miércoles, 2 de septiembre de 2020

Castellano, purgatorio, canto VIII

CANTO VIII


Era la hora en que quiere el deseo


enternecer el pecho al navegante,


cuando de sus amigos se despide;


y que de amor el nuevo peregrino

sufre, si escucha lejos una esquila,


que parece llorar el día muerto;


cuando yo comencé a dejar de oír,


y a mirar hacia un alma que se alzaba


pidiendo con la mano que la oyeran.


Juntó y alzó las palmas, dirigiendo


los ojos hacia oriente, de igual modo


que si dijese a Dios: «Sólo en ti pienso.»


Con tanta devoción Te lucis ante


le salió de la boca en dulces notas,


que le hizo a mi mente enajenarse;


y las otras después dulces y pías


seguir tras ella, completando el himno,


puestos los ojos en la extrema esfera.


A la verdad aguza bien los ojos,


lector, que el velo ahora es tan sutil,


que es fácil traspasarlo ciertamente.


Yo aquel gentil ejército veía


callado luego contemplar el suelo,


como esperando pálido y humilde;


y vi salir de lo alto y descender


dos ángeles con dos ardientes gladios


truncos y de la punta desprovistos.


Verdes como las hojas más tempranas


sus ropas eran, y las verdes plumas


por detrás las batfan y aventaban.


Uno se puso encima de nosotros,


y bajó el otro por el lado opuesto,


tal que en medio las gentes se quedaron.


Bien distinguía su cabeza rubia;


mas su rostro la vista me turbaba,


cual facultad que a demasiado aspira.


«Vinieron del regazo de María


dijo Sordello a vigilar el valle,


por la serpiente que vendrá muy pronto.»


Y yo, que no sabía por qué sitio,


me volví alrededor y me estreché


a las fieles espaldas, todo helado.

«Ahora bajemos añadió Sordello-

entre las grandes sombras para hablarles;

pues el veros muy grato habrá de serles.»


Sólo tres pasos creo que había dado


y abajo estuve; y vi a uno que miraba


hacia mí, pareciendo conocerme.


Tiempo era ya que el aire oscureciera,


mas no tal que sus ojos y los míos


lo que antes se ocultaba no advirtiesen.


Hacia mí vino, y yo me fui hacia él:


cuánto me complació, gentil juez Nino,


cuando vi que no estabas con los reos.


Ningún bello saludo nos callamos


luego me preguntó: « ¿Cuándo llegaste


al pie del monte por lejanas aguas?»


«Oh dije vine por los tristes reinos


esta mañana, en mi primera vida,


aunque la otra, andando así, pretendo.»


Y cuando fue escuchada mi respuesta,


Sordello y él se echaron hacia atrás


como gente de súbito turbada.


Volvióse uno a Virgilio, el otro a alguien


sentado allí y gritó: «¡Mira, Conrado!


ven a ver lo que Dios por gracia quiere.»


Y vuelto a mí: « Por esa rara gracia


que debes al que de ese modo esconde


sus primeros porqués, que no se entienden,


cuando hayas vuelto a atravesar las ondas


di a mi Giovanna que en mi nombre implore,


en donde se responde a la inocencia.


No creo que su madre ya me ame


luego que se cambió las blancas tocas,


que conviene que, aún, ¡pobre!, las quisiera.


Por ella fácilmente se comprende


cuánto en mujer el fuego de amor dura,


si la vista o el tacto no lo encienden.


Tan bella sepultura no alzaría


la sierpe del emblema de Milán,


como lo haría el gallo de Gallura.»

Así dijo, y mostraba señalado

su aspecto por aquel amor honesto


que en el pecho se enciende con mesura.


Yo alzaba ansioso al cielo la mirada,


adonde son más tardas las estrellas,


como la rueda más cercana al eje.


Y mi guía: « ¿Qué miras, hijo, en lo alto?»


Y yo le dije: «Aquellas tres antorchas


por las que el polo todo hasta aquí arde.»


Y él respondió: « Las cuatro estrellas claras


que esta mañana vimos, han bajado


y éstas en su lugar han ascendido»


Mientras hablaba cogióle Sordello


diciendo: «Ved allá a nuestro adversario»;


y para que mirase alzó su dedo.


De aquella parte donde se abre el valle


había una serpiente, acaso aquella


que le dio a Eva el alimento amargo.


Entre flores y hierba iba el reptil,


volviendo la cabeza, y sus espaldas


lamiendo como bestia que se limpia.


