lunes, 31 de agosto de 2020

La Divina Comedia, castellano, Canto XXXI

CANTO XXXI


La misma lengua me mordió primero,


haciéndome teñir las dos mejillas,


y después me aplicó la medicina:


así escuché que solía la lanza


de Aquiles y su padre ser causante


primero de dolor, después de alivio,


Dimos la espalda a aquel mísero valle


por la ribera que en torno le ciñe,


y sin ninguna charla lo cruzamos.


No era allí ni de día ni de noche,


y poco penetraba con la vista;


pero escuché sonar un alto cuerno,


tanto que habría a los truenos callado,


y que hacia él su camino siguiendo,


me dirigió la vista sólo a un punto.


Tras la derrota dolorosa, cuando


Carlomagno perdió la santa gesta,


Orlando no tocó con tanta furia.


A poco de volver allí mi rostro,


muchas torres muy altas creí ver;


y yo: «Maestro, di, ¿qué muro es éste?»


Y él a mí: «Como cruzas las tinieblas


demasiado a lo lejos, te sucede


que en el imaginar estás errado.


Bien lo verás, si llegas a su vera,


cuánto el seso de lejos se confunde;


así que marcha un poco más aprisa.»


Y con cariño cogióme la mano,


y dijo: «Antes que hayamos avanzado,


para que menos raro te parezca,


sabe que no son torres, mas gigantes,


y en el pozo al que cerca esta ribera


están metidos, del ombligo abajo.»


Como al irse la niebla disipando,


la vista reconoce poco a poco


lo que esconde el vapor que arrastra el aire,


así horadando el aura espesa y negra,


más y más acercándonos al borde,


se iba el error y el miedo me crecía;


pues como sobre la redonda cerca


Monterregión de torres se corona,


así aquel margen que el pozo circunda


con la mitad del cuerpo torreaban


los horribles gigantes, que amenaza


aún desde el cielo Júpiter tronando.


Y yo miraba ya de alguno el rostro,


la espalda, el pecho y gran parte del vientre,


y los brazos cayendo a los costados.


Cuando dejó de hacer Naturaleza


aquellos animales, muy bien hizo,


porque tales ayudas quitó a Marte;


Y si ella de elefantes y ballenas


no se arrepiente, quien atento mira,


más justa y más discreta ha de tenerla;


pues donde el argumento de la mente


al mal querer se junta y a la fuerza,


el hombre no podría defenderse.


Su cara parecía larga y gruesa


como la Piña de San Pedro, en Roma,


y en esta proporción los otros huesos;


y así la orilla, que les ocultaba


del medio abajo, les mostraba tanto


de arriba, que alcanzar su cabellera


tres frisones en vano pretendiesen;


pues treinta grandes palmos les veía


de abajo al sitio en que se anuda el manto.


«Raphel may amech zabi almi»,


a gritar empezó la fiera boca,


a quien más dulces salmos no convienen.


Y mi guía hacia él: « ¡Alma insensata,


coge tu cuerno, y desfoga con él


cuanta ira o pasión así te agita!


Mirate al cuello, y hallarás la soga


que amarrado lo tiene, alma turbada,


mira cómo tu enorme pecho aprieta.»


Después me dijo: «A sí mismo se acusa.


Este es Nembrot, por cuya mala idea


sólo un lenguaje no existe en el mundo.


Dejémosle, y no hablemos vanamente,


porque así es para él cualquier lenguaje,


cual para otros el suyo: nadie entiende.»


Seguimos el viaje caminando


a la izquierda, y a un tiro de ballesta,

otro encontramos más feroz y grande.


Para ceñirlo quién fuera el maestro,


decir no sé, pero tenía atados


delante el otro, atrás el brazo diestro,


una cadena que le rodeaba


del cuello a abajo, y por lo descubierto


le daba vueltas hasta cinco veces.


«Este soberbio quiso demostrar


contra el supremo Jove su potencia


dijo mi guía y esto ha merecido.


Se llama Efialte; y su intentona hizo


al dar miedo a los dioses los gigantes:


los brazos que movió, ya más no mueve.»


Y le dije: «Quisiera, si es posible,


que del desmesurado Briareo


puedan tener mis ojos experiencia.»


Y él me repuso: «A Anteo ya verás


cerca de aquí, que habla y está libre,


que nos pondrá en el fondo del infierno.


Aquel que quieres ver, está muy lejos,


y está amarrado y puesto de igual modo,


salvo que aún más feroz el rostro tiene.»


No hubo nunca tan fuerte terremoto,


que moviese una torre con tal fuerza,


como Efialte fue pronto en revolverse.


