miércoles, 2 de septiembre de 2020

Castellano, purgatorio, canto IX

CANTO IX


Del anciano Titón la concubina


emblanquecía en el balcón de oriente,


fuera ya de los brazos de su amigo;


en su frente las gemas relucían


puestas en forma del frío animal


que con la cola a la gente golpea;


la noche, de los pasos con que asciende,


dos llevaba en el sitio en donde estábamos,


y el tercero inclinaba ya las alas;


cuando yo, que de Adán algo conservo,


adormecido me tumbé en la hierba


donde los cinco estábamos sentados.


Cuando a sus tristes layes da comienzo


la golondrina al tiempo de alborada,


acaso recordando el primer llanto,


y nuestra mente, menos del pensar


presa, y más de la carne separada,


casi divina se hace a sus visiones,


creí ver, en un sueño, suspendida


un águila en el cielo, de áureas plumas,


con las alas abiertas y dispuesta


a descender, allí donde a los suyos


dejara abandonados Ganimedes,


arrebatado al sumo consistorio.


¡Acaso caza ésta por costumbre


aquí –pensé-, y acaso de otro sitio


desdeña arrebatar ninguna presa!


Luego me pareció que, tras dar vueltas,


terrible como el rayo descendía,


y que arriba hasta el fuego me llevaba.


Allí me pareció que ambos ardíamos;


y el incendio soñado me quemaba


tanto, que el sueño tuvo que romperse.


No de otro modo se inquietara Aquiles,


volviendo en torno los despiertos ojos


y no sabiendo dónde se encontraba,


cuando su madre de Quirón a Squira

en sus brazos dormido le condujo,

donde después los griegos lo sacaron;


cual yo me sorprendí, cuando del rostro


el sueño se me fue, y me puse pálido,


como hace el hombre al que el espanto hiela. 


Sólo estaba a mi lado mi consuelo,


y el sol estaba ya dos horas alto,


y yo la cara al mar tenía vuelta.


«No tengas miedo mi señor me dijo ;


cálmate, que a buen puerto hemos llegado;


no mengües, mas alarga tu entereza.


Acabas de llegar al Purgatorio:


ve la pendiente que en redor le cierra;


y ve la entrada en donde se interrumpe.


Antes, al alba que precede al día,


cuando tu alma durmiendo se encontraba,


sobre las flores que aquel sitio adornan,


vino una dama, y dijo: «Soy Lucía;


deja que tome a éste que ahora duerme;


así le haré más fácil el camino.»


Sordello se quedó, y las otras formas;


Te cogió y cuando el día clareaba,


vino hacia arriba y yo tras de tus pasos.


Te dejó aquí, mas me mostraron antes


sus bellos ojos esa entrada; y luego


ella y tu sueño a una se marcharon.»


Como un hombre que sale de sus dudas


y que cambia en sosiego sus temores,


después que la verdad ha descubierto,


cambié yo; y como sin preocupaciones


me vio mi guía, por la escarpadura


anduvo, y yo tras él hacia lo alto.


Lector, observarás cómo realzo


mis argumentos, y aún con más arte


si los refuerzo, no te maravilles.


Nos acercamos hasta el mismo sitio


que antes me había parecido roto,


como una brecha que un muro partiera,


vi una puerta, y tres gradas por debajo

para alcanzarla, de colores varios,

y un portero que aún nada había dicho.


Y como yo aún los ojos más abriera,


le vi sentado en la grada más alta,


con tal rostro que no pude mirarlo;


y una espada tenía entre las manos,


que los rayos así nos reflejaba,


que en vano a ella dirigí mi vista.


«Decidme desde allí: ¿Qué deseáis


él comenzó a decir ¿y vuestra escolta?


No os vaya a ser dañosa la venida.»


«Una mujer del cielo, que esto sabe,


le respondió el maestro nos ha dicho


antes, id por allí, que está la puerta.»


«Y ella bien ha guiado vuestros pasos


cortésmente el portero nos repuso :


venid pues y subid los escalones.


Allí subimos; y el primer peldaño


era de mármol blanco y tan pulido,


que en él me espejeé tal como era.


Era el segundo oscuro más que el perso


hecho de piedra áspera y reseca,


agrietado a lo largo y a lo ancho.


El tercero que encima descansaba,


me pareció tan llameante pórfido,


cual la sangre que escapa de las venas.


