sábado, 5 de septiembre de 2020

Castellano, purgatorio, Canto XXX

CANTO XXX


Y cuando el septentrión del primer cielo,


que no sabe de ocaso ni de orto;


ni otra niebla que el velo de la culpa,


y que a todos hacía sabedores


de su deber, como hace aquí el de abajo


al que gira el timón llegando a puerto,


inmóvil se quedó: la gente santa


que entre el grito y aquel primero


vino, como a su paz se dirigió hacia el carro;


y uno de ellos, del cielo mensajero,


'Veni sponsa de Libano’, cantando


gritó tres veces, y después los otros.


Cual los salvados al último bando


prestamente alzarán de su caverna,


aleluyando en voces revestidas,


sobre el divino carro de tal forma


cien se alzaron, ad vocem tanti senis,


ministros y enviados del Eterno.


Benedictus qui venis!' entonaban,


tirando flores por todos los lados


Manibus, oh, date ilia plenis'


Yo he visto cuando comenzaba el día


rosada toda la región de oriente,


bellamente sereno el demás cielo;


y aún la cara del sol nacer en sombras,


tal que, en la tibiedad de los vapores,


el ojo le miraba un largo rato:


lo mismo dentro de un turbión de flores


que de manos angélicas salía,


cayendo dentro y fuera: coronada,


sobre un velo blanquísimo, de olivo,


contemplé una mujer de manto verde


vestida del color de ardiente llama.


Y el espíritu mío, que ya tanto


tiempo había pasado que sin verla


no estaba de estupor, temblando, herido,


antes de conocerla con los ojos,

por oculta virtud de ella emanada,

sintió del viejo amor el poderío.


Nada más que en mi vista golpeó


la alta virtud que ya me traspasara


antes de haber dejado de ser niño,


me volví hacia la izquierda como corre


confiado el chiquillo hacia su madre


cuando está triste o cuando tiene miedo,


por decir a Virgilio: «Ni un adarme


de sangre me ha quedado que no tiemble:


conozco el signo de la antigua llama.»


Mas Virgilio privado nos había


de sí, Virgilio, dulcísimo padre,


Virgilio, a quien me dieran por salvarme;


todo lo que perdió la madre antigua,


no sirvió a mis mejillas que, ya limpias,


no se volvieran negras por el llanto.


«Dante, porque Virgilio se haya ido


tú no llores, no llores todavía;


pues deberás llorar por otra espada.»


Cual almirante que en popa y en proa


pasa revista a sus subordinados


en otras naves y al deber les llama;


por encima del carro, hacia la izquierda,


al volverme escuchando el nombre mío,


que por necesidad aquí se escribe,


vi a la mujer que antes contemplara


oculta bajo el angélico halago,


volver la vista a mí de allá del río.


Aunque el velo cayendo por el rostro,


ceñido por la fronda de Minerva,


no me dejase verla claramente,


con regio gesto todavía altivo


continuó lo mismo que quien habla


y al final lo más cálido reserva:


«¡Mírame bien!, soy yo, sí, soy Beatriz,

¿cómo pudiste llegar a la cima?

¿no sabías que el hombre aquí es dichoso?» 


Los ojos incliné a la clara fuente;


mas me volvía a la yerba al reflejarme,

pues me abatió la cara tal vergüenza.


Tan severa cree el niño que es su madre,


así me pareció; puesto que amargo


siente el sabor de la piedad acerba.


Ella calló; y los ángeles cantaron


de súbito: 'in te, Domine, speravi';


pero del ‘pedes meos’ no siguieron.


Como la nieve entre los vivos troncos


en el dorso de Italia se congela,


azotada por vientos boreales,


luego, licuada, en sí misma rezuma,


cuando la tierra sin sombra respira,


y es como el fuego que funde una vela;


mis suspiros y lágrimas cesaron


antes de aquel cantar de los que cantan


tras de las notas del girar eterno;


mas luego que entendí que el dulce canto


se apiadaba de mí, más que si dicho


hubiese: «Mujer, por qué lo avergüenzas»,


el hielo que en mi pecho se apretaba,


se hizo vapor y agua, y con angustia


se salió por la boca y por los ojos.


Ella, parada encima del costado


dicho del carro, a las sustancias pías


dirigió sus palabras de este modo:


«Veláis vosotros el eterno día,


sin que os roben ni el sueño ni la noche


ningún paso del siglo en su camino;


así pues más cuidado en mi respuesta


pondré para que entienda aquel que llora,


e igual medida culpa y duelo tengan.


