martes, 29 de septiembre de 2020

Castellano, paraíso, Canto XXIII

CANTO XXIII


Igual que el ave, entre la amada fronda,


que reposa en el nido entre sus dulces


hijos, la noche que las cosas vela,


que, por ver los objetos deseados


y encontrar alimento que les nutra


una dura labor que no disgusta ,


al tiempo se adelanta en el follaje,


y con ardiente afecto al sol espera,


mirando fijo a donde nace el alba;


así erguida se hallaba mi señora


y atenta, dirigiéndose hacia el sitio


bajo el que el sol camina más despacio:


y viéndola suspensa, ensimismada,


me puse como aquel que deseando


algo que quiere, se calma en la espera.


Mas poco fue del uno al otro instante


de que esperara, digo, y de que viera


que el cielo más y más resplandecía;


Y Beatriz dijo: «¡Mira las legiones


del triunfo de Cristo y todo el fruto


que recoge el girar de estas esferas!»


Pareció que le ardiera todo el rostro,


y tanta dicha llenaba sus ojos,


que es mejor que prosiga sin decirlo.


Igual que en los serenos plenilunios


con las eternas ninfas Trivia ríe


que coloran el cielo en todas partes,


vi sobre innumerables luminarias


un sol que a todas ellas encendía,


igual que el nuestro a las altas estrellas;


y por la viva luz transparecía


la luciente sustancia, tan radiante

a mi vista, que no la soportaba.


¡Oh Beatriz, mi guía dulce y cara!


Ella me dijo: «Aquello que te vence


es virtud que ninguno la resiste.


Allí están el poder y la sapiencia


que abrieron el camino entre la tierra


y el cielo, tanto tiempo deseado.»


Cual fuego de la nube se desprende


por tanto dilatarse que no cabe,


y contra su natura cae a tierra,


mi mente así, después de aquel manjar,


hecha más grande salió de sí misma,


y recordar no sabe qué se hizo.


«Los ojos abre y mira cómo soy;


has contemplado cosas, que te han hecho


capaz de sostenerme la sonrisa.»


Yo estaba como aquel que se resiente


de una visión que olvida y que se ingenia


en vano a que le vuelva a la memoria,


cuando escuché esta invitación, tan digna


de gratitud, que nunca ha de borrarse


del libro en que el pasado se consigna.


Si ahora sonasen todas esas lenguas


que hicieron Polimnia y sus hermanas


de su leche dulcísima más llenas,


en mi ayuda, ni un ápice dirían


de la verdad, cantando la sonrisa


santa y cuánto alumbraba al santo rostro.


Y así al representar el Paraíso,


debe saltar el sagrado poema,


como el que halla cortado su camino.


Mas quien considerase el arduo tema


y los humanos hombros que lo cargan,


que no censure si tiembla debajo:


no es derrotero de barca pequeña


el que surca la proa temeraria,


ni para un timonel que no se exponga.


«¿Por qué mi rostro te enamora tanto,

que al hermoso jardín no te diriges

que se enflorece a los rayos de Cristo?


Este es la rosa en que el verbo divino


carne se hizo, están aquí los lirios


con cuyo olor se sigue el buen sendero.»


Así Beatriz; y yo, que a sus consejos


estaba pronto, me entregué de nuevo


a la batalla de mis pobres ojos.


Como a un rayo de sol, que puro escapa


desgarrando una nube, ya un florido


prado mis ojos, en la sombra, vieron;


vi así una muchedumbre de esplendores,

desde arriba encendidos por ardientes

rayos, sin ver de dónde procedían.


¡Oh, benigna virtud que así los colmas,


para darme ocasión a que te viesen


mis impotentes ojos, te elevaste!


El nombre de la flor que siempre invoco


mañana y noche, me empujó del todo


a la contemplación del mayor fuego;


y cuando reflejaron mis dos ojos


el cuál y el cuánto de la viva estrella


que vence arriba como vence abajo,


por entre el cielo descendió una llama


que en círculo formaba una corona


y la ciñó y dio vueltas sobre ella.


Cualquier canción que tenga más dulzura


aquí abajo y que más atraiga al alma,


semeja rota nube que tronase,


si al son de aquella lira lo comparo


que al hermoso zafiro coronaba


del que el más claro cielo se enzafira.


«Soy el amor angélico, que esparzo


la alta alegría que nace del vientre


que fue el albergue de nuestro deseo;


y así lo haré, reina del cielo, mientras


sigas tras de tu hijo, y hagas santa


la esfera soberana en donde habitas.»


