sábado, 5 de septiembre de 2020

Castellano, purgatorio, Canto XXIX

CANTO XXIX


Cantando cual mujer enamorada,


al terminar de hablar continuó:


Beati quorum tacta sunt peccata.'


Y cual las ninfas que marchaban solas


por las sombras selváticas, buscando


cuál evitar el sol, cuál recibirlo,


se dirigió hacia el río, caminando


por la ribera; y yo al compás de ella,


siguiendo lentamente el lento paso.


Y ciento ya no había entre nosotros,


cuando las dos orillas dieron vuelta,


y me quedé mirando hacia levante.


Tampoco fue muy largo así el camino,


cuando a mí la mujer se dirigió,


diciendo: «Hermano mío, escucha y mira.»


Y se vio un resplandor súbitamente


por todas partes de la gran floresta,


que acaso yo pensé fuera un relámpago.


Pero como éste igual que viene, pasa,


y aquel, durando, más y más lucía,


decía para mí. «¿Qué cosa es ésta;?»


Resonaba una dulce melodía


por el aire esplendente; y con gran celo


yo a Eva reprochaba de su audacia,


pues donde obedecían cielo y tierra,


tan sólo una mujer, recién creada,


no consintió vivir con velo alguno;


bajo el cual si sumisa hubiera estado,


habría yo gozado esas delicias


inefables, aún antes y más tiempo.


Mientras yo caminaba tan absorto


entre tantas primicias del eterno


placer, y deseando aún más deleite,


cual un fuego encendido, ante nosotros


el aire se volvió bajo el ramaje;


y el dulce son cual canto se entendía.


Oh sacrosantas vírgenes, si fríos


por vosotras sufrí, vigilias y hambres,


razón me urge que a favor os mueva.


El manar de Helicona necesito,


y que Urania me inspire con su coro


poner en verso cosas tan abstrusas.


Más adelante, siete árboles áureos


falseaba en la mente el largo trecho


del espacio que había entre nosotros;


pero cuando ya estaba tan cercano


que el objeto que engaña los sentidos


ya no perdía forma en la distancia,


la virtud que prepara el intelecto,


me hizo ver que eran siete candelabros,


y Hosanna era el cantar de aquellas voces.


Por encima el conjunto flameaba


más claro que la luna en la serena


medianoche en el medio de su mes.


Yo me volví de admiración colmado


al bueno de Virgilio, que repuso


con ojos llenos de estupor no menos.


Volví la vista a aquellas maravillas


que tan lentas venían a nosotros,


que una recién casada las venciera.


La mujer me gritó: «¿Por qué contemplas


con tanto ardor las vivas luminarias,


y lo que viene por detrás no miras?»


Y tras los candelabros vi unas gentes


venir despacio, de blanco vestidas;


y tanta albura aquí nunca la vimos.


Brillaba el agua a nuestro lado izquierdo,


el izquierdo costado devolviéndome,


si se miraba en ella cual espejo.


Cuando estuve en un sitio de mi orilla,


que sólo el río de ellos me apartaba,


para verles mejor detuve el paso,


y vi las llamas que iban por delante


dejando tras de sí el aire pintado,


como si fueran trazos de pinceles;


de modo que en lo alto se veían

siete franjas, de todos los colores

con que hace el arco el Sol y Delia el cinto.


Los pendones de atrás eran más grandes


que mi vista; y diez pasos separaban,


en mi opinión, a los de los extremos


Bajo tan bello cielo como cuento,


coronados de lirios, veinticuatro


ancianos avanzaban por parejas.


Cantaban: «Entre todas Benedicta


las nacidas de Adán, y eternamente


benditas sean las bellezas tuyas.»


Después de que las flores y la hierba,


que desde el otro lado contemplaba,


se vieron libres de esos elegidos,


como luz a otra luz sigue en el cielo,


cuatro animales por detrás venían,


de verde fronda todos coronados.


Seis alas cada uno poseía;


con ojos en las plumas; los de Argos


tales serían, si vivo estuviese.


A describir su forma no dedico


lector, más rimas, pues que me urge otra


tarea, y no podría aquí alargarme;


pero léete a Ezequiel, que te lo pinta


como él los vio venir desde la fría


zona, con viento, con nubes, con fuego;


y como lo verás en sus escritos,


tales eran aquí, salvo en las plumas;


Juan se aparta de aquel y está conmigo.


En el espacio entre los cuatro había,


sobre dos ruedas, un carro triunfal,


que de un grifo venía conducido.


Hacia arriba tendía las dos alas


entre la franja que había en el centro


y las tres y otras tres, mas sin tocarlas.


Subían tanto que no se veían;


de oro tenía todo lo de pájaro,


y blanco lo demás con manchas rojas.