Más que nunca temí la muerte entonces,


y el miedo solamente bastaría


aunque no hubiese visto las cadenas.


Seguimos caminando hacia adelante


y llegamos a Anteo: cinco alas


salían de la fosa, sin cabeza.


«Oh tú que en el afortunado valle


que heredero a Escipión de gloria hizo,


al escapar Aníbal con los suyos,


mil leones cazaste por botín,


y que si hubieses ido a la alta lucha


de tus hermanos, hay quien ha pensado


que vencieran los hijos de la Tierra;

bájanos, sin por ello despreciarnos,

donde al Cocito encierra la friura.


A Ticio y a Tifeo no nos mandes;


éste te puede dar lo que deseas;


inclínate, y no tuerzas el semblante.


Aún puede darte fama allá en el mundo,


pues que está vivo y larga vida espera,


si la Gracia a destiempo no le llama.»


Así dijo el maestro; y él deprisa

tendió la mano, y agarró a mi guía,

con la que a Hércules diera el fuerte abrazo.


Virgilio, cuando se sintió cogido,


me dijo: «Ven aquí, que yo te coja»;


luego hizo tal que un haz éramos ambos.


Cual parece al mirar la Garisenda


donde se inclina, cuando va una nube


sobre ella, que se venga toda abajo;


tal parecióme Anteo al observarle


y ver que se inclinaba, y fue en tal hora


que hubiera preferido otro camino.


Mas levemente al fondo que se traga


a Lucifer con Judas, nos condujo;


y así inclinado no hizo más demora,


y se alzó como el mástil en la nave.

La Divina Comedia, castellano, Canto XXX

CANTO XXX


Cuando Juno por causa de Semele


odio tenía a la estirpe tebana,


como lo demostró en tantos momentos,


Atamante volvióse tan demente,


que, viendo a su mujer con los dos hijos


que en cada mano a uno conducía,


gritó: «¡Tendamos redes, y atrapemos


a la leona al pasar y a los leoncitos!»;


y luego con sus garras despiadadas.


agarró al que Learco se llamaba,


le volteó y le dio contra una piedra;


y ella se ahogó cargada con el otro.


Y cuando la fortuna echó por tierra


la soberbia de Troya tan altiva,


tal que el rey junto al reino fue abatido,


Hécuba triste, mísera y cautiva,


luego de ver a Polixena muerta,


y a Polidoro allí, junto a la orilla


del mar, pudo advertir con tanta pena,


desgarrada ladró tal como un perro;


tanto el dolor su mente trastornaba.


Mas ni de Tebas furias ni troyanas


se vieron nunca en nadie tan crueles,


ni a las bestias hiriendo, ni a los hombres,


cuanto en dos almas pálidas, desnudas,


que mordiendo corrían, vi, del modo


que el cerdo cuando deja la pocilga.


Una cogió a Capocchio, y en el nudo


del cuello le mordió, y al empujarle,


le hizo arañar el suelo con el vientre.


Y el aretino, que quedó temblando,


me dijo: « El loco aquel es Gianni Schichi,


que rabioso a los otros así ataca.»


«Oh le dije así el otro no te hinque


los dientes en la espalda, no te importe


el decirme quién es antes que escape.»


Y él me repuso: «El alma antigua es ésa

de la perversa Mirra, que del padre


lejos del recto amor, se hizo querida.


El pecar con aquél consiguió ésta


falsificándose en forma de otra,


igual que osó aquel otro que se marcha,


por ganarse a la reina de las yeguas,


falsificar en sí a Buoso Donati,


testando y dando norma al testamente.»


Y cuando ya se fueron los rabiosos,


sobre los cuales puse yo la vista,


la volví por mirar a otros malditos.


Vi a uno que un laúd parecería


si le hubieran cortado por las ingles


del sitio donde el hombre se bifurca.


La grave hidropesía, que deforma


los miembros con humores retenidos,


no casado la cara con el vientre,


le obliga a que los labios tenga abiertos,


tal como a causa de la sed el hético,


que uno al mentón, y el otro lleva arriba.


«Ah vosotros que andáis sin pena alguna,


y yo no sé por qué, en el mundo bajo


él nos dijo , mirad y estad atentos


a la miseria de maese Adamo:


mientras viví yo tuve cuanto quise,


y una gota de agua, ¡ay triste!, ansío.


Los arroyuelos que en las verdes lomas


de Casentino bajan hasta el Arno,


y hacen sus cauces fríos y apacibles,


siempre tengo delante, y no es en vano;


porque su imagen aún más me reseca


que el mal con que mi rostro se descarna.


La rígida justicia que me hiere


se sirve del lugar en que pequé


para que ponga en fuga más suspiros.