Así la melodía circular


decía, y las restantes luminarias

repetían el nombre de María.


El real manto de todas las esferas


del mundo, que más hierve y más se aviva


al aliento de Dios y a sus mandatos,


tan encima tenía de nosotros


el interno confín, que su apariencia


desde el sitio en que estaba aún no veía:


y por ello mis ojos no pudieron


seguir tras de esa llama coronada


que se elevó a la par que su simiente.


Y como el chiquitín hacia la madre


alarga, luego de mamar, los brazos


por el amor que afuera se le inflama,


los fulgores arriba se extendieron


con sus penachos, tal que el alto afecto


que a María tenían me mostraron.


Permanecieron luego ante mis ojos


Regina caeli, cantando tan dulce


que el deleite de mí no se partía.


¡Ah, cuánta es la abundancia que se encierra


en las arcas riquísimas que fueron


tan buenas sembradoras aquí abajo!


Allí se vive y goza del tesoro


conseguido llorando en el destierro


babilonio, en que el oro desdeñaron.


Allí triunfa, bajo el alto Hijo


de María y de Dios, de su victoria,


con el antiguo y el nuevo concilio


el que las llaves de esa gloria guarda.

Castellano, paraíso, Canto XXII

CANTO XXII


Presa del estupor, hacia mi guía


me volví, como el niño que se acoge


siempre en aquella en que más se confía;


y aquélla, como madre que socorre


rápido al hijo pálido y ansioso


con esa voz que suele confortarlo,


dijo: «¿No sabes que estás en el cielo?


y ¿no sabes que el cielo es todo él santo,


y de buen celo viene lo que hacemos?


Cómo te habría el canto trastornado,


y mi sonrisa, puedes ver ahora,


puesto que tanto el gritar te conmueve;


y si hubieses su ruego comprendido,


en él conocerías la venganza


que podrás ver aún antes de que mueras.


La espada de aquí arriba ni deprisa


ni tarde corta, y sólo lo parece


a quien teme o desea su llegada.


Mas dirígete ahora hacia otro lado;


que verás muchas almas excelentes,


si vuelves la mirada como digo.»


Como ella me indicó, volví los ojos,


y vi cien esferitas, que se hacían


aún más hermosas con sus mutuos rayos.


Yo estaba como aquel que se reprime


la punta del deseo, y no se atreve


a preguntar, porque teme excederse;


y la mayor y la más encendida


de aquellas perlas vino hacia adelante,


para dejar satisfechas mis ganas.


Dentro de ella escuché luego: «Si vieses


la caridad que entre nosotras arde,


lo que piensas habrías expresado.


Mas para que, esperando, no demores


el alto fin, habré de responderte


al pensamiento sólo que así guardas.


El monte en cuya falda está Cassino


estuvo ya en su cima frecuentado


por la gente engañada y mal dispuesta;


y yo soy quien primero llevó arriba


el nombre de quien trajo hasta la tierra


esta verdad que tanto nos ensalza;


y brilló tanta gracia sobre mí,


que retraje a los pueblos circundantes


del culto impío que sedujo al mundo.


Los otros fuegos fueron todos hombres


contemplativos, de ese ardor quemados


del que flores y frutos santos nacen.


Está Macario aquí, y está Romualdo,


y aquí están mis hermanos que en los claustros

detuvieron sus almas sosegadas.


Y yo a él: «El afecto que al hablarme


demuestras y el benévolo semblante


que en todos vuestros fuegos veo y noto,


de igual modo acrecientan mi confianza,


como hace al sol la rosa cuando se abre


tanto como permite su potencia.


Te ruego pues, y tú, padre, concédeme


si merezco gracia semejante,


que pueda ver tu imagen descubierta.»


Y aquél: «Hermano, tu alto deseo


ha de cumplirse allí en la última esfera,


donde se cumplirán todos y el mío.


Allí perfectos, maduros y enteros


son los deseos todos; sólo en ella


cada parte está siempre donde estaba,


pues no tiene lugar, ni tiene polos,


y hasta aquella conduce esta escalera,


por lo cual se te borra de la vista.


Hasta allá arriba contempló el patriarca

Jacob que ella alcanzaba con su extremo,


cuando la vio de ángeles colmada.


Mas, por subirla, nadie aparta ahora


de la tierra los pies, y se ha quedado


mi regla para gasto de papel.


Los muros que eran antes abadías


espeluncas se han hecho, y las cogullas


de mala harina son talegos llenos.


Pero la usura tanto no se alza


contra el placer de Dios, cuanto aquel fruto


que hace tan loco el pecho de los monjes;


que aquello que la Iglesia guarda, todo


es de la gente que por Dios lo pierde;


no de parientes ni otros más indignos.