No sólo Roma en carro tan hermoso


no honrase al Africano, ni aun a Augusto,


mas el del sol mezquino le sería;


aquel del sol que ardiera, extraviado,


por petición de la tierra devota,


cuando fue Jove arcanarnente justo.


Tres mujeres en círculo danzaban


en el lado derecho; una de rojo,


que en el fuego sería confundida;


otra cual si los huesos y la carne


hubieran sido de esmeraldas hechos;


cual purísima nieve la tercera;


y tan pronto guiaba la de blanco,


tan pronto la de rojo; y a su acento


caminaban las otras, raudas, lentas.


Otras cuatro a la izquierda solazaban,


de púrpura vestidas, con el ritmo


de una de ellas que tenía tres ojos.


Detrás de todo el nudo que he descrito


vi dos viejos de trajes desiguales,


mas igual su ademán grave y honesto.


Uno se parecía a los discípulos


de Hipócrates, a quien natura hiciera


para sus animales más queridos;


contrario afán el otro demostraba


con una espada aguda y reluciente,


tal que me amedrentó desde mi orilla.


Luego vi cuatro de apariencia humilde;


y de todos detrás un viejo solo,


que venía durmiendo, iluminado.


Y estaban estos siete como el grupo


primero ataviados, mas con lirios


no adornaban en torno sus cabezas,


sino con rosas y bermejas flores;


se juraría, aun vistas no muy lejos,


que ardían por encima de los ojos.


Y cuando el carro tuve ya delante,


un trueno se escuchó, y las dignas gentes


parecieron tener su andar vedado,


y se pararon junto a las enseñas.

Castellano, purgatorio, Canto XXVIII

CANTO XXVIII


Deseoso de ver por dentro y fuera


la divina floresta espesa y viva,


que a los ojos templaba el día nuevo,


sin esperar ya más, dejé su margen,


andando, por el campo a paso lento


por el suelo aromado en todas partes.


Un aura dulce que jamás mudanza


tenía en sí, me hería por la frente


con no más golpe que un suave viento;


con el cual tremolando los frondajes


todos se doblegaban hacia el lado


en que el monte la sombra proyectaba;


mas no de su estar firme tan lejanos,


que por sus copas unas avecillas


dejaran todas de ejercer su arte;


mas con toda alegría en la hora prima,


la esperaban cantando entre las hojas,


que bordón a sus rimas ofrecían,


como de rama en rama se acrecienta


en la pineda junto al mar de Classe,


cuando Eolo al Siroco desencierra.


Lentos pasos habíanme llevado


ya tan adentro de la antigua selva,


que no podía ver por dónde entrara;


y vi que un río el avanzar vedaba,


que hacia la izquierda con menudas ondas


doblegaba la hierba a sus orillas.


Toda el agua que fuera aquí más límpida,


arrastrar impurezas pareciera,


a ésta que nada oculta comparada,


por más que ésta discurra oscurecida

bajo perpetuas sombras, que no dejan

nunca paso a la luz del sol ni luna.


Me detuve y crucé con la mirada,


por ver al otro lado del arroyo


aquella variedad de frescos mayos;


y allí me apareció, como aparece


algo súbitamente que nos quita


cualquier otro pensar, maravillados,


una mujer que sola caminaba,


cantando y escogiendo entre las flores


de que pintado estaba su camino.


«Oh, hermosa dama, que amorosos rayos


te encienden, si creer debo al semblante


que dar suele del pecho testimonio,


tengas a bien adelantarte ahora


díjele- lo bastante hacia la orilla,


para que pueda escuchar lo que cantas.


Tú me recuerdas dónde y cómo estaba


Proserpina, perdida por su madre,


cuando perdió la dulce primavera.»


Como se vuelve con las plantas firmes


en tierra y juntas, la mujer que baila,


y un pie pone delante de otro apenas,


volvió sobre las rojas y amarillas


florecillas a mí, no de otro modo


que una virgen su honesto rostro inclina;


y así mis ruegos fueron complacidos,


pues tanto se acercó, que el dulce canto


llegaba a mí, entendiendo sus palabras.


Cuando llegó donde la hierba estaba


bañada de las ondas del riachuelo,


de alzar sus ojos hízome regalo.


Tanta luz yo no creo que esplendiera


Venus bajo sus cejas, traspasada,


fuera de su costumbre, por su hijo.


Ella reía en pie en la orilla opuesta,


más color disponiendo con sus manos,


que esa elevada tierra sin semillas.


Me apartaban tres pasos del arroyo;

y el Helesponto que Jerjes cruzó

aún freno a toda la soberbia humana,


no soportó más odio de Leandro


cuando nadaba entre Sesto y Abido,


que aquel de mí, pues no me daba paso.