Encima de éste colocaba el ángel


de Dios, sus plantas, al umbral sentado,


que piedra de diamante parecía.


Por los tres escalones, de buen grado,


el guía me llevó, diciendo: «Pide


humildemente que abran el cerrojo.»


A los pies santos me arrojé devoto;


y pedí que me abrieran compasivos,


mas antes di tres golpes en mi pecho.


Siete P, con la punta de la espada,


en mi frente escribió: «Lavar procura


estas manchas me dijo cuando entres.»


La ceniza o la tierra seca eran


del color mismo de sus vestiduras;


y de debajo se sacó dos llaves.


Era de plata una y la otra de oro;


con la blanca y después con la amarilla


algo que me alegró le hizo a la puerta.


«Cuando cualquiera de estas llaves falla,


y no da vueltas en la cerradura


dijo él esta entrada no se abre.


Más rica es una; pero la otra, antes


de abrir, requiera más ingenio y arte,


porque es aquella que el nudo desata.


Me las dio Pedro; y díjome que errase


antes en el abrirla que en cerrarla,


mientras la gente en tierra se prosterne.»


Después empujó la puerta sagrada,


diciéndonos: «Entrad, pero os advierto


que vuelve afuera aquel que atrás mirase.»


Y al girar en sus goznes las esquinas


de aquellas sacras puertas, que de fuertes


y sonoros metales están hechas,

no rechinó ni se mostró tan dura


Tarpeya, cuando al bueno de Metelo


la arrebataron, y quedó arruinada.


Yo me volví con el sonar primero,


y Te Deum Laudamus parecía


escucharse en la voz y en dulces sones.


Tal imagen al punto me venía

de lo que oía, como la que suele

cuando cantar con órgano se escucha;

que ahora no, que ahora sí, se entiende el texto.

Castellano, purgatorio, canto VIII

CANTO VIII


Era la hora en que quiere el deseo


enternecer el pecho al navegante,


cuando de sus amigos se despide;


y que de amor el nuevo peregrino

sufre, si escucha lejos una esquila,


que parece llorar el día muerto;


cuando yo comencé a dejar de oír,


y a mirar hacia un alma que se alzaba


pidiendo con la mano que la oyeran.


Juntó y alzó las palmas, dirigiendo


los ojos hacia oriente, de igual modo


que si dijese a Dios: «Sólo en ti pienso.»


Con tanta devoción Te lucis ante


le salió de la boca en dulces notas,


que le hizo a mi mente enajenarse;


y las otras después dulces y pías


seguir tras ella, completando el himno,


puestos los ojos en la extrema esfera.


A la verdad aguza bien los ojos,


lector, que el velo ahora es tan sutil,


que es fácil traspasarlo ciertamente.


Yo aquel gentil ejército veía


callado luego contemplar el suelo,


como esperando pálido y humilde;


y vi salir de lo alto y descender


dos ángeles con dos ardientes gladios


truncos y de la punta desprovistos.


Verdes como las hojas más tempranas


sus ropas eran, y las verdes plumas


por detrás las batfan y aventaban.


Uno se puso encima de nosotros,


y bajó el otro por el lado opuesto,


tal que en medio las gentes se quedaron.


Bien distinguía su cabeza rubia;


mas su rostro la vista me turbaba,


cual facultad que a demasiado aspira.


«Vinieron del regazo de María


dijo Sordello a vigilar el valle,


por la serpiente que vendrá muy pronto.»


Y yo, que no sabía por qué sitio,


me volví alrededor y me estreché


a las fieles espaldas, todo helado.

«Ahora bajemos añadió Sordello-

entre las grandes sombras para hablarles;

pues el veros muy grato habrá de serles.»


Sólo tres pasos creo que había dado


y abajo estuve; y vi a uno que miraba


hacia mí, pareciendo conocerme.


Tiempo era ya que el aire oscureciera,


mas no tal que sus ojos y los míos


lo que antes se ocultaba no advirtiesen.


Hacia mí vino, y yo me fui hacia él:


cuánto me complació, gentil juez Nino,


cuando vi que no estabas con los reos.


Ningún bello saludo nos callamos


luego me preguntó: « ¿Cuándo llegaste


al pie del monte por lejanas aguas?»


«Oh dije vine por los tristes reinos


esta mañana, en mi primera vida,


aunque la otra, andando así, pretendo.»