Es tan blanda la carne en los mortales,


que allá abajo no basta un buen principio


para que den bellotas las encinas.


Sin el oro y la plata empezó Pedro,


y con ayunos yo y con oraciones,


y su orden Francisco humildemente;


y si el principio ves de cada uno,


y miras luego el sitio al que han llegado,


podrás ver que del blanco han hecho negro. 

En verdad el Jordán retrocediendo,


más fue, y el mar huyendo, al Dios mandarlo,


admirable de ver, que aquí el remedio.»


Así me dijo, y luego fue a reunirse

con su grupo, y el grupo se juntó;


después, como un turbión, voló hacia arriba.


Mi dulce dama me impulsó tras ellos


por la escalera sólo con un gesto,


venciendo su virtud a mi natura;


y nunca aquí donde se baja y sube


por medios naturales, hubo un vuelo


tan raudo que a mis alas se igualase.


Así vuelva, lector, a aquel devoto


triunfo por el cual lloro con frecuencia


mis pecados y el pecho me golpeo,


puesto y quitado en tanto tú no habrías

del fuego el dedo, en cuanto vi aquel signo


que al Toro sigue y dentro de él estuve.


Oh gloriosas estrellas, luz preñada


de gran poder, al cual yo reconozco


todo, cual sea, que mi ingenio debo,


nacía y se escondía con vosotras


de la vida mortal el padre, cuando


sentí primero el aire de Toscana;


y luego, al otorgarme la merced


de entrar en la alta esfera en que girais,


vuestra misma region me cupo en suerte.


Con devoción mi alma ahora os suspira,


para adquirir la fuerza suficiente


en este fuerte paso que la espera.


«Ya de la salvación están tan cerca


me dijo Beatriz que deberías


tener los ojos claros y aguzados;


por lo tanto, antes que tú más te enelles,


vuelve hacia abajo, y mira cuántos mundos


debajo de tus pies ya he colocado;


tal que tu corazón, gozoso cuanto


pueda, ante las legiones se presente


que alegres van por el redondo éter.»


Recorrí con la vista aquellas siete


esferas, y este globo vi en tal forma


que su vil apariencia me dio risa;


y por mejor el parecer apruebo


que lo tiene por menos; y el que piensa


en el otro, de cierto es virtuoso.


Vi encendida a la hija de Latona


sin esa sombra que me dio motivo


de que rara o que densa la creyera.


El rostro de tu hijo, Hiperión,


aquí afronté, y vi cómo se mueven,


cerca y en su redor Maya y Dione.


Y se me apareció el templar de Júpiter


entre el padre y el hijo: y vi allí claro


las variaciones que hacen de lugares;


y de todos los siete puede ver

cuán grandes son, y cuánto son veloces,


y la distancia que existe entre ellos.


La era que nos hace tan feroces,


mientras con los Gemelos yo giraba,


vi con sus montes y sus mares; luego


volví mis ojos a los ojos bellos.

Castellano, paraíso, Canto XXI

CANTO XXI


Volví a fijar mis ojos en el rostro


de mi dama, y mi espíritu con ellos,


de cualquier otro asunto retirado.


No se reía; mas «Si me riese


dijo te ocurriría como cuando


fue Semele en cenizas convertida:


pues mi belleza, que en los escalones


del eterno palacio más se acrece,


como has podido ver, cuanto más sube,


si no la templo, tanto brillaría


que tu fuerza mortal, a sus fulgores,


rama sería que el rayo desgaja.


Al séptimo esplendor hemos subido,


que bajo el pecho del León ardiente


con él irradia abajo su potencia.


Fija tu mente en pos de tu mirada,


y haz de aquélla un espejo a la figura


que te ha de aparecer en este espejo.»


Quien supiese cuál era la delicia


de mi vista mirando el santo rostro,


al poner mi atención en otro asunto,


sabría de qué forma me era grato


obedecer a rrú celeste escolta,


si un placer con el otro parangono.


En el cristal que tiene como nombre,


rodeando el mundo, el de su rey querido


bajo el que estuvo muerta la malicia,


de color de oro que el rayo refleja


contemplé una escalera que subía


tanto, que no alcanzaba con la vista.


Vi también que bajaba los peldaños


tanto fulgor, que pensé que la luz


toda del cielo allí se difundiera.