«Sois nuevos y tal vez porque sonrío


en el sitio elegido dijo ella


como nido de la natura humana,


asombrados os tiene alguna duda;


mas luz el salmo Delestasti otorga,


que puede disipar vuestro intelecto.


Y tú que estás delante y me rogaste,


dime si quieres más oír; pues presta


a resolver tus dudas he venido.


«El son de la floresta dije , el agua,


me hacen pensar en una cosa nueva,


de otra cosa distinta que he escuchado.»


Y ella: «Te explicaré cómo deriva


de su causa este hecho que te asombra,


despejando la niebla que te ofende.


El sumo bien que sólo en Él se goza,


hizo bueno y al bien al hombre en este


lugar que le otorgó de paz eterna.


Pero aquí poco estuvo por su falta;


por su falta en gemidos y en afanes


cambió la honesta risa, el dulce juego.


Y para que el turbar que abajo forman


los vapores del agua y de la tierra,


que cuanto pueden van tras del calor,


al hombre no le hiciese guerra alguna,


subió tanto hacia el cielo esta montaña,


y libre está de él, donde se cierra.


Mas como dando vueltas por entero


con la primera esfera el aire gira,


si el círculo no es roto en algún punto,


en esta altura libre, el aire vivo


tal movimiento repercute y hace,


que resuene la selva en su espesura;


tanto puede la planta golpeada,

que su virtud impregna el aura toda,

y ella luego la esparce dando vueltas;


y según la otra tierra sea digna,


por su cielo y por sí, concibe y cría


de diversa virtud diversas plantas.


Luego no te parezca maravilla,


oído esto, cuando alguna planta


crezca allí sin semilla manifiesta.


Y sabrás que este campo en que te hallas,


repleto está de todas las simientes,


y tiene frutos que allí no se encuentran.


El agua que aquí ves no es de venero


que restaure el vapor que el hielo funde,


como un río que adquiere o pierde cauce;


mas surge de fontana estable y cierta,


que tanto del querer de Dios recibe,


cuando vierte en dos partes separada.


Por este lado con el don desciende


de quitar la memoria del pecado;


por el otro de todo el bien la otorga;


Aquí Leteo; igual del otro lado


Eünoé se llama, y no hace efecto


si en un sitio y en otro no es bebida:


este supera a todos los sabores.


Y aunque bastante pueda estar saciada


tu sed para que más no te descubra,


un corolario te daré por gracia;


no creo que te sea menos caro


mi decir, si te da más que prometo.


Tal vez los que de antiguo poetizaron


sobre la Edad de oro y sus delicias,


en el Parnaso este lugar soñaban.


Fue aquí inocente la humana raíz;


aquí la primavera y fruto eterno;


este es el néctar del que todos hablan.»


Me dirigí yo entonces hacia atrás


y a mis poetas vi que sonrientes


escucharon las últimas razones;


luego a la bella dama torné el rostro.

Castellano, purgatorio, Canto XXVII

CANTO XXVII

Igual que vibran los primeros rayos

donde esparció la sangre su Creador,

cayendo el Ebro bajo la alta Libra,


y a nona se caldea el agua al Ganges,


el sol estaba; y se marchaba el día,


cuando el ángel de Dios alegre vino.


Fuera del fuego sobre el borde estaba


y cantaba: «¡Beati mundi cordi!»


con voz mucho más viva que la nuestra.


Luego: «Más no se avanza, si no muerde


almas santas, el fuego: entrad en él


y escuchad bien el canto de ese lado.»


Nos dijo así cuanto estuvimos cerca;


por lo que yo me puse, al escucharle,


igual que aquel que meten en la fosa.


Por protegerme alcé las manos juntas


en vivo imaginando, al ver el fuego,


humanos cuerpos que quemar he visto.


Hacia mí se volvió mi buena escolta;

y Virgilio me dijo entonces: «Hijo,


puede aquí haber tormento, mas no muerte.


¡Acuérdate, acuérdate! Y si yo


sobre Gerión a salvo te conduje,


¿ahora qué haría ya de Dios más cerca?


Cree ciertamente que si en lo profundo


de esta llama aun mil años estuvieras,


no te podría ni quitar un pelo.


Y si tal vez creyeras que te engaño


vete hacia ella, vete a hacer la prueba,


con tus manos al borde del vestido.


Dejón, depón ahora cualquier miedo;


vuélvete y ven aquí. seguro entra.»


Y en contra yo de mi conciencia, inmóvil.


Al ver que estaba inmóvil y reacio,


dijo un poco turbado: «Mira, hijo:


entre Beatriz y tú se alza este muro.»