Yo no lo vi, y por eso no lo cuento,


qué hicieron los azores celestiales;


pero bien vi moverse a uno y a otro.


Al escuchar hendir las verdes alas,


escapó la serpiente, y regresaron


a su lugar los ángeles a un tiempo.


La sombra que acercado al juez se había


cuando este la llamó, mientras la lucha


no dejó ni un momento de mirarme.


« Así la luz que a lo alto te conduce


encuentre en tu servicio tanta cera,


cuanta hasta el sumo esmalte necesites,


comenzó si noticia verdadera


de Val de Magra o de parte vecina


conoces, dímela, que allí fui grande.


Me llamaba Corrado Malaspina;


no el antiguo, sino su descendiente;


a mis deudos amé, y he de purgarlo.


«Oh yo le dije por vuestras comarcas


no estuve nunca; pero no hay un sitio


en toda Europa que las desconozca.


La fama con que se honra vuestra casa,


celebra a los señores y a sus tierras,


tal que sin verlas todos las conocen.


Y yo os juro que, así vuelva yo arriba,


vuestra estirpe honorable no desdora


el precio de la bolsa y de la espada.


Uso y natura así la privilegian,


que aunque el malvado jefe tuerza el mundo, 

derecha va y desprecia el mal camino.»

y él: «Marcha pues, que el sol no ha de ocupar

siete veces el lecho que el Carnero

cubre y abarca con sus cuatro patas,

sin que esta opinión tuya tan cortés

claven en tu cabeza con mayores

clavos que las palabras de los otros,

si el transcurrir dispuesto no se para.»

martes, 1 de septiembre de 2020

Castellano, purgatorio, canto VII

CANTO VII


Los saludos corteses y dichosos


por tres y cuatro veces reiterados,


Sordello se apartó y dijo: «¿Quién sois?»


«Antes de que llegaran a este monte

las almas dignas de subir a Dios,


Octavio dio a mis huesos sepultura.


Yo soy Virgilio; y por culpa ninguna,


salvo el no tener fe, perdí los cielos.»


Así repuso entonces mi maestro.


Como queda quien ve súbitamente

algo maravilloso frente a él,

que cree y que no, diciendo «Es..., o no es...», 


Perdí, no por hacer, mas por no hacer,


el ver el alto sol que tú deseas,


pues que fue tarde por mí conocido.


No entristecen martirios aquel sitio


sino tinieblas sólo; y los lamentos


no suenan como ayes, son suspiros.


Allí estoy con los niños inocentes


del diente de la muerte antes mordidos


que de la humana culpa fueran libres.


Con aquellos estoy que las tres santas


virtudes no vistieron, mas sin vicio


supieron y siguieron las restantes.


Mas si sabes y puedes, un indicio


danos, con que poder llegar más pronto


a donde el purgatorio da comienzo.»


Respondió: «Un lugar fijo no me han puesto;


y me es licito andar por todos lados;


te acompaño cual gu(a mientras pueda.


Pero contempla cómo cae el día,

y subir por la noche no se puede;

será bueno pensar en un refugio.


A la derecha hay almas retiradas;


si lo permites, a ellas te conduzco,


y te dará placer el conocerlas.


«¿Cómo es eso? repuso ¿quien quisiese


subir de noche, se lo impediría


alguno, o es que él mismo no pudiera?


Y el buen Sordello en tierra pasó el dedo


diciendo: «¿Ves?, ni siquiera esta raya


pasarías después de que anochezca:


no porque haya otra cosa que te impida


subir, sino las sombras de la noche;


que, de impotencia, quitan los deseos.


Con ellas bien podrías descender


y caminar en torno de la cuesta,


mientras que al día encierra el horizonte.»


Entonces mi señor, casi admirado,


«llévanos dijo donde nos contaste,


pues podrá ser gozosa la demora».


De allí poco alejados estuvimos,


cuando noté que el monte estaba hendido,


del modo como un valle aquí los hiende.


«Allí dijo la sombra , marcharemos


donde la cuesta hace de sí un regazo;


y esperaremos allí el nuevo día.»


Entre llano y pendiente, un tortuoso


camino nos condujo hasta la parte


del valle de laderas menos altas.


Oro, albayalde, grana y plata fina,

indigo, leño lúcido y sereno,

fresca esmeralda al punto en que se quiebra, 


por las hierbas y flores de aquel valle,


sus colores serían derrotados,


como el mayor derrota al más pequeño.


No pintó solamente alll natura,


mas con la suavidad de mil olores,


incógnito, indistinto, uno creaba.