Y como, por su natural costumbre,


juntos los grajos, al romper del día,


se mueven calentando su plumaje;


después unos se van y ya no vuelven;

otros toman al sitio que dejaron,

y los demás se quedan dando vueltas;


me parecio que igual aconteciese


en aquel destellar que junto vino,


al llegar y pararse en cierto tramo.


Y aquel que más cercano se detuvo,


era tan luminoso, que me dije:


«Bien conozco el amor que me demuestras.


Mas aquella en que espero el cómo y cuándo


callar o hablar, estáse quieta; y yo


bien hago y, aunque quiero, no pregunto.»


Por lo cual ella, viendo en mi silencio,


con el ver de quien puede verlo todo,


me dijo: «Aplaca tu ardiente deseo.»


Y yo comencé así. «Mis propios méritos


de tu respuesta digno no me hacen;


mas por aquella que hablar me permite,


alma santa que te hallas escondida


dentro de tu alegría, haz que yo sepa


por qué de mí te has puesto tan cercana;


y por qué en esta rueda se ha callado


la dulce sinfonía de los cielos,


que tan piadosa en las de abajo suena.»


«Mortal tienes la vista y el oído,


por eso no se canta aquí –repuso-


al igual que Beatriz no tiene risa.


Por la santa escalera he descendido


únicamente para recrearte


con la voz y la luz que me rodea;


mayor amor más presta no me hizo,


que tanto o más amor hierve allá arriba,


tal como el flamear te manifiesta.


Mas la alta caridad, que nos convierte


en siervas de aquel que el mundo gobierna


aquí nos destinó, como estás viendo.»


«Bien veo, sacra lámpara, que un libre


amor le dije basta en esta corte


para seguir la eterna providencia;


mas no puedo entender tan fácilmente

por qué predestinada sola fuiste

tú a este encargo entre todas las restantes.»


Aun antes de acabar estas palabras,


hizo la luz un eje de su centro,


dando vueltas veloz como una rueda;


luego dijo el amor que estaba dentro:


«Desciende sobre mí la luz divina,


en ésta en que me envientro penetrando,


la cual virtud, unida a mi intelecto,


tanto me eleva sobre mí, que veo


la suma esencia de la cual procede.


De allí viene esta dicha en la que ardo;


puesto que a mi visión, que es ya tan clara,


la claridad de la llama se añade.


Pero el alma en el cielo más radiante,


el serafín que más a Dios contempla,


no podrá responder a tu pregunta,


porque se oculta tanto en el abismo


del eterno decreto lo que quieres,


que al creado intelecto se le esconde.


Y al mundo de los hombres, cuando vuelvas,


contarás esto, a fin que no pretenda


a una tan alta meta dirigirse.


La mente, que aquí luce, en tierra humea;


así que piensa cómo allí podrá


lo que no puede aun quien acoge el cielo.»


Tan terminantes fueron sus palabras


que dejé aquel asunto, y solamente


humilde pregunté por su persona.


«Álzanse entre las costas italianas


montes no muy lejanos de tu tierra,


tanto que el trueno suena más abajo,


y un alto forman que se llama Catria,


bajo el cual hay un yermo consagrado


para adorar dispuesto únicamente.»


Por vez tercera dijo de este modo;


y, siguiendo, después me dijo: «Allí


tan firme servidor de Dios me hice,


que sólo con verduras aliñadas

soportaba los fríos y calores,

alegre en el pensar contemplativo.


Dar solía a estos cielos aquel claustro


muchos frutos; mas ahora está vacío,


y pronto se pondrá de manifiesto.


Yo fui Pedro Damián en aquel sitio,


y Pedro Pecador en la morada


de nuestra Reina junto al mar Adriático.


Cuando ya me quedaba poca vida,


a la fuerza me dieron el capelo,


que de malo a peor ya se transmite.


Vino Cefas y vino el Santo Vaso


del Espíritu, flacos y descalzos,


tomando en cualquier sitio la comida.


Los modernos pastores ahora quieren


que les alcen la cola y que les lleven,


tan gordos son, sujetos a los lados.


Con mantos cubren sus cabalgaduras,


tal que bajo una piel marchan dos bestias:


¡Oh paciencia que tanto soportas!


Al decir esto vi de grada en grada


muchas llamas bajando y dando vueltas,


y a cada giro estaban más hermosas.


Se detuvieron al lado de ésta,


y prorrumpieron en clamor tan alto,


que aquí nada podría asemejarse;


ni yo lo oí; tan grande fue aquel trueno.

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       Ramón Guimerá Lorente Beceite blog, Beseit Beseit en chapurriau yo parlo lo chapurriau  y lo escric Chapurriau al Wordpress Lo Decame...