, cual del alba sorprendido,

por el denso vapor Marte enrojece

sobre el lecho del mar por el poniente,


tal se me apareció, y así aún la viera,


una luz que en el mar tan rauda iba,


que al suyo ningún vuelo se parece.


Y separando de ella unos instantes


los ojos, a mi guía preguntando,


la vi de nuevo más luciente y grande.


Apareció después a cada lado


un no sabía qué blanco, y debajo


poco a poco otra cosa también blanca.


Nada el maestro aún había dicho,


cuando vi que eran alas lo primero;


y cuando supo quién era el piloto,


me gritó: « Dobla, dobla las rodillas.


Mira el ángel de Dios: junta las manos,


verás a muchos de estos oficiales.


Ve que desdeña los humanos medios,


y no quiere más remo ni más velas


entre orillas remotas, que sus alas.


Mira cómo las alza hacia los cielos


moviendo el aire con eternas plumas,


que cual mortal cabello no se mudan.»


Después al acercarse más y más


el pájaro divino, era más claro:


y pues de cerca no lo soportaban


los ojos, me incliné, y llegó a la orilla


con una barca tan ligera y ágil,


que parecía no cortar el agua.


A popa estaba el celestial barquero,


cual si la beatitud llevara escrita;


y dentro había más de cien espíritus.


«In exitu Israel de Aegipto»


cantaban todos juntos a una voz,


y todo lo que sigue de aquel salmo.


Después les hizo el signo de la cruz;


y todos se lanzaron a la playa:


y él se marchó tan veloz como vino.


La turba que quedó, muy sorprendida

pareció del lugar, mirando en torno

como aquel que contempla cosas nuevas.


De todas partes asaeteaba al día


el sol, que había echado con sus flechas


de la mitad del cielo a Capricornio,


cuando la nueva gente alzó la cara


a nosotros, diciendo: «Si sabéis,


mostradnos el camino que va al monte


Y respondió Virgilio: « Estáis pensando


que este sitio nosotros conocemos;


mas peregrinos somos de igual forma.


Llegamos poco antes que vosotros,


por camino tan áspero y tan fuerte,


que ahora el subir parece un simple juego.»


Las almas que se dieron cuenta entonces


por mi respiración, de que vivía,


maravilladas, empalidecieron.


Y como al mensajero que el olivo


trae, va la gente para oír noticias,


y de apretarse esquivos no se muestran,


así a mi vista se agolparon todas


aquellas almas apesadumbradas,


casi olvidando el ir a hacerse bellas.


Y yo vi que una de ellas se acercaba


para abrazarme, con tan grande afecto,


que me movió a que hiciese yo lo mismo.


¡Ah vanas sombras, salvo la apariencia!


tres veces por detrás pasé mis brazos,


y tantas otras los volví a mi pecho.


Creo que enrojecí, maravillado,


y sonrió la sombra y se alejaba,


y yo me fui detrás para seguirla.


Suavemente me dijo que parase;


supe entonces quién era, y le rogué


que, para hablarme, allí se detuviera.


«Así me respondió como te amaba


en el cuerpo mortal, libre te amo:


por eso me detengo; y tú ¿qué haces?»


«Por volver otra vez, Cassella mío,

adonde estoy, viajo; mas ¿por qué

le dije tantas horas te han quitado?»


Y él a mí: «No me hicieron injusticia,


si aquel que lleva cuándo y a quien quiere,


me ha negado el pasaje muchas veces;


de justa voluntad sale la suya:


mas desde hace tres meses ha traído


a quien quisiera entrar, sin oponerse.


Por lo que yo, que estaba en la marina


donde el agua del Tíber sal se hace,


benignamente fui por él llevado.


El vuelo a aquella desembocadura


dirigió, pues que siempre se congregan


allí los que a Aqueronte no descienden.»


Y yo: «Si no te quitan nuevas leyes


la memoria o el uso de los cantos


de amor, que mis deseos aquietaban,


con ellos té suplico que consueles


mi alma que, viniendo con mi cuerpo


a este lugar, se encuentra muy angustiada.»


El amor que en la mente me razona


entonces comenzó tan dulcemente,


que en mis adentros oigo aún la dulzura.