Salve Regina, sobre hierba y flores


sentadas, vi a unas almas que cantaban,


que no vimos por fuera de aquel valle.


«Antes que el poco sol vuelva a su nido


comenzó nuestro guta el Mantuano-


no pretendáis que entre esos os conduzca.


Mejor desde esta loma las acciones


y los rostros veréis de cada uno,


que mezclados con ellos allá abajo.


Quien más alto se sienta y que parece


desatender aquello que debiera,


y no mueve la boca con los otros,


Rodolfo fue, que pudo, con su imperio,


sanar las plagas que han matado a Italia,


y así tarde el remedio de otros llega.


Aquel que le consuela con la vista,


rigió la tierra donde el agua nace


que al Albia el Molda, el Albia al mar se lleva. 


Otocar se llamó, y desde la infancia


fue mejor que el barbudo Wenceslao,


su hijo que lujuria y ocio pace.


Y aquel chatito que charla muy junto


con aquel de un aspecto tan benigno,


murió escapando y desflorando el lirio:


¡Ved allí cómo el pecho se golpea!


Mirad al otro que ha hecho a su mano


de su mejilla, suspirando, lecho.


Del mal de Francia son el padre y suegro:


saben su villa sucia y enviciada;


de esto viene el dolor que les lancea.


Aquel tan corpulento que acompasa


su canto con aquel tan narigudo,


de toda las virtudes ciñó cuerda;


y si rey después de él hubiera sido


el jovencito sentado detrás,


iría la virtud de vaso en vaso.


No es lo mismo los otros herederos;


tienen el trono Jaime y Federico;


mas el lote mejor ninguno tiene.


Raras veces renace por las ramas

la probidad humana; y esto quiere

quien la otorga, para que la pidamos.


También esto concierne al narigudo


y no menos que a Pedro, con quien canta,


de quien Pulla y Provenza se lamentan.


Tan inferior la planta es a su grano,


cuanto, más que Beatriz y Margarita,


Constanza del marido se envanece.


Mirad al rey de la vida sencilla


sentado aparte, Enrique de Inglaterra:


el vástago mejor tiene en sus ramas.


Aquel que está más bajo echado en tierra,


mirando arriba, es Guillermo el marqués,


por quien a Alejandría y sus batallas


lloran el Canavés y Monferrato.

Castellano, purgatorio, canto VI

CANTO VI


Cuando se acaba el juego de la zara,

el perdedor se queda algo mohino


y triste aprende, repitiendo lances;


con el otro se va toda la gente;


cuál va delante, cuál detrás le agarra,


cuál a su lado quiere darle coba;


él no se para y los escucha a todos;


a quien tiende la mano, al fin le suelta;


y así de aquel gentío se ve libre.


Tal entre aquella turba me encontraba,


de aquí y de allá volviéndoles el rostro,


y prometiendo me soltaba de ellos.


Estaba el Aretino, quien del brazo


fiero de Ghin de Tacco halló la muerte,


y el otro que se ahogó yendo de caza.


Suplicaba, tendiéndome las manos,


Federico Novello, y el de Pisa


que hiciera parecer fuerte a Marzucco.


Vi al conde Orso y su alma separada


de su cuerpo por odio y por envidia,


como decía, y no por culpa alguna.


Pier de la Broccia digo; y que provea,


mientras que aún está aquí, la de Brabante


si con peor rebaño andar no quiere.


Cuando ya me libré de todas esas


sombras que suplicaban otras súplicas,


porque su salvación les llegue antes,


yo comencé: « Parece que me niegas


expresamente, oh luz, en algún texto


que aplaque la oración leyes del cielo;


y esta gente por ello sólo ruega:


¿es que vanas son pues sus esperanzas,


o es que no he comprendido bien tu texto?»


Y él me dijo: «Es sencilla mi escritura;


y en esperar ninguno se equivoca,


si con la mente clara bien se mira;


pues la cima del juicio no se allana


porque el fuego de amor cumpla en un punto


lo que satisfacer aquí se espera;


y allí donde hice tal afirmación,

no se enmendaba, por rezar, la culpa,


pues la oración de Dios estaba lejos.


No te fijes en dudas tan profundas


sino tan sólo en lo que diga aquella


que entre mente y la verdad alumbre.


No sé si entiendes: de Beatriz te hablo;


arriba la verás, sobre la cima


de este monte, dichosa y sonriendo.»


Y yo: «Señor, vayamos más aprisa,


que ya no estoy cansado como antes,


y ya veo que el monte arroja sombra.»


