martes, 29 de septiembre de 2020

Castellano, paraíso, Canto XXXII

CANTO XXXII


Absorto en su delicia, libremente


hizo de guía aquel contemplativo,


y comenzaron sus palabras santas:


«La herida que cerró y sanó María,


quien tan bella a sus plantas se prosterna


de abrirla y enconarla es la culpable.


En el orden tercero de los puestos,

Raquel está sentada bajo ésa,


como bien puedes ver, junto a Beatriz.


Judit y Sara, Rebeca y aquella


del cantor bisabuela que expiando


su culpa dijo: "Miserere mei",


de puesto en puesto pueden contemplarse


ir degradando, mientras que al nombrarlas


voy la rosa bajando de hoja en hoja.


Y del séptimo grado a abajo, como


hasta aquél, se suceden las hebreas,


separando las hojas de la rosa;


porque, según la mirada pusiera


su fe en Cristo, son esas la muralla


que divide los santos escalones.


En esa parte donde está colmada


por completo de hojas, se acomodan


los que creyeron que Cristo vendría;


por la otra parte por donde interrumpen


huecos los semicírculos, se encuentran


los que en Cristo venido fe tuvieron.


Y como allí el escaño glorioso


de la reina del cielo y los restantes


tan gran muralla forman por debajo,


de igual manera enfrente está el de Juan


que, santo siempre, desierto y martirio


sufrió, y luego el infierno por dos años;


y bajo él separando de igual modo

mira a Benito, a Agustín y a Francisco


y a otros de grada en grada hasta aquí abajo. 


Ahora conoce el sabio obrar divino:


pues uno y otro aspecto de la fe


llenarán de igual modo estos jardines.


Y desde el grado que divide al medio


las dos separaciones, hasta abajo,


nadie por propios méritos se sienta,


sino por los de otro, en ciertos casos:


porque son todas almas desatadas


antes de que eligieran libremente.


Bien puedes darte cuenta por sus rostros

y también por sus voces infantiles,


si los miras atento y los escuchas.


Dudas ahora y en tu duda callas;


mas yo desataré tan fuerte nudo


que te atan los sutiles pensamientos.


Dentro de la grandeza de este reino


no puede haber casualidad alguna,


como no existen sed, hambre o tristeza:


y por eterna ley se ha establecido


tan justamente todo cuanto miras,


que corresponde como anillo al dedo;


y así esta gente que vino con prisa


a la vida inmortal no sine causa


está aquí en excelencias desiguales.


El rey por quien reposan estos reinos


en tanto amor y en tan grande deleite,


que más no puede osar la voluntad,


todas las almas con su hermoso aspecto


creando, a su placer de gracia dota


diversamente; y bástete el efecto.


Y esto claro y expreso se consigna


en la Escritura santa, en los gemelos


movidos por la ira ya en la madre.


Mas según el color de los cabellos,


de tanta gracia, la altísima luz


dignamente conviene que les cubra.


Así es que sin de suyo merecerlo


puestos están en grados diferentes,


distintos sólo en su mirar primero.


Era bastante en los primeros siglos


ser inocente para estar salvado,


con la fe únicamente de los padres;


al completarse los primeros tiempos,


para adquirir virtud, circuncidarse


a más de la inocencia era preciso;


pero llegado el tiempo de la gracia,


sin el perfecto bautismo de Cristo,


tal inocencia allá abajo se guarda.


Ahora contempla el rostro que al de Cristo


más se parece, pues su brillo sólo


a ver a Cristo puede disponerte.»


Yo vi que tanto gozo le llovía,


llevada por aquellas santas mentes


creadas a volar por esa altura,


que todo lo que había contemplado,


no me colmó de tanta admiración,


ni de Dios me mostró tanto semblante;


y aquel amor que allí bajara antes


cantando: «Ave María, gratia plena»


ante ella sus alas desplegaba.


Respondió a la divina cancioncilla


por todas partes la beata corte,


y todos parecieron más radiantes.


«Oh santo padre que por mí consientes


estar aquí, dejando el dulce puesto


que ocupas disfrutando eterna suerte,


¿quién es el ángel que con tanto gozo


a nuestra reina le mira los ojos,


y que fuego parece, enamorado?»


A la enseñanza recurrí de nuevo


de aquel a quien María hermoseaba,


como el sol a la estrella matutina.


Y aquél: «Cuanta confianza y gallardía


puede existir en ángeles o en almas,


toda está en él; y así es nuestro deseo,


porque es aquel que le llevó la palma


a María allá abajo, cuando el Hijo


de Dios quiso cargar con nuestro cuerpo.


