miércoles, 2 de septiembre de 2020

Castellano, purgatorio, canto XIV

CANTO XIV


«¿Quién es éste que sube nuestro monte

antes de que la muerte alas le diera,

y abre los ojos y los cierra a gusto?»


«No sé quién es, mas sé que no está sólo;


interrógale tú que estás más cerca,


y recíbelo bien, para que hable.»


Así dos, apoyado uno en el otro,


conversaban de mí a mano derecha;


luego los rostros, para hablar alzaron.


Y dijo uno: «Oh alma que ligada


al cuerpo todavía, al cielo marchas,


por caridad consuélanos y dinos


quién eres y de dónde, pues nos causas


con tu gracia tan grande maravilla,


cuanto pide una cosa inusitada.»


Y yo: «Se extiende en medio de Toscana


un riachuelo que nace en Falterona,


y no le sacian cien millas de curso.


junto a él este cuerpo me fue dado;


decir quién soy sería hablar en balde,


pues mi nombre es aún poco conocido.»


«Si he penetrado bien lo que me has dicho


con mi intelecto me repuso entonces


el que dijo primero hablas del Arno.»


Y el otro le repuso: «¿Por qué esconde


éste cuál es el nombre de aquel río,


cual hace el hombre con cosas horribles?»


y la sombra de aquello preguntada


así le replicó: «No sé, mas justo


es que perezca de tal valle el nombre;


porque desde su cuna, en que el macizo


del que es trunco el Peloro, tan preñado


está, que en pocos sitios le superan,


hasta el lugar aquel donde devuelve

lo que el sol ha secado en la marina,


de donde toman su caudal los ríos,


es la virtud enemiga de todos


y la huyen cual la bicha, o por desgracia


del sitio, o por mal uso que los mueve:


tanto han cambiado su naturaleza


los habitantes del mísero valle,


cual si hechizados por Circe estuvieran.


Entre cerdos, más dignos de bellotas


que de ningún otro alimento humano,


su pobre curso primero endereza.


Chuchos encuentra luego, en la bajada,


pero tienen más rabia que fiereza,


y desdeñosa de ellos tuerce el morro.


Va descendiendo; y cuanto más se acrece,


halla que lobos se hicieron los perros,


esa maldita y desgraciada fosa.


Bajando luego en más profundos cauces,


halla vulpejas llenas de artimañas,


que no temen las trampas que las cacen.


No callaré por más que éste me oiga;


y será al otro útil, si recuerda


lo que un veraz espíritu me ha dicho.


Yo veo a tu sobrino que se vuelve


cazador de los lobos en la orilla


del fiero río, y los espanta a todos.


Vende su carne todavía viva;


luego los mata como antigua fiera;


la vida a muchos, y él la honra se quita.


Sangriento sale de la triste selva;


y en tal modo la deja, que en mil años


no tomará a su estado floreciente.»


Como al anuncio de penosos males


se turba el rostro del que está escuchando


de cualquier parte que venga el peligro,


así yo vi turbar y entristecerse


a la otra alma, que vuelta estaba oyendo,


cuando hubo comprendido las palabras.


A una al oírla y a la otra al mirarla,

me dieron ganas de saber sus nombres,


e híceles suplicante mi pregunta;


por lo que el alma que me habló primero


volvió a decir: «Que condescienda quieres


y haga por ti lo que por mí tú no haces.


Mas porque quiere Dios que en ti se muestre


tanto su gracia, no seré tacaño;


y así sabrás que fui Guido del Duca.


Tan quemada de envidia fue mi sangre.


que si dichoso hubiese visto a alguno,


cubierto de livor me hubieras visto.


De mi simiente recojo tal grano;


¡Oh humano corazón, ¿por qué te vuelcas


en bienes que no admiten compañía?


Este es Rinieri, prez y mayor honra


de la casa de Cálboli, y ninguno


de sus virtudes es el heredero.


Y no sólo su sangre se ha privado,


entre el monte y el Po y el mar y el Reno,


del bien pedido a la verdad y al gozo;


pues están estos límites tan llenos


de plantas venenosas, que muy tarde,


aun labrando, serían arrancadas.


¿Dónde están Lizio, y Arrigo Mainardi,


Pier Traversaro y Guido de Carpigna?


¡Bastardos os hicisteis, romañoles!


¿Cuando renacerá un Fabbro en Bolonia?


¿cuando en Faenza un Bernardín de Fosco,


rama gentil aun de simiente humilde?


No te asombres, toscano, si es que lloro


cuando recuerdo, con Guido da Prata,


a Ugolin d’Azzo que vivió en Romagna,


Federico Tignoso y sus amigos,


a los de Traversara y Anartagi


(sin descendientes unos y los otros),


a damas y a galanes, las hazañas,


los afanes de amor y cortesía,


donde ya tan malvadas son las gentes.