Y cuando fue escuchada mi respuesta,


Sordello y él se echaron hacia atrás


como gente de súbito turbada.


Volvióse uno a Virgilio, el otro a alguien


sentado allí y gritó: «¡Mira, Conrado!


ven a ver lo que Dios por gracia quiere.»


Y vuelto a mí: « Por esa rara gracia


que debes al que de ese modo esconde


sus primeros porqués, que no se entienden,


cuando hayas vuelto a atravesar las ondas


di a mi Giovanna que en mi nombre implore,


en donde se responde a la inocencia.


No creo que su madre ya me ame


luego que se cambió las blancas tocas,


que conviene que, aún, ¡pobre!, las quisiera.


Por ella fácilmente se comprende


cuánto en mujer el fuego de amor dura,


si la vista o el tacto no lo encienden.


Tan bella sepultura no alzaría


la sierpe del emblema de Milán,


como lo haría el gallo de Gallura.»

Así dijo, y mostraba señalado

su aspecto por aquel amor honesto


que en el pecho se enciende con mesura.


Yo alzaba ansioso al cielo la mirada,


adonde son más tardas las estrellas,


como la rueda más cercana al eje.


Y mi guía: « ¿Qué miras, hijo, en lo alto?»


Y yo le dije: «Aquellas tres antorchas


por las que el polo todo hasta aquí arde.»


Y él respondió: « Las cuatro estrellas claras


que esta mañana vimos, han bajado


y éstas en su lugar han ascendido»


Mientras hablaba cogióle Sordello


diciendo: «Ved allá a nuestro adversario»;


y para que mirase alzó su dedo.


De aquella parte donde se abre el valle


había una serpiente, acaso aquella


que le dio a Eva el alimento amargo.


Entre flores y hierba iba el reptil,


volviendo la cabeza, y sus espaldas


lamiendo como bestia que se limpia.


Yo no lo vi, y por eso no lo cuento,


qué hicieron los azores celestiales;


pero bien vi moverse a uno y a otro.


Al escuchar hendir las verdes alas,


escapó la serpiente, y regresaron


a su lugar los ángeles a un tiempo.


La sombra que acercado al juez se había


cuando este la llamó, mientras la lucha


no dejó ni un momento de mirarme.


« Así la luz que a lo alto te conduce


encuentre en tu servicio tanta cera,


cuanta hasta el sumo esmalte necesites,


comenzó si noticia verdadera


de Val de Magra o de parte vecina


conoces, dímela, que allí fui grande.


Me llamaba Corrado Malaspina;


no el antiguo, sino su descendiente;


a mis deudos amé, y he de purgarlo.


«Oh yo le dije por vuestras comarcas


no estuve nunca; pero no hay un sitio


en toda Europa que las desconozca.


La fama con que se honra vuestra casa,


celebra a los señores y a sus tierras,


tal que sin verlas todos las conocen.


Y yo os juro que, así vuelva yo arriba,


vuestra estirpe honorable no desdora


el precio de la bolsa y de la espada.


Uso y natura así la privilegian,


que aunque el malvado jefe tuerza el mundo, 

derecha va y desprecia el mal camino.»

y él: «Marcha pues, que el sol no ha de ocupar

siete veces el lecho que el Carnero

cubre y abarca con sus cuatro patas,

sin que esta opinión tuya tan cortés

claven en tu cabeza con mayores

clavos que las palabras de los otros,

si el transcurrir dispuesto no se para.»

martes, 1 de septiembre de 2020

Castellano, purgatorio, canto VII

CANTO VII


Los saludos corteses y dichosos


por tres y cuatro veces reiterados,


Sordello se apartó y dijo: «¿Quién sois?»


«Antes de que llegaran a este monte

las almas dignas de subir a Dios,


Octavio dio a mis huesos sepultura.


Yo soy Virgilio; y por culpa ninguna,


salvo el no tener fe, perdí los cielos.»


Así repuso entonces mi maestro.


Como queda quien ve súbitamente

algo maravilloso frente a él,

que cree y que no, diciendo «Es..., o no es...», 


Perdí, no por hacer, mas por no hacer,


el ver el alto sol que tú deseas,


pues que fue tarde por mí conocido.


No entristecen martirios aquel sitio


sino tinieblas sólo; y los lamentos


no suenan como ayes, son suspiros.