Mas sigue con la vista mientras yo


te voy hablando, y mira los patricios


de este imperio justísimo y piadoso.


Los dos que están arriba, más felices


por sentarse tan cerca de la Augusta


son casi dos raíces de esta rosa:


quien cerca de ella está del lado izquierdo


es el padre por cuyo osado gusto


tanta amargura gustan los humanos.


Contempla al otro lado al viejo padre

de la Iglesia, a quien Cristo las dos llaves


de esta venusta flor ha confiado.


Y aquel que vio los tiempos dolorosos


antes de muerto, de la bella esposa


con lanzada y con clavos conquistada,


a su lado se sienta y junto al otro


el guía bajo el cual comió el maná


la gente ingrata, necia y obstinada.


Mira a Ana sentada frente a Pedro,


contemplando a su hija tan dichosa,


que la vista no mueve en sus hosannas;


y frente al mayor padre de familia,


Lucía, que moviera a tu Señora


cuando a la ruina, por no ver, corrías.


Mas como escapa el tiempo que te aduerme


pararemos aquí, como el buen sastre


que hace el traje según que sea el paño;


y alzaremos los ojos al primer


amor, tal que, mirándole, penetres


en su fulgor cuanto posible sea.


Mas para que al volar no retrocedas,


creyendo adelantarte, con tus alas


la gracia orando es preciso que pidas:


gracia de aquella que puede ayudarte;


y tú me has de seguir con el afecto,


y el corazón no apartes de mis ruegos.»


Y entonces dio comienzo a esta plegaria.

Castellano, paraíso, Canto XXXI

CANTO XXXI


En forma pues de una cándida rosa


se me mostraba la milicia santa


desposada por Cristo con su sangre;


mas la otra que volando ve y celebra


la gloria del señor que la enamora


y la bondad que tan alta la hizo,


cual bandada de abejas que en las flores


tan pronto liban y tan pronto vuelven


donde extraen el sabor de su trabajo,


bajaba a la gran flor que está adornada


de tantas hojas, y de aquí subía


donde su amor habita eternamente.


Sus caras eran todas llama viva,


de oro las alas, y tan blanco el resto,

que no es por nieve alguna superado.


Al bajar a la flor de grada en grada,


hablaban de la paz y del ardor


que agitando las alas adquirían.


El que se interpusiera entre la altura


y la flor tanta alada muchedumbre


ni el ver nos impedía ni el fulgor:


pues la divina luz el universo


penetra, según éste lo merece,


de tal modo que nada se lo impide.


Este seguro y jubiloso reino,


que pueblan gentes antiguas y nuevas,


vista y amor a un punto dirigía.


¡Oh llama trina que en sólo una estrella

brillando ante sus ojos, las alegras!

¡Mira esta gran tempestad en que estamos!


Si viniendo los bárbaros de donde


todos los días de Hélice se cubre,


girando con su hijo, en quien se goza,


viendo Roma y sus arduos edificios,


estupefactos se quedaban cuando


superaba Letrán toda obra humana;


yo, que desde lo humano a lo divino,


desde el tiempo a lo eterno había llegado,


y de Florencia a un pueblo sano y justo,


¡lleno de qué estupor no me hallaría!


En verdad que entre el gozo y el asombro


prefería no oír ni decir nada.


Y como el peregrino que se goza


viendo ya el templo al cual un voto hiciera,


y espera referir lo que haya visto,


yo paseaba por la luz tan viva,


llevando por las gradas mi mirada


ahora abajo, ahora arriba, ahora en redor,


veía rostros que el amor pintaba,


con su risa y la luz de otro encendidos,


y de decoro adornados sus gestos.


La forma general del Paraíso

abarcaba mi vista enteramente,

sin haberse fijado en parte alguna;


y me volví con ganas redobladas


de poder preguntar a mi señora


las cosas que a mi mente sorprendían.


Una cosa quería y otra vino:


creí ver a Beatriz y vi a un anciano


vestido cual las gentes gloriosas.


Por su cara y sus ojos difundía


una benigna dicha, y su semblante


era como el de un padre bondadoso.


«¿Dónde está ella?» Dije yo de pronto.


Y él: «Para que se acabe tu deseo


me ha movido Beatriz desde mi Puesto:


y si miras el círculo tercero


del sumo grado, volverás a verla


en el trono que en suerte le ha cabido.»


Sin responderle levanté los ojos,


y vi que ella formaba una corona


con el reflejo de la luz eterna.