¿Por qué no te esfumaste, oh Brettinoro,


cuando se hubo marchado tu familia,


y mucha gente por no ser perversa?


Bien hizo Bagnacaval, ya sin hijos;


e hizo mal Castrocaro, y peor Conio,


que tales condes en prohijar se empeña.


Bien harán los Pagan, cuando al fin pierdan


su demonio; si bien ya nunca puro


ha de quedar de aquellos el recuerdo.


Oh Ugolino dei Fantolín, seguro


está tu nombre y no se espera a nadie


que, corrompido, oscurecerlo pueda.


Y ahora vete, toscano, que deseo


más que hablarte, llorar; así la mente


nuestra conversación me ha obnubilado.»


Sabíamos que aquellas caras almas


nos oían andar, y así, callando,


hacían confiarnos del camino.


Nada más avanzar, ya los dos solos,


igual que un rayo que en el aire hiende,


se oyó una voz venir en contra nuestra:


«Que me mate el primero que me encuentre»;


y huyó como hace un trueno que se escapa,


si la nube de súbito se parte.


Apenas tregua tuvo nuestro oído,


y otra escuchamos con tan grande estrépito,


que pareció un tronar que al rayo sigue.


«Yo soy Aglauro, que tornóse en piedra»,


y por juntarme entonces al poeta,


un paso di hacia atrás, y no adelante.


Quieto ya el aire estaba en todas partes;


y me dijo: «Aquel debe ser el freno


que contenga en sus límites al hombre.


Pero mordéis el cebo, y el anzuelo


del antiguo adversario, y os atrapa;


y poco vale el freno y el reclamo.


El cielo os llama y gira en torno vuestro,


mostrando sus bellezas inmortales,


y poneis en la tierra la mirada;


y así os castiga quien todo conoce.»

Castellano, purgatorio, canto XIII

CANTO XIII


Llegamos al final de la escalera,

donde por vez segunda se recoge

el monte, que subiendo purifica.


Allí del mismo modo una cornisa,


igual que la primera, lo rodea;


sólo que el giro se completa antes.


No había sombras ni señales de ellas:


liso el camino y lisa la muralla,


del lívido color de los roquedos.


«Si, para preguntar, gente esperarnos


me decía el poeta mucho temo


que se retrase nuestra decisión.»


Luego en el sol clavó los ojos fijos;


de su diestra hizo centro al movimiento,


y se volvió después hacia la izquierda.


«Oh dulce luz en quien confiado entro


por el nuevo camino, llévanos


decía cual requiere este paraje.


Tú calientas el mundo, y sobre él luces:


si otra razón lo contrario no manda,


serán siempre tus rayos nuestro guía.»


Cuanto por una milla aquí se cuenta,


tanto en aquella parte caminamos


al poco, pues las ganas acuciaban;


y sentimos volar hacia nosotros


espíritus sin verlos, que invitaban


cortésmente a la mesa del amor.


La voz primera que pasó volando


“Vinum non habent” dijo claramente,


y tras nosotros lo iba repitiendo.


Y aún antes de perderse por completo


al alejarse, otra: «Soy Orestes»


pasó gritando igual sin detenerse.


Yo dije: «Oh padre ¿qué voces son éstas?»


Y escuché al preguntarlo una tercera


diciendo: «Amad a quien el mal os hizo.»


Y el buen maestro «Azota esta cornisa


la culpa de la envidia, mas dirige


la caridad las cuerdas del flagelo.


Su freno quiere ser la voz contraria:


y podrás escucharla, según creo,


antes que el paso del perdón alcances.


Mas con fijeza mira, y verás gente


que está sentada enfrente de nosotros,


apoyada a lo largo de la roca.»


Abrí entonces los ojos más que antes;


miré delante y sombras vi con mantos


del color de la piedra no distintos.


Y al haber avanzado un poco más,

oí gritar: «María, por nosotros

ruega» y «Miguel» y «Pedro» y «Santos todos». 


No creo que ahora existe por la tierra

hombre tan duro, a quien no le moviese

a compasión lo que después yo vi;


pues cuando estuve tan cercano de ellos


que sus gestos veía claramente,


grave dolor me vino por los ojos.


De cilicio cubiertos parecían


y uno aguantaba con la espalda al otro,


y el muro a todas ellas aguantaba.


Así los ciegos faltos de sustento,


piden limosna en días de indulgencia,


y la cabeza inclina uno sobre otro,


por despertar piedad más prontamente,


no sólo por el son de las palabras,


mas por la vista que no menos pide.