Allí estoy con los niños inocentes


del diente de la muerte antes mordidos


que de la humana culpa fueran libres.


Con aquellos estoy que las tres santas


virtudes no vistieron, mas sin vicio


supieron y siguieron las restantes.


Mas si sabes y puedes, un indicio


danos, con que poder llegar más pronto


a donde el purgatorio da comienzo.»


Respondió: «Un lugar fijo no me han puesto;


y me es licito andar por todos lados;


te acompaño cual gu(a mientras pueda.


Pero contempla cómo cae el día,

y subir por la noche no se puede;

será bueno pensar en un refugio.


A la derecha hay almas retiradas;


si lo permites, a ellas te conduzco,


y te dará placer el conocerlas.


«¿Cómo es eso? repuso ¿quien quisiese


subir de noche, se lo impediría


alguno, o es que él mismo no pudiera?


Y el buen Sordello en tierra pasó el dedo


diciendo: «¿Ves?, ni siquiera esta raya


pasarías después de que anochezca:


no porque haya otra cosa que te impida


subir, sino las sombras de la noche;


que, de impotencia, quitan los deseos.


Con ellas bien podrías descender


y caminar en torno de la cuesta,


mientras que al día encierra el horizonte.»


Entonces mi señor, casi admirado,


«llévanos dijo donde nos contaste,


pues podrá ser gozosa la demora».


De allí poco alejados estuvimos,


cuando noté que el monte estaba hendido,


del modo como un valle aquí los hiende.


«Allí dijo la sombra , marcharemos


donde la cuesta hace de sí un regazo;


y esperaremos allí el nuevo día.»


Entre llano y pendiente, un tortuoso


camino nos condujo hasta la parte


del valle de laderas menos altas.


Oro, albayalde, grana y plata fina,

indigo, leño lúcido y sereno,

fresca esmeralda al punto en que se quiebra, 


por las hierbas y flores de aquel valle,


sus colores serían derrotados,


como el mayor derrota al más pequeño.


No pintó solamente alll natura,


mas con la suavidad de mil olores,


incógnito, indistinto, uno creaba.


Salve Regina, sobre hierba y flores


sentadas, vi a unas almas que cantaban,


que no vimos por fuera de aquel valle.


«Antes que el poco sol vuelva a su nido


comenzó nuestro guta el Mantuano-


no pretendáis que entre esos os conduzca.


Mejor desde esta loma las acciones


y los rostros veréis de cada uno,


que mezclados con ellos allá abajo.


Quien más alto se sienta y que parece


desatender aquello que debiera,


y no mueve la boca con los otros,


Rodolfo fue, que pudo, con su imperio,


sanar las plagas que han matado a Italia,


y así tarde el remedio de otros llega.


Aquel que le consuela con la vista,


rigió la tierra donde el agua nace


que al Albia el Molda, el Albia al mar se lleva. 


Otocar se llamó, y desde la infancia


fue mejor que el barbudo Wenceslao,


su hijo que lujuria y ocio pace.


Y aquel chatito que charla muy junto


con aquel de un aspecto tan benigno,


murió escapando y desflorando el lirio:


¡Ved allí cómo el pecho se golpea!


Mirad al otro que ha hecho a su mano


de su mejilla, suspirando, lecho.


Del mal de Francia son el padre y suegro:


saben su villa sucia y enviciada;


de esto viene el dolor que les lancea.


Aquel tan corpulento que acompasa


su canto con aquel tan narigudo,


de toda las virtudes ciñó cuerda;


y si rey después de él hubiera sido


el jovencito sentado detrás,


iría la virtud de vaso en vaso.


No es lo mismo los otros herederos;


tienen el trono Jaime y Federico;


mas el lote mejor ninguno tiene.


Raras veces renace por las ramas

la probidad humana; y esto quiere

quien la otorga, para que la pidamos.


También esto concierne al narigudo


y no menos que a Pedro, con quien canta,


de quien Pulla y Provenza se lamentan.


Tan inferior la planta es a su grano,


cuanto, más que Beatriz y Margarita,


Constanza del marido se envanece.


Mirad al rey de la vida sencilla


sentado aparte, Enrique de Inglaterra:


el vástago mejor tiene en sus ramas.


Aquel que está más bajo echado en tierra,


mirando arriba, es Guillermo el marqués,


por quien a Alejandría y sus batallas


lloran el Canavés y Monferrato.

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