De la región aquella en que más truena


el ojo del mortal no dista tanto


en lo más hondo de la mar hundido,


como allí de Beatriz la vista mía;


mas nada me importaba, pues su efigie


sin intermedio alguno me llegaba.


«Oh mujer que das fuerza a mi esperanza,


y por mi salvación has soportado


tu pisada dejar en el infierno,


de tantas cosas cuantas aquí he visto,


de tu poder y tu misericordia


la virtud y la gracia reconozco.


La libertad me has dado siendo siervo


por todas esas vías, y esos medios


que estaba permitido que siguieras.


En mí conserva tu magnificencia


y así mi alma, que por ti ha sanado,


te sea grata cuando deje el cuerpo.»


Así recé; y aquélla, tan lejana


como la vi, me sonrió mirándome;


luego volvió hacia la fuente incesante.


Y el santo anciano: «A fin de que concluyas


perfectamente dijo, tu camino,


al que un ruego y un santo amor me envían,


vuelven tus ojos por estos jardines;


que al mirarlos tu vista se prepara


más a subir por el rayo divino.


Y la reina del cielo, en el cual ardo


por completo de amor, dará su gracia,


pues soy Bernardo, de ella tan devoto.»


Igual que aquel que acaso de Croacia,


viene por ver el paño de Verónica,


a quien no sacia un hambre tan antigua,


mas va pensando mientras se la enseñan:


«Mi señor Jesucristo, Dios veraz,


¿de esta manera fue vuestro semblante?»;


estaba yo mirando la ferviente


caridad del que aquí en el bajo mundo,


de aquella paz gustó con sus visiones.


«Oh hijo de la gracia, el ser gozoso


-empezó no es posible que percibas,


si no te fijas más que en lo de abajo;


pero mira hasta el último los círculos,


hasta que veas sentada a la reina


de quien el reino es súbdito y devoto.»


Alcé los ojos; y cual de mañana


la porción oriental del horizonte,


está más encendida que la otra,


así, cual quien del monte al valle observa,


vi al extremo una parte que vencía


en claridad a todas las restantes.


Y como allí donde el timón se espera


que mal guió Faetonte, más se enciende,


y allá y aquí su luz se debilita,


así aquella pacífica oriflama


se encendía en el medio, y lo restante


de igual manera su llama extinguía;


y en aquel centro, con abiertas alas,


la celebraban más de un millar de ángeles,

distintos arte y luz de cada uno.


Vi con sus juegos y con sus canciones


reír a una belleza, que era el gozo


en las pupilas de los otros santos;


y aunque si para hablar tan apto fuese


cual soy imaginando, no osaría


lo mínimo a expresar de su deleite.


Cuando Bernardo vio mis ojos fijos


y atentos en lo ardiente de su fuego,


a ella con tanto amor volvió los suyos,


que los míos ansiaron ver de nuevo.

Castellano, paraíso, Canto XXX

CANTO XXX


Acaso a seis mil millas de distancia


hierve aquí la hora sexta, y este mundo


horizontal reclina ya la sombra,


cuando el centro del cielo, tan profundo,


se pone de tal forma, que en el fondo


van desapareciendo las estrellas;


y cuando se adelanta la sirviente

clarísima del sol, apaga el cielo

una por una hasta la más hermosa.


No de otro modo el triunfo que se goza


en torno al punto que antes me cegara,


creyéndolo incluido en lo que incluye,


se apagó poco a poco de mi vista;


por lo cual el amor y el no ver nada


me hicieron que a Beatriz volviera el rostro.


Si cuanto de ella he dicho hasta el presente


fuese encerrado todo en una loa,


poco sería a conseguir mi intento.


La belleza que vi no sobrepasa


solamente a nosotros, mas yo creo


que sólo su creador la goce entera.


Vencido me confieso en este paso


más que nunca en un punto de su obra


fue superado el trágico o el cómico:


pues, como el sol la vista menos firme,


así el recuerdo de su dulce risa


a mí mismo me priva de mi mente.


Desde el día primero que su rostro


en esta vida vi, hasta esta visión,


he podido seguirla con mi canto;


mas es forzoso que desista ahora


de seguir su belleza, poetizando,


cual todo artista que a su extremo llega.


Y ella, cual yo la dejo a voz más digna


que la de mi trompeta, que se acerca


a dar fin a materia tan difícil,


con ademán y voz de guía experto


«Hemos salido ya -volvió a decirme-


del mayor cuerpo al cielo que es luz pura:


luz intelectual, plena de amor;


amor del cierto bien, pleno de dicha;


dicha que es más que todas las dulzuras.