Caminaremos mientras dure el día

él me repuso el tiempo que podamos;

mas no es la cosa como la imaginas.


Antes de estar arriba, volverás


a ver aquel que oculta la ladera,


de modo que sus rayos ya no rompes.


Pero mira aquel alma que allá inmóvil,


completamente sola, nos contempla:


el camino más corto ha de mostrarnos.


Nos acercamos: ¡oh ánima lombarda


qué altiva y desdeñosa aparecías,


qué noble y lenta en el mover los ojos!


Ella no nos decía una palabra,


mas nos dejaba andar, sólo mirando


a guisa de león cuando reposa.


Mas Virgilio acercóse a él, pidiendo


que nos mostrase la mejor subida;


pero a su ruego nada respondió,


mas de nuestro país y nuestra vida

nos preguntó; y mi guía comenzaba

«Mantua...» y la sombra, toda en ella absorta, 


vino hacia él del sitio en que se hallaba


diciendo: «¡Oh mantuano, soy Sordello,


soy de tu misma tierra!», y se abrazaron.


¡Ah esclava Italia, albergue de dolores,


nave sin timonel en la borrasca,


burdel, no soberana de provincias!


Aquel alma gentil tan prestamente,

sólo al oír el nombre de su tierra,


comenzó a festejar a su paisano,


y en ti ahora sin guerras no se hallan tus vivos,

y se muerden unos a otros,

los que un foso y un muro mismo encierran.


Busca, mísera, en torno de tus costas


tus playas, y después mira en el centro,


si alguna parte en ti de paz disfruta.


¿De qué vale que el freno te pusiera,


Justiniano, si nadie hay en la silla?


Menor fuera sin ése la vergüenza.


Ah gentes que debíais ser devotas,


y consentir al César en su trono,


si aquello que Dios manda comprendieseis,


esa fiera mirad cuán indomable,


por no ser corregida por la espuela,


al poner en las riendas vuestras manos.


¡Oh tú, tedesco Alberto, que la dejas


al verla tan salvaje y tan indómita,


y debiste apretarle los ijares,


caiga de las estrellas justo juicio


sobre tu sangre, y sea nuevo y claro,


tal que tu sucesor le tenga miedo!


Pues habéis consentido tú y tu padre,


por la codicia de eso distraídos,


que el jardín del imperio esté desierto.


Ven y vé a Capuletos y Montescos,


Filipeschos, Monaldos, ah, indolente,


esos ya tristes, y estos con recelos!


¡Ven, cruel, ven y vé la tirania


de tus nobles, y cura sus desmanes;


verás a Santaflora tan oscura!


Ven y contempla tu Roma llorando

viuda y sola, llamando noche y día:

« Oh mi César, por qué no me acompañas?» 


¡Verás lo mucho que se quieren todos!


y si a piedad ninguna te movemos,


ven y tendrás vergüenza de tu fama.


Y si me es permitido, oh sumo Jove


que por nosotros en cruz te pusieron,


¿es que has vuelto los ojos a otra parte?


¿o te estás preparando, en el abismo


de tus designios, para hacer un bien


que se escapa del todo a nuestra mente?


Pues llenas de tiranos las ciudades


están de Italia toda, y un Marcelo

se vuelve cualquier ruin que entra en un bando. 


Puedes estar contenta, ah, mi Florencia,


por esta digresión que no te alcanza,


pues se las sabe solventar tu pueblo.


La justicia en su pecho muchos guardan,


y, prudentes, disparan tarde el arco;


mas tu pueblo la tiene en plena boca.


Muchos rechazan cargos oficiales,


mas tu pueblo solícito responde


sin ser llamado, y grita: «iYo lo acepto!»


¡Alégrate, porque motivos tienes:


tú rica, tú con paz, y tú prudente!


De si digo verdad, están las muestras.


Las Atenas y Espartas, que inventaron


las viejas leyes tan civilizadas


del bien vivir, hicieron débil prueba


comparadas contigo, pues que haces


tan sutiles decretos, que a noviembre


los que hiciste en octubre nunca llegan.


Hasta donde recuerdo, ¿cuántas veces


leyes, monedas, hábitos y oficios,


has mudado, y cambiado de habitantes?


Y si te acuerdas bien y lo ves claro,


te verás semejante a aquella enferma


que no encuentra reposo sobre plumas,


mas dando vueltas calma sus dolores.

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       Ramón Guimerá Lorente Beceite blog, Beseit Beseit en chapurriau yo parlo lo chapurriau  y lo escric Chapurriau al Wordpress Lo Decame...