Y como el sol no llega hasta los ciegos,


lo mismo aquí a las sombras de las que hablo


no quería llegar la luz del cielo;


pues un alambre a todos les cosía


y horadaba los párpados, del modo


que al gavilán que nunca se está quieto.


Al andar, parecía que ultrajaba


a aquellos que sin venne yo veía;


por lo cual me volví al sabio maestro.


Él sabía que, aun mudo, deseaba


hablarle; y no esperando mi pregunta,


él me dijo: «Habla breve y claramente.»


Virgilio caminaba por la parte


de la cornisa en que caer se puede,


pues ninguna baranda la rodea;


por la otra parte estaban las devotas


sombras, que por su horrible cosedura


lloraban y mojaban sus mejillas.


Me volví a ellas y: «Oh, gentes confiadas


yo comencé de ver la luz suprema


que vuestro desear sólo procura,


así pronto la gracia os vuelva limpia


vuestra conciencia, tal que claramente


por ella baje de la mente el río,


decidme, pues será grato y amable,

si hay un alma latina entre vosotros,

que acaso útil le sea el conocerla.»


«Oh hermano todos somos ciudadanos


de una Ciudad auténtica; tú dices


que viviese en Italia peregrina.»


Esto creí escuchar como respuesta


un poco más allá de donde estaba,


por lo que procuré seguir oyendo.


Entre otras vi a una sombra que en su aspecto

esperaba; y si alguno dice “¿Cómo?”,


alzaba la barbilla como un ciego.


«Alma que por subir te estás domando,


si eres le dije ~ me respondiste,


haz que conozca tu nombre o tu patria.»


«Yo fui Sienesa repuso y con estos


otros enmiendo aquí la mala vida,


pidiendo a Aquél que nos conceda el verle.


No fui sabia, aunque Sapia me llamaron,


y fui con las desgracias de los otros


aún más feliz que con las dichas mías.


Y para que no creas que te miento,


oye si fui, como te digo, loca,


ya descendiendo el arco de mis años.


Mis paisanos estaban junto a Colle


cerca del campo de sus enemigos,


y yo pedía a Dios lo que El quería.


Vencidos y obligados a los pasos


amargos de la fuga, al yo saberlo,


gocé de una alegría incomparable,


tanto que arriba alcé atrevido el rostro


gritando a Dios: «De ahora no te temo»


como hace el mirlo con poca bonanza.


La paz quise con Dios ya en el extremo


de mi vivir; y por la penitencia


no estaría cumplida ya mi deuda,


si no me hubiese Piero Pettinaio


recordado en sus santas oraciones,


quien se apiadó de mí caritativo.


¿Tú quién eres, que nuestra condición

vas preguntando, con los ojos libres,

como yo creo, y respirando hablas?»


«Los ojos  dije acaso aquí me cierren,


mas poco tiempo, pues escasamente


he pecado de haber tenido envidia.


Mucho es mayor el miedo que suspende


mi alma del tormento de allí abajo,


que ya parece pesarme esa carga.»


Y ella me dijo: «¿Quién te ha conducido


entre nosotros, que volver esperas?»


Y yo: «Este que está aquí sin decir nada.


Vivo estoy; por lo cual puedes pedirme,


espíritu elegido, si es preciso


que allí mueva por ti mis pies mortales.»


«Tan rara cosa de escuchar es ésta,


que es signo dije, de que Dios te ama;


con tus plegarias puedes ayudarme.


Y te suplico, por lo que más quieras,


que si pisas la tierra de Toscana,


que a mis parientes mi fama devuelvas.


Están entre los necios que ahora esperan


en Talamón, y allí más esperanzas


perderán que en la busca de la Diana.


Pero más perderán los almirantes.

Castellano, purgatorio, canto XII

CANTO XII


A la par, como bueyes en la yunta,


con el alma cargada caminaba,


mientras lo consintió mi pedagogo.


Mas cuando dijo: «Déjale y avanza;


que es menester que con alas y remos


empuje su navío cada uno»,


enderecé, cual para andar conviene


el cuerpo todo, mas los pensamientos


se me quedaron sencillos y humildes.


Me puse a andar, y seguía con gusto


los pasos del maestro, y ambos dos


de ligereza hacíamos alarde;


y él dijo: «vuelve al suelo la mirada,


pues para caminar seguro es bueno


ver el lugar donde las plantas pones».


Como, para dejar memoria de ellos,

sobre las tumbas en tierra excavadas


está escrito quién era cuando vivo,


y de nuevo se llora muchas veces


por el aguijoneo del recuerdo,


que tan sólo espolea a los piadosos;


con mayor semejanza, pues tal era


el artificio, lleno de figuras


vi aquel camino que en el monte avanza.


Veía a aquél que noble fue creado


más que criatura alguna, de los cielos


como un rayo caer, por una parte.