Aquí verás a una y otra milicia


del paraíso, y una de igual modo


que en el juicio final habrás de verla.»


Como un súbito rayo que nos ciega

los visivos espíritus, e impide

que vea el ojo aun cosas muy brillantes,


así circumbrillóme una luz viva,


y cubrióme la cara con tal velo


de su fulgor, que nada pude ver.


«El amor que este cielo tiene inmóvil


siempre recibe en él de igual manera,


por disponer una vela a su llama.»


Apenas penetraron dentro de mí


estas breves palabras, comprendí


que sobre mi virtud estaba alzado;


y de una vista nueva disfrutaba


tal, que ninguna luz es tan brillante,


que con mis ojos no la resistiera;


y vi una luz que un río semejaba


fulgiendo fuego, entre sus dos orillas


pintadas de admirable primavera.


Salían del torrente chispas vivas,


que entre las flores se desparramaban,


cual rubíes que el oro circunscribe;


después, como embriagadas del aroma,


al raudal asombroso se arrojaban


de nuevo, y si una entraba otra salía.


«El gran deseo que ahora te urge y quema,


de que te diga qué es esto que ves,


más me complace cuanto más intento;


mas de este agua es preciso que bebas


antes que tanta sed en ti se sacie.»


De este modo me habló el sol de mis ojos.


Y después: «Son el río y los topacios


que entran y salen, y el prado riente,


sólo de su verdad velados prólogos.


No que de suyo estén aún inmaduros;


más el defecto está de parte tuya,


que aún no tienes visión tan elevada.»


No hay un chiquillo que corra tan raudo


con la vista a la leche, si despierta


mucho más tarde de lo que acostumbra,


como yo, para hacer mejor espejo mis ojos,

agachándome a las ondas,

que para enmejorarnos van fluyendo;

y en el momento que bebió de aquellas

el borde de mis párpados, creí

que redonda se hacía su largura.

Después, como la gente enmascarada,


que otra que antes parece, si se quita


el semblante no suyo que la esconde,


así en mayores gozos se trocaron


las chispas, y las flores, y ver pude


las dos cortes del cielo manifiestas.


¡Oh divino esplendor por quien yo vi


el alto triunfo del reino veraz,


ayúdame a decir cómo lo vi!


Hay arriba una luz que hace visible


el Creador a aquellas criaturas


que en su visión tan sólo paz encuentran.


Y en circular figura se derrama,


tanto que al sol sería demasiado


cinturón con su gran circunferencia.


De un rayo reflejado en lo más alto


del Primer Móvil viene su apariencia,


que de él recibe su poder y vida.


Y cual loma en el agua de su base


se espejea cual viéndose adornada,


cuando de hierba y flores es más rica,


superando a la luz en torno suyo,


vi espejearse en más de mil peldaños


cuanto arriba volvió de entre nosotros.


Y si el último grado luz tan grande


abarca, ¡cuál la anchura no sería


de esta rosa en las hojas más lejanas!


Mi vista ni en lo ancho ni en lo alto


desfallecía, comprendiendo todo


el cuánto y cómo de aquella alegría.


Allí el cerca ni el lejos quita o pone:


que donde Dios sin ministros gobierna,


las leyes naturales nada pueden.


A lo amarillo de la rosa eterna,


que se degrada y se extiende y transmina


loas al sol que siempre es primavera,


como a aquel que se calla y quiere hablar


me llevó Beatriz y dijo: «¡Mira


el gran convento de las vestes blancas!


Ve cómo abre su círculo este reino,


mira nuestros escaños tan repletos,


que poca gente más aquí se espera.


Y en el gran trono en que pones los ojos,


por la corona que está sobre él puesta,


antes de que a estas bodas te conviden,


vendrá a sentarse el alma, abajo augusta,


del gran Enrique, que a guiar a Italia


vendrá sin que a ésta encuentre preparada.


Esa ciega codicia que os enferma


os ha vuelto lo mismo que al chiquillo


que muere de hambre y echa a la nodriza.


Y habrá un prefecto en el foro divino


entonces tal, que oculto o manifiesto,


no seguirá con él la misma ruta.


Mas Dios lo aguantará por poco tiempo


en la santa tarea, y será echado


donde Simón el mago el premio tiene,


y hará al de Anagni hundirse más abajo.


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       Ramón Guimerá Lorente Beceite blog, Beseit Beseit en chapurriau yo parlo lo chapurriau  y lo escric Chapurriau al Wordpress Lo Decame...