Mi maestro y yo y aquellas gentes


que estaban junto a él, tan complacidas


parecían, que en nada más pensaban.


Todos pendientes y fijos estábamos


de sus notas; y el viejo venerable


nos gritó: «¿Qué sucede, lentas almas?


¿qué negligencia, qué esperar es éste?


corred al monte a echar las impurezas


que no os permiten contemplar a Dios.»


Como cuando al coger avena o mijo,


las palomas rodean el sustento,


quietas y sin mostrar su usado orgullo,


si algo sucede que las amedrenta,


súbitamente dejan la comida,


pues un mayor cuidado las asalta;


yo vi a aquella mesnada recién hecha

dejar el canto y escapar al monte,

como quien va y no sabe dónde acabe:

no fue nuestra partida menos presta.



La Divina Comedia, castellano, purgatorio, canto I

CANTO I


Por surcar mejor agua alza las velas


ahora la navecilla de mi ingenio,


que un mar tan cruel detrás de sí abandona;


y cantaré de aquel segundo reino


donde el humano espíritu se purga


y de subir al cielo se hace digno.


Mas renazca la muerta poesía,


oh, santas musas, pues que vuestro soy; .


y Calíope un poco se levante,


mi canto acompañando con las voces


que a las urracas míseras tal golpe


dieron, que del perdón desesperaron.


Dulce color de un oriental zafiro,


que se expandía en el sereno aspecto


del aire, puro hasta la prima esfera,


reapareció a mi vista deleitoso,


en cuanto que salí del aire muerto,


que vista y pecho contristado había.


El astro bello que al amor invita


hacía sonreir todo el oriente,


y los Peces velados lo escoltaban.


Me volví a la derecha atentamente,


y vi en el otro polo cuatro estrellas


que sólo vieron las primeras gentes.


Parecía que el cielo se gozara


con sus luces: ¡Oh viudo septentrión,


ya que de su visión estás privado!


Cuando por fin dejé de contemplarlos


dirigiéndome un poco al otro polo,


por donde el Carro desapareciera,


vi junto a mí a un anciano solitario,


digno al verle de tanta reverencia,


que más no debe a un padre su criatura.


Larga la barba y blancos mechones


llevaba, semejante a sus cabellos,


que al pecho en dos mechones le caían.


Los rayos de las cuatro luces santas


llenaban tanto su rostro de luz,


que le veía como al Sol de frente.


¿Quién sois vosotros que del ciego río


habéis huido la prisión eterna?


dijo moviendo sus honradas plumas.


¿Quién os condujo, o quién os alumbraba,


al salir de esa noche tan profunda,


que ennegrece los valles del infierno?


¿Se han quebrado las leyes del abismo?


¿o el designio del cielo se ha mudado


y venís, condenados, a mis grutas?»


Entonces mi maestro me empujó,


y con palabras, señales y manos


piernas y rostro me hizo reverentes.


Después le respondió: «Por mí no vengo.


Bajó del cielo una mujer rogando


que, acompañando a éste, le ayudara.


Mas como tu deseo es que te explique


más ampliamente nuestra condición,


no puede ser el mío el ocultarlo.


Éste no ha visto aún la última noche;


mas estuvo tan cerca en su locura,


que le quedaba ya muy poco tiempo.


Y a él, como te he dicho, fui enviado


para salvarle; y no había otra ruta


más que esta por la cual le estoy llevando.


Le he mostrado la gente condenada;


y ahora pretendo las almas mostrarle


que están purgando bajo tu mandato.


Es largo de contar cómo lo traje;


bajó del Alto virtud que me ayuda


a conducirlo a que te escuche y vea.


Dignate agradecer que haya venido:


busca la libertad, que es tan preciada,


cual sabe quien a cambio da la vida.


Lo sabes, pues por ella no fue amarga

en Utica tu muerte; allí dejaste


la veste que radiante será un día.


No hemos quebrado las eternas leyes,


pues éste vive y Minos no me ata;


soy de la zona de los castos ojos


de tu Marcia, que sigue suplicando


que la tengas por tuya, oh santo pecho:


en nombre de su amor, senos benigno.