Veía a Briareo, que yacía


en otra, de celeste flecha herido,


por su hielo mortal grave a la tierra.


Veía a Marte, a Palas y a Timbreo,


aún armados en tomo de su padre,


mirando a los Gigantes desmembrados.


Veía al pie, a Nemrot, de la gran obra


ya casi enloquecido, contemplando


los que en Senar con él fueron soberbios.


¡Oh Niobe, con qué dolientes ojos


te veía grabada en el sendero,


entre tus muertos siete y siete hijos!


¡Oh Saúl, cómo con la propia espada


en Gelboé ya muerto aparecías,


que no sentiste lluvia ni rocío!


Oh loca Aracne, así pude mirarte


ya medio araña, triste entre los restos


de la obra que por tu mal hiciste.


Oh Roboán, no parece que asuste


aquí tu efigie; mas lleno de espanto


le lleva un carro, sin que le eche nadie.


Mostraba aún el duro pavimento


como Alcmeón a su madre hizo caro


aquel adorno tan desventurado.


Mostraba cómo se lanzaron sobre


Senaquerib sus hijos en el templo,


y cómo, muerto, allí lo abandonaron.


Mostraba el crudo ejemplo y la ruina


que hizo Tamiris cuando dijo a Ciro:


«tuviste sed de sangre y te doy sangre».


Mostraba cómo huyeron derrotados,


tras morir Holofernes, los asirios,


y también de su muerte los despojos.


Veía a Troya en ruinas y en cenizas;


¡oh Ilión, cuán abatida y despreciable


mostrábate el relieve que veíal


¿Qué pincel o buril allí trazara


las sombras y los rasgos, que admirarse


harían a cualquier sutil ingenio?


Muertos tal muertos, vivos como vivos:


no vio mejor que yo quien vio de veras,


cuanto pisaba, al ir mirando el suelo.


¡Ah, caminad soberbios y altaneros,


hijos de Eva, y no inclinéis el rostro


para poder mirar el mal camino!


Mas al monte la vuelta habíamos dado,

y su camino el sol más recorrido

de lo que mi alma absorta calculaba,


cuando el que atento siempre caminaba


delante, dijo: «Alza la cabeza,


ya no hay más tiempo para ir tan absorto.


Mira un ángel allí que se apresura


por venir a nosotros; ve que vuelve


la esclava sexta del diario oficio.


De reverencia adorna rostro y porte,


para que guste arriba conducirnos;


piensa que ya este día nunca vuelve.»


Acostumbrado estaba a sus mandatos


de no perder el tiempo, así que en esa


materia no me hablaba oscuramente.


El bello ser, de blanco, se acercaba,


con el rostro cual suele aparecer


tremolando la estrella matutina.


Abrió los brazos, y después las alas;


dijo: «Venid, cercanos los peldaños


están y ya se sube fácilmente.


Muy pocos a esta invitación alcanzan:


oh humanos que nacisteis a altos vuelos,


¿cómo un poco de viento os echa a tierra?»


A la roca cortada nos condujo;


allí batió las alas por mi frente,


y prometió ya la marcha segura.


Como al subir al monte, a la derecha,


en donde está la iglesia que domina


la bien guiada sobre el Rubaconte,


del subir se interrumpe la fatiga


por escalones que se construyeron


cuando sumario y pesas eran ciertos;


tal se suaviza aquella ladera


que cae a plomo del otro repecho;


mas rozando la piedra a un lado y otro.


Al dirigirnos por ese camino


Beati pauperes spiritu, de un modo


inefable cantaban unas voces.


Ah qué distintos eran estos pasos


de aquellos del infierno: aquí con cantos

se entra y allí con feroces lamentos.


Por los santos peldaños ya subíamos


y bastante más leve me encontraba,


de lo que en la llanura parecía.


Por lo que yo: «Maestro ¿qué pesada


carga me han levantado, que ninguna


fatiga casi tengo caminando?»


Él respondió: «Cuando las P que quedan


aún en tu rostro a punto de borrarse,


estén, como una de ellas, apagadas,


tan vencidos los pies de tus deseos


estarán, que no sólo sin fatiga,


sino con gozo arriba han de llevarte.»


Entonces hice como los que llevan


en la cabeza un algo que no saben,


y sospechan por gestos de los otros;


y por lo cual se ayudan con la mano,


que busca y halla y cumple así el oficio


que no pudiera hacerlo con la vista;


extendiendo los dedos de la diestra,


sólo encontré seis letras, que en mi frente


el de la llave habíame grabado:


y viendo esto sonrió mi guía.

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       Ramón Guimerá Lorente Beceite blog, Beseit Beseit en chapurriau yo parlo lo chapurriau  y lo escric Chapurriau al Wordpress Lo Decame...