Corno al nombre de Tisbe abrió los ojos


Píramo, y antes de morir la vio,


cuando el moral se convirtió en bermejo;


así, mi obstinación más ablandada,


me volví al sabio guía oyendo el nombre


que en nú memoria siempre se renueva.


Y él movió la cabeza, y dijo: «¡Cómo!


¿quieres quedarte aquí?»; y me sonreía,

como a un niño a quien vence una manzana. 


Luego delante de mí entró en el fuego,


pidiendo a Estacio que tras mi viniese,


que en el largo camino estuvo en medio.


En el vidrio fundido, al estar dentro,


me hubiera echado para refrescarme,


pues tanto era el ardor desmesurado.


Y por reconfortarme el dulce padre,


me hablaba de Beatriz mientras andaba:


«Ya me parece que sus ojos veo.»


Nos guiaba una voz que al otro lado


cantaba y, atendiendo sólo a ella,


llegamos fuera, adonde se subía.


'¡ Venite, benedictis patris mei!'


se escuchó dentro de una luz que había,


que me venció y que no pude mirarla.


«El sol se va siguió y la tarde viene;


no os detengáis, acelerad el paso,


mientras que el occidente no se adumbre.»


Iba recto el camino entre la roca


hacia donde los rayos yo cortaba


delante, pues el Sol ya estaba bajo.


Y poco trecho habíamos subido


cuando ponerse el sol, al extinguirse


mi sombra, por detrás los tres sentimos.


Y antes que en todas sus inmensas partes


tomara el horizonte un mismo aspecto,


y adquiriese la noche su dominio,


de un escalón cada uno hizo su lecho;


que la natura del monte impedía


el poder subir más y nuestro anhelo.


Como quedan rumiando mansamente


esas cabras, indómitas y hambrientas


antes de haber pastado, en sus picachos,


tácitas en la sombra, el sol hirviendo,


guardadas del pastor que en el cayado


se apoya y es de aquellas el vigía;


y como el rabadán se alberga al raso,


y pemocta junto al rebaño quieto,


guardando que las fieras no lo ataquen;


así los tres estábamos entonces,


yo como cabra y ellos cual pastores,


aquí y allí guardados de alta gruta.


Poco podía ver de lo de afuera;


mas, de lo poco, las estrellas vi


mayores y más claras que acostumbran.


De este modo rumiando y contemplándolas,


me tomó el sueño; el sueño que a menudo,


antes que el hecho, sabe su noticia.


A la hora, creo, que desde el oriente


irradiaba en el monte Citerea,


en el fuego de amor siempre encendida,


joven y hermosa aparecióme en sueños


una mujer que andaba por el campo


que recogía flores; y cantaba:


«Sepan los que preguntan por mi nombre


que soy Lía, y que voy moviendo en torno


las manos para hacerme una guirnalda.


Por gustarme al espejo me engalano;


Mas mi hermana Raquel nunca se aleja


del suyo, y todo el día está sentada.


Ella de ver sus bellos ojos goza


como yo de adornarme con las manos;


a ella el mirar, a mí el hacer complace.»


Y ya en el esplendor de la alborada,


que es tanto más preciado al peregrino,


cuando al regreso duerme menos lejos,


huían las tinieblas, y con ellas


mi sueño; por lo cual me levanté,


viendo ya a los maestros levantados.


«El dulce fruto que por tantas ramas


buscando va el afán de los mortales,


hoy logrará saciar toda tu hambre.»


Volviéndose hacia mí Virgilio, estas


palabras dijo; y nunca hubo regalo


que me diera un placer igual a éste.


Tantas ansias vinieron sobre el ansia


de estar arriba ya, que a cada paso


plumas para volar crecer sentía.


Cuando debajo toda la escalera


quedó, y llegarnos al peldaño sumo,


en mi clavó Virgilio su mirada,


«El fuego temporal, el fuego eterno


has visto hijo; y has llegado a un sitio


en que yo, por mí mismo, ya no entiendo.


Te he conducido con arte y destreza;


tu voluntad ahora es ya tu guía:


fuera estás de camino estrecho o pino.


Mira el sol que en tu frente resplandece;


las hierbas, los arbustos y las flores


que la tierra produce por sí sola.


Hasta que alegres lleguen esos ojos

que llorando me hicieron ir a ti,


puedes sentarte, o puedes ir tras ellas.


No esperes mis palabras, ni consejos


ya; libre, sano y recto es tu albedrío,


y fuera error no obrar lo que él te diga:


y por esto te mitro y te corono.»

Portfolio

       Ramón Guimerá Lorente Beceite blog, Beseit Beseit en chapurriau yo parlo lo chapurriau  y lo escric Chapurriau al Wordpress Lo Decame...