Deja que andemos por tus siete reinos;


le mostraré nuestro agradecimiento,


si quieres que te nombre allí debajo.»


«Tan placentera Marcia fue a mis ojos


mientras que estuve allí dijo él entonces


que cuanto me pidió le concedía.


Ahora que vive tras el río amargo,


no puede ya moverme, por la ley


que cuando me sacaron fue dispuesta.


Mas si te manda una mujer del cielo,


como has dicho, lisonjas no precisas:


basta en su nombre pedir lo que quieras.


Puedes marchar, mas haz que éste se ciña


con un delgado junco y lave el rostro,


y que se limpie toda la inmundicia;


porque no es conveniente que cubierto


de niebla alguna, vaya hasta el primero


de los ministros ya del Paraíso.


En todo el derredor de aquella islita,


allí donde las olas la combaten,


crecen los juncos sobre el blanco limo:


ninguna planta que tuviera fronda


o que dura se hiciera, viviría,


pues no soportaría sus embates.


Luego no regreséis por este sitio;


el sol os mostrará, que surge ahora,


del monte la subida más sencilla.»


Él desapareció; y me levanté


sin hablar, acercándome a mi guía,


dirigiéndole entonces la mirada.


Él comenzó: «Sigue mis pasos, hijo:

volvamos hacia atrás, que esta llanura


va declinando hasta su último margen.»


Vencía el alba ya a la madrugada


que escapaba delante, y a lo lejos


divisé el tremolar de la marina.


Por la llanura sola caminábamos

como quien vuelve a la perdida senda,


y hasta encontrarla piensa que anda en vano. 


Cuando llegamos ya donde el rocío


resiste al sol, por estar en un sitio


donde, a la sombra, poco se evapora,


ambas manos abiertas en la hierba


suavemente puso mi maestro:


y yo, que de su intento me di cuenta,


volví hacia él mi rostro enlagrimado;


y aquí me descubrió completamente


aquel color que me escondió el infierno.


Llegamos luego a la desierta playa,


que nadie ha visto navegar sus aguas,


que conserve experiencias del regreso.


Me ciñó como el otro había dicho:


¡oh maravilla! pues cuando él cortó


la humilde planta, volvió a nacer otra


de donde la arrancó, súbitamente.

La Divina Comedia, castellano, CANTO XXXIV

CANTO XXXIV


«Vexilla regis prodeunt inferni


contra nosotros, mira, pues, delante


dijo el maestro a ver si los distingues.»


Como cuando una espesa niebla baja,


o se oscurece ya nuestro hemisferio,


girando lejos vemos un molino,


una máquina tal creí ver entonces;


luego, por aquel viento, busqué abrigo


tras de mi guía, pues no hallé otra gruta.


Ya estaba, y con terror lo pongo en verso,


donde todas las sombras se cubrían,


traspareciendo como paja en vidrio:


Unas yacen; y están erguidas otras,


con la cabeza aquella o con las plantas;


otra, tal arco, el rostro a los pies vuelve.


Cuando avanzamos ya lo suficiente,


que a mi maestro le plació mostrarme


la criatura que tuvo hermosa cara,


se me puso delante y me detuvo,


«Mira a Dite diciendo , y mira el sitio


donde tendrás que armarte de valor.»


De cómo me quedé helado y atónito,


no lo inquieras, lector, que no lo escribo,


porque cualquier hablar poco sería.


Yo no morí, mas vivo no quedé:


piensa por ti, si algún ingenio tienes,


cual me puse, privado de ambas cosas.


El monarca del doloroso reino,

del hielo aquel sacaba el pecho afuera;


y más con un gigante me comparo,


que los gigantes con sus brazos hacen:


mira pues cuánto debe ser el todo


que a semejante parte corresponde.


Si igual de bello fue como ahora es feo,


y contra su hacedor alzó los ojos,


con razón de él nos viene cualquier luto.


¡Qué asombro tan enorme me produjo


cuando vi su cabeza con tres caras!


Una delante, que era toda roja:


las otras eran dos, a aquella unidas


por encima del uno y otro hombro,


y uníanse en el sitio de la cresta;


entre amarilla y blanca la derecha


parecia; y la izquierda era tal los que


vienen de allí donde el Nilo discurre.


Bajo las tres salía un gran par de alas,


tal como convenía a tanto pájaro:


velas de barco no vi nunca iguales.


No eran plumosas, sino de murciélago


su aspecto; y de tal forma aleteaban,


que tres vientos de aquello se movían:


por éstos congelábase el Cocito;


con seis ojos lloraba, y por tres barbas


corría el llanto y baba sanguinosa.


En cada boca hería con los dientes


a un pecador, como una agramadera,


tal que a los tres atormentaba a un tiempo.


Al de delante, el morder no era nada


comparado a la espalda, que a zarpazos


toda la piel habíale arrancado.


«Aquella alma que allí más pena sufre


dijo el maestro es Judas Iscariote,


con la cabeza dentro y piernas fuera.


De los que la cabeza afuera tienen,


quien de las negras fauces cuelga es Bruto:


¡mirale retorcerse! ¡y nada dice!


Casio es el otro, de aspecto membrudo.

Mas retorna la noche, y ya es la hora


de partir, porque todo ya hemos visto.»


Como él lo quiso, al cuello le abracé;


y escogió el tiempo y el lugar preciso,


y, al estar ya las alas bien abiertas,


se sujetó de los peludos flancos:


y descendió después de pelo en pelo,


entre pelambre hirsuta y costra helada.


Cuando nos encontramos donde el muslo


se ensancha y hace gruesas las caderas,


el guía, con fatiga y con angustia,


la cabeza volvió hacia los zancajos,


y al pelo se agarró como quien sube,


tal que al infierno yo creí volver.


«Cógete bien, ya que por esta escala


dijo el maestro exhausto y jadeante


es preciso escapar de tantos males.»


Luego salió por el hueco de un risco,


y junto a éste me dejó sentado;


y puso junto a mí su pie prudente.


Yo alcé los ojos, y pensé mirar


a Lucifer igual que lo dejamos,


y le vi con las piernas para arriba;


y si desconcertado me vi entonces,


el vulgo es quien lo piensa, pues no entiende


cuál es el trago que pasado había.


«Ponte de pie me dijo mi maestro :


la ruta es larga y el camino es malo,


y el sol ya cae al medio de la tercia.»


No era el lugar donde nos encontrábamos


pasillo de palacio, mas caverna


que poca luz y mal suelo tenía.


«Antes que del abismo yo me aparte,


maestro dije cuando estuve en pie ,


por sacarme de error háblame un poco:


¿Dónde está el hielo?, ¿y cómo éste se encuentra


tan boca abajo, y en tan poco tiempo,


de noche a día el sol ha caminado?»


Y él me repuso: « Piensas todavía

que estás allí en el centro, en que agarré


el pelo del gusano que perfora


el mundo: allí estuviste en la bajada;


cuando yo me volví, cruzaste el punto


en que converge el peso de ambas partes:


y has alcanzado ya el otro hemisferio


que es contrario de aquel que la gran seca


recubre, en cuya cima consumido


fue el hombre que nació y vivió sin culpa;


tienes los pies sobre la breve esfera


que a la Judea forma la otra cara.


Aquí es mañana, cuando allí es de noche:


y aquél, que fue escalera con su pelo,


aún se encuentra plantado igual que antes.


Del cielo se arrojó por esta parte;


y la tierra que aquí antes se extendía,


por miedo a él, del mar hizo su velo,


y al hemisferio nuestro vino; y puede


que por huir dejara este vacío


eso que allí se ve, y arriba se alza.»


Un lugar hay de Belcebú alejado


tanto cuanto la cárcava se alarga,


que el sonido denota, y no la vista,


de un arroyuelo que hasta allí desciende


por el hueco de un risco, al que perfora


su curso retorcido y sin pendiente.


Mi guía y yo por esa oculta senda


fuimos para volver al claro mundo;


y sin preocupación de descansar,


subimos, él primero y yo después,


hasta que nos dejó mirar el cielo


un agujero, por el cual salimos


a contemplar de nuevo las estrellas.

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       Ramón Guimerá Lorente Beceite blog, Beseit Beseit en chapurriau yo parlo lo chapurriau  y lo escric Chapurriau al Wordpress Lo Decame...