Está Romena allí, donde hice falsa


la aleación sigilada del Bautista,


por lo que el cuerpo quemado dejé.


Pero si viese aquí el ánima triste

de Guido o de Alejandro o de su hermano,


Fuente Branda, por verlos, no cambiase.


Una ya dentro está, si las rabiosas sombras

que van en torno no se engañan,

¿mas de qué sirve a mis miembros ligados? 


Si acaso fuese al menos tan ligero


que anduviese en un siglo una pulgada,


en el camino ya me habría puesto,


buscándole entre aquella gente infame,


aunque once millas abarque esta fosa,


y no menos de media de través.


Por aquellos me encuentro en tal familia:


pues me indujeron a acuñar florines


con tres quilates de oro solamente.»


Y yo dije: «¿Quién son los dos mezquinos


que humean, cual las manos en invierno,


apretados yaciendo a tu derecha?»


«Aquí los encontré, y no se han movido


me repuso al llover yo en este abismo


ni eternamente creo que se muevan.


Una es la falsa que acusó a José;


otro el falso Sinón, griego de Troya:


por una fiebre aguda tanto hieden.»


Y uno de aquéllos, lleno de fastidio


tal vez de ser nombrados con desprecio,


le dio en la dura panza con el puño.


Ésta sonó cual si fuese un tambor;


y maese Adamo le pegó en la cara


con su brazo que no era menos duro,


diciéndole: «Aunque no pueda moverme,


porque pesados son mis miembros, suelto


para tal menester tengo mi brazo.»


Y aquél le respondió: « Al encaminarte


al fuego, tan veloz no lo tuviste:


pero sí, y más, cuando falsificabas.»


Y el hidrópico dijo: «Eso es bien cierto;


mas tan veraz testimonio no diste


al requerirte la verdad en Troya.»


«Si yo hablé en falso, el cuño falseaste

dijo Sinón y aquí estoy por un yerro,


y tú por más que algún otro demonio.»


«Acuérdate, perjuro, del caballo


repuso aquel de la barriga hinchada ;


y que el mundo lo sepa y lo castigue.»


«Y te castigue a ti la sed que agrieta


dijo el griego la lengua, el agua inmunda


que al vientre le hace valla ante tus ojos.»


Y el monedero dilo: «Así se abra


la boca por tu mal, como acostumbra;


que si sed tengo y me hincha el humor,


te duele la cabeza y tienes fiebre;


y a lamer el espejo de Narciso,


te invitarían muy pocas palabras.»


Yo me estaba muy quieto para oírles


cuando el maestro dijo: «¡Vamos, mira!


no comprendo qué te hace tanta gracia.»


Al oír que me hablaba con enojo,


hacia él me volví con tal vergüenza,


que todavía gira en mi memoria.


Como ocurre a quien sueña su desgracia,


que soñando aún desea que sea un sueño,


tal como es, como si no lo fuese,


así yo estaba, sin poder hablar,


deseando escusarme, y escusábame


sin embargo, y no pensaba hacerlo.


«Falta mayor menor vergüenza lava


dijo el maestro , que ha sido la tuya;


así es que ya descarga tu tristeza.


Y piensa que estaré siempre a tu lado,


si es que otra vez te lleva la fortuna


donde haya gente en pleitos semejantes:


pues el querer oír eso es vil deseo.»

La Divina Comedia, castellano, Canto XXIX

CANTO XXIX


La mucha gente y las diversas plagas,

tanto habian mis ojos embriagado,

que quedarse llorando deseaban;

mas Virgilio me dijo: «¿En qué te fijas?


¿Por qué tu vista se detiene ahora


tras de las tristes sombras mutiladas?


Tú no lo hiciste así en las otras bolsas;


piensa, si enumerarlas crees posible,


que millas veintidós el valle abarca.


Y bajo nuestros pies ya está la luna:


Del tiempo concedido queda poco,


y aún nos falta por ver lo que no has visto.»


«Si tú hubieras sabido le repuse


la razón por la cual miraba, acaso


me hubieses permitido detenerme.»


Ya se marchaba, y yo detrás de él,


mi guía, respondiendo a su pregunta


y añadiéndole: «Dentro de la cueva,


donde los ojos tan atento puse,


creo que un alma de mi sangre llora


la culpa que tan caro allí se paga.»


Dijo el maestro entonces: «No entretengas


de aquí adelante en ello el pensamiento:


piensa otra cosa, y él allá se quede;


que yo le he visto al pie del puentecillo


señalarte, con dedo amenazante,


y llamarlo escuché Geri del Bello.


Tan distraído tú estabas entonces


con el que tuvo Altaforte a su mando,


que se fue porque tú no le atendías.»