No sólo por efecto de las ruedas


que a cada ser a algún final dirigen


según les acompañen sus estrellas,


mas por largueza de gracia divina,


que en tan altos vapores hace lluvia,


que no pueden mirarlos nuestros ojos,


ese fue tal en su vida temprana


potencialmente, que cualquier virtud


maravilloso efecto en él hiciera.


Mas tanto más maligno y más silvestre,


inculto y mal sembrado se hace el campo,


cuanto más vigorosa tierra sea.


Le sostuve algún tiempo con mi rostro:


mostrándole mis ojos juveniles,


junto a mí le llevaba al buen camino.


Tan pronto como estuve en los umbrales


de mi segunda edad y cambié de vida,


de mí se separó y se entregó a otra.


Cuando de carne a espíritu subí,


y virtud y belleza me crecieron,


fui para él menos querida y grata;


y por errada senda volvió el paso,


imágenes de un bien siguiendo falsas,


que ninguna promesa entera cumplen.


No me valió impetrar inspiración,


con la cual en un sueño o de otros modos


lo llamase: ¡tan poco le importaron!


Tanto cayó que todas las razones


para su salvación no le bastaban,


salvo enseñarle el pueblo condenado.


Fui por ello a la entrada de los muertos,


y a aquel que le ha traído hasta aquí arriba,


le dirigí mis súplicas llorando.


Una alta ley de Dios se habría roto,


si el Leteo pasase y tal banquete


fuese gustado sin ninguna paga


del arrepentimiento que se llora.»

Castellano, purgatorio, Canto XXIX

CANTO XXIX


Cantando cual mujer enamorada,


al terminar de hablar continuó:


Beati quorum tacta sunt peccata.'


Y cual las ninfas que marchaban solas


por las sombras selváticas, buscando


cuál evitar el sol, cuál recibirlo,


se dirigió hacia el río, caminando


por la ribera; y yo al compás de ella,


siguiendo lentamente el lento paso.


Y ciento ya no había entre nosotros,


cuando las dos orillas dieron vuelta,


y me quedé mirando hacia levante.


Tampoco fue muy largo así el camino,


cuando a mí la mujer se dirigió,


diciendo: «Hermano mío, escucha y mira.»


Y se vio un resplandor súbitamente


por todas partes de la gran floresta,


que acaso yo pensé fuera un relámpago.


Pero como éste igual que viene, pasa,


y aquel, durando, más y más lucía,


decía para mí. «¿Qué cosa es ésta;?»


Resonaba una dulce melodía


por el aire esplendente; y con gran celo


yo a Eva reprochaba de su audacia,


pues donde obedecían cielo y tierra,


tan sólo una mujer, recién creada,


no consintió vivir con velo alguno;


bajo el cual si sumisa hubiera estado,


habría yo gozado esas delicias


inefables, aún antes y más tiempo.


Mientras yo caminaba tan absorto


entre tantas primicias del eterno


placer, y deseando aún más deleite,


cual un fuego encendido, ante nosotros


el aire se volvió bajo el ramaje;


y el dulce son cual canto se entendía.


Oh sacrosantas vírgenes, si fríos


por vosotras sufrí, vigilias y hambres,


razón me urge que a favor os mueva.


El manar de Helicona necesito,


y que Urania me inspire con su coro


poner en verso cosas tan abstrusas.


Más adelante, siete árboles áureos


falseaba en la mente el largo trecho


del espacio que había entre nosotros;


pero cuando ya estaba tan cercano


que el objeto que engaña los sentidos


ya no perdía forma en la distancia,


la virtud que prepara el intelecto,


me hizo ver que eran siete candelabros,


y Hosanna era el cantar de aquellas voces.


Por encima el conjunto flameaba


más claro que la luna en la serena


medianoche en el medio de su mes.


Yo me volví de admiración colmado


al bueno de Virgilio, que repuso


con ojos llenos de estupor no menos.


Volví la vista a aquellas maravillas


que tan lentas venían a nosotros,


que una recién casada las venciera.


La mujer me gritó: «¿Por qué contemplas


con tanto ardor las vivas luminarias,


y lo que viene por detrás no miras?»


Y tras los candelabros vi unas gentes


venir despacio, de blanco vestidas;


y tanta albura aquí nunca la vimos.


Brillaba el agua a nuestro lado izquierdo,


el izquierdo costado devolviéndome,


si se miraba en ella cual espejo.


Cuando estuve en un sitio de mi orilla,


que sólo el río de ellos me apartaba,


para verles mejor detuve el paso,


y vi las llamas que iban por delante


dejando tras de sí el aire pintado,


como si fueran trazos de pinceles;


de modo que en lo alto se veían

siete franjas, de todos los colores

con que hace el arco el Sol y Delia el cinto.


Los pendones de atrás eran más grandes


que mi vista; y diez pasos separaban,


en mi opinión, a los de los extremos


Bajo tan bello cielo como cuento,


coronados de lirios, veinticuatro


ancianos avanzaban por parejas.


Cantaban: «Entre todas Benedicta


las nacidas de Adán, y eternamente


benditas sean las bellezas tuyas.»


Después de que las flores y la hierba,


que desde el otro lado contemplaba,


se vieron libres de esos elegidos,


como luz a otra luz sigue en el cielo,


cuatro animales por detrás venían,


de verde fronda todos coronados.


Seis alas cada uno poseía;


con ojos en las plumas; los de Argos


tales serían, si vivo estuviese.


A describir su forma no dedico


lector, más rimas, pues que me urge otra


tarea, y no podría aquí alargarme;


pero léete a Ezequiel, que te lo pinta


como él los vio venir desde la fría


zona, con viento, con nubes, con fuego;


y como lo verás en sus escritos,


tales eran aquí, salvo en las plumas;


Juan se aparta de aquel y está conmigo.


En el espacio entre los cuatro había,


sobre dos ruedas, un carro triunfal,


que de un grifo venía conducido.


Hacia arriba tendía las dos alas


entre la franja que había en el centro


y las tres y otras tres, mas sin tocarlas.


Subían tanto que no se veían;


de oro tenía todo lo de pájaro,


y blanco lo demás con manchas rojas.


No sólo Roma en carro tan hermoso


no honrase al Africano, ni aun a Augusto,


mas el del sol mezquino le sería;


aquel del sol que ardiera, extraviado,


por petición de la tierra devota,


cuando fue Jove arcanarnente justo.


Tres mujeres en círculo danzaban


en el lado derecho; una de rojo,


que en el fuego sería confundida;


otra cual si los huesos y la carne


hubieran sido de esmeraldas hechos;


cual purísima nieve la tercera;


y tan pronto guiaba la de blanco,


tan pronto la de rojo; y a su acento


caminaban las otras, raudas, lentas.


Otras cuatro a la izquierda solazaban,


de púrpura vestidas, con el ritmo


de una de ellas que tenía tres ojos.


Detrás de todo el nudo que he descrito


vi dos viejos de trajes desiguales,


mas igual su ademán grave y honesto.


Uno se parecía a los discípulos


de Hipócrates, a quien natura hiciera


para sus animales más queridos;


contrario afán el otro demostraba


con una espada aguda y reluciente,


tal que me amedrentó desde mi orilla.


Luego vi cuatro de apariencia humilde;


y de todos detrás un viejo solo,


que venía durmiendo, iluminado.


Y estaban estos siete como el grupo


primero ataviados, mas con lirios


no adornaban en torno sus cabezas,


sino con rosas y bermejas flores;


se juraría, aun vistas no muy lejos,


que ardían por encima de los ojos.


Y cuando el carro tuve ya delante,


un trueno se escuchó, y las dignas gentes


parecieron tener su andar vedado,


y se pararon junto a las enseñas.

Castellano, purgatorio, Canto XXVIII

CANTO XXVIII


Deseoso de ver por dentro y fuera


la divina floresta espesa y viva,


que a los ojos templaba el día nuevo,


sin esperar ya más, dejé su margen,


andando, por el campo a paso lento


por el suelo aromado en todas partes.


Un aura dulce que jamás mudanza


tenía en sí, me hería por la frente


con no más golpe que un suave viento;


con el cual tremolando los frondajes


todos se doblegaban hacia el lado


en que el monte la sombra proyectaba;


mas no de su estar firme tan lejanos,


que por sus copas unas avecillas


dejaran todas de ejercer su arte;


mas con toda alegría en la hora prima,


la esperaban cantando entre las hojas,


que bordón a sus rimas ofrecían,


como de rama en rama se acrecienta


en la pineda junto al mar de Classe,


cuando Eolo al Siroco desencierra.


Lentos pasos habíanme llevado


ya tan adentro de la antigua selva,


que no podía ver por dónde entrara;


y vi que un río el avanzar vedaba,


que hacia la izquierda con menudas ondas


doblegaba la hierba a sus orillas.


Toda el agua que fuera aquí más límpida,


arrastrar impurezas pareciera,


a ésta que nada oculta comparada,


por más que ésta discurra oscurecida

bajo perpetuas sombras, que no dejan

nunca paso a la luz del sol ni luna.


Me detuve y crucé con la mirada,


por ver al otro lado del arroyo


aquella variedad de frescos mayos;


y allí me apareció, como aparece


algo súbitamente que nos quita


cualquier otro pensar, maravillados,


una mujer que sola caminaba,


cantando y escogiendo entre las flores


de que pintado estaba su camino.


«Oh, hermosa dama, que amorosos rayos


te encienden, si creer debo al semblante


que dar suele del pecho testimonio,


tengas a bien adelantarte ahora


díjele- lo bastante hacia la orilla,


para que pueda escuchar lo que cantas.


Tú me recuerdas dónde y cómo estaba


Proserpina, perdida por su madre,


cuando perdió la dulce primavera.»


Como se vuelve con las plantas firmes


en tierra y juntas, la mujer que baila,


y un pie pone delante de otro apenas,


volvió sobre las rojas y amarillas


florecillas a mí, no de otro modo


que una virgen su honesto rostro inclina;


y así mis ruegos fueron complacidos,


pues tanto se acercó, que el dulce canto


llegaba a mí, entendiendo sus palabras.


Cuando llegó donde la hierba estaba


bañada de las ondas del riachuelo,


de alzar sus ojos hízome regalo.


Tanta luz yo no creo que esplendiera


Venus bajo sus cejas, traspasada,


fuera de su costumbre, por su hijo.


Ella reía en pie en la orilla opuesta,


más color disponiendo con sus manos,


que esa elevada tierra sin semillas.


Me apartaban tres pasos del arroyo;

y el Helesponto que Jerjes cruzó

aún freno a toda la soberbia humana,


no soportó más odio de Leandro


cuando nadaba entre Sesto y Abido,


que aquel de mí, pues no me daba paso.


«Sois nuevos y tal vez porque sonrío


en el sitio elegido dijo ella


como nido de la natura humana,


asombrados os tiene alguna duda;


mas luz el salmo Delestasti otorga,


que puede disipar vuestro intelecto.


Y tú que estás delante y me rogaste,


dime si quieres más oír; pues presta


a resolver tus dudas he venido.


«El son de la floresta dije , el agua,


me hacen pensar en una cosa nueva,


de otra cosa distinta que he escuchado.»


Y ella: «Te explicaré cómo deriva


de su causa este hecho que te asombra,


despejando la niebla que te ofende.


El sumo bien que sólo en Él se goza,


hizo bueno y al bien al hombre en este


lugar que le otorgó de paz eterna.


Pero aquí poco estuvo por su falta;


por su falta en gemidos y en afanes


cambió la honesta risa, el dulce juego.


Y para que el turbar que abajo forman


los vapores del agua y de la tierra,


que cuanto pueden van tras del calor,


al hombre no le hiciese guerra alguna,


subió tanto hacia el cielo esta montaña,


y libre está de él, donde se cierra.


Mas como dando vueltas por entero


con la primera esfera el aire gira,


si el círculo no es roto en algún punto,


en esta altura libre, el aire vivo


tal movimiento repercute y hace,


que resuene la selva en su espesura;


tanto puede la planta golpeada,

que su virtud impregna el aura toda,

y ella luego la esparce dando vueltas;


y según la otra tierra sea digna,


por su cielo y por sí, concibe y cría


de diversa virtud diversas plantas.


Luego no te parezca maravilla,


oído esto, cuando alguna planta


crezca allí sin semilla manifiesta.


Y sabrás que este campo en que te hallas,


repleto está de todas las simientes,


y tiene frutos que allí no se encuentran.


El agua que aquí ves no es de venero


que restaure el vapor que el hielo funde,


como un río que adquiere o pierde cauce;


mas surge de fontana estable y cierta,


que tanto del querer de Dios recibe,


cuando vierte en dos partes separada.


Por este lado con el don desciende


de quitar la memoria del pecado;


por el otro de todo el bien la otorga;


Aquí Leteo; igual del otro lado


Eünoé se llama, y no hace efecto


si en un sitio y en otro no es bebida:


este supera a todos los sabores.


Y aunque bastante pueda estar saciada


tu sed para que más no te descubra,


un corolario te daré por gracia;


no creo que te sea menos caro


mi decir, si te da más que prometo.


Tal vez los que de antiguo poetizaron


sobre la Edad de oro y sus delicias,


en el Parnaso este lugar soñaban.


Fue aquí inocente la humana raíz;


aquí la primavera y fruto eterno;


este es el néctar del que todos hablan.»


Me dirigí yo entonces hacia atrás


y a mis poetas vi que sonrientes


escucharon las últimas razones;


luego a la bella dama torné el rostro.

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       Ramón Guimerá Lorente Beceite blog, Beseit Beseit en chapurriau yo parlo lo chapurriau  y lo escric Chapurriau al Wordpress Lo Decame...