«Oh guía mío, la violenta muerte


que aún no le ha vengado yo repuse-


ninguno que comparta su vergüenza,


hácele desdeñoso; y sin hablarme


se ha marchado, del modo que imagino;


con él por esto he sido más piadoso.»


Conversamos así hasta el primer sitio


que desde el risco el otro valle muestra,


si hubiese allí más luz, todo hasta el fondo.


Cuando estuvimos ya en el postrer claustro

de Malasbolsas, y que sus profesos

a nuestra vista aparecer podían,


lamentos saeteáronme diversos,


que herrados de piedad dardos tenían;


y me tapé por ello los oídos.


Como el dolor, si con los hospitales


de Valdiquiana entre junio y septiembre,


los males de Maremma y de Cerdeña,


en una fosa juntos estuvieran,


tal era aquí; y tal hedor desprendía,


como suele venir de miembros muertos.


Descendimos por la última ribera


del largo escollo, a la siniestra mano;


y entonces pude ver más claramente


allí hacia el fondo, donde la ministra


del alto Sir, infalible justicia,


castiga al falseador que aquí condena.


Yo no creo que ver mayor tristeza


en Egina pudiera el pueblo enfermo,


cuando se llenó el aire de ponzoña,


pues, hasta el gusanillo, perecieron


los animales; y la antigua gente,


según que los poeta aseguran,


se engendró de la estirpe de la hormiga;


como era viendo por el valle oscuro


languidecer las almas a montones.


Cuál sobre el vientre y cuál sobre la espalda,


yacía uno del otro, y como a gatas,


por el triste sendero caminaban.


Muy lentamente, sin hablar, marchábamos,


mirando y escuchando a los enfermos,


que levantar sus cuerpos no podían.


Vi sentados a dos que se apoyaban,


como al cocer se apoyan teja y teja,


de la cabeza al pie llenos de pústulas.


Y nunca vi moviendo la almohaza

a muchacho esperado por su amo,


ni a aquel que con desgana está aún en vela, 


como éstos se mordían con las uñas

a ellos mismos a causa de la saña

del gran picor, que no tiene remedio;


y arrancaban la sarna con las uñas,


como escamas de meros el cuchillo,


o de otro pez que las tenga más grandes.


«Oh tú que con los dedos te desuellas


se dirigió mi guía a uno de aquellos


y que a veces tenazas de ellos haces,


dime si algún latino hay entre éstos


que están aquí, así te duren las uñas


eternamente para esta tarea.»


«Latinos somos quienes tan gastados


aquí nos ves llorando uno repuso;


¿y quién tú, que preguntas por nosotros?»


Y el guía dijo: «Soy uno que baja


con este vivo aquí, de grada en grada,


y enseñarle el infierno yo pretendo.»


Entonces se rompió el común apoyo;


y temblando los dos a mí vinieron


con otros que lo oyeron de pasada.


El buen maestro a mí se volvió entonces,


diciendo: «Diles todo lo que quieras»;


y yo empecé, pues que él así quería:


«Así vuestra memoria no se borre


de las humanas mentes en el mundo,


mas que perviva bajo muchos soles,


decidme quiénes sois y de qué gente:


vuestra asquerosa y fastidiosa pena


el confesarlo espanto no os produzca.»


«Yo fui de Arezzo, y Albero el de Siena


repuso uno púsome en el fuego,


pero no me condena aquella muerte.


Verdad es que le dije bromeando:


“Yo sabré alzarme en vuelo por el aire”


y aquél, que era curioso a insensato,


quiso que le enseñase el arte; y sólo


porque no le hice Dédalo, me hizo


arder así como lo hizo su hijo.


Mas en la última bolsa de las diez,


por la alquimia que yo en el mundo usaba,

me echó Minos, que nunca se equivoca.»


Y yo dije al maestro: «¿Ha habido nunca


gente tan vana como la sienesa?


cierto, ni la francesa llega a tanto.»


Como el otro leproso me escuchara,


repuso a mis palabras: «Quita a Stricca,


que supo hacer tan moderados gastos;


y a Niccolò, que el uso dispendioso


del clavo descubrió antes que ninguno,


en el huerto en que tal simiente crece;


y quita la pandilla en que ha gastado


Caccia d'Ascian la viña y el gran bosque,


y el Abbagliato ha perdido su juicio.


Mas por que sepas quién es quien te sigue


contra el sienés, en mí la vista fija,


que mi semblante habrá de responderte:


verás que soy la sombra de Capoccio,


que falseé metales con la alquimia;


y debes recordar, si bien te miro,


que por naturaleza fui